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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (22 page)

Bishop daría las gracias e introduciría los datos del
Mariposa
en el viaje que estuviera haciendo. Carga con destino a Baltimore. Quizá habría cargado la cocaína en Guatemala o en el mar. O quizá todavía no. También podría ser que llevara la cocaína a Baltimore, o que la descargara en una planeadora al amparo de la noche en algún lugar de la inmensa oscuridad de la bahía de Chesapeake. O tal vez no llevase ningún cargamento.

—¿Debemos alertar a la Aduana de Baltimore, o a los guardacostas de Maryland? —preguntaría Bishop.

—Todavía no —sería la respuesta.

Paul Devereaux no tenía la costumbre de dar explicaciones a sus subordinados. Guardaba sus razonamientos para sí mismo. Si los buscadores iban directamente al lugar secreto o si fingían encontrarlo gracias a los perros, después de dos o tres descubrimientos exitosos las coincidencias serían demasiado evidentes para que el cártel las pasase por alto.

No quería hacer interceptaciones o servírselas en bandeja a otros una vez desembarcada la carga. Estaba dispuesto a dejar en manos de las autoridades locales a las bandas importadoras norteamericanas y europeas. Su objetivo era la Hermandad y esta solo sufriría un impacto directo si la interceptación se hacía en el mar, antes de la entrega y del cambio de propietario.

Tal como solía hacer en los viejos tiempos, cuando el oponente era el KGB y sus satélites, estudiaba al enemigo cuidadosamente. Consultaba la sabiduría de Sun Tzu expresada en el
Ping Fa, El arte de la guerra
. Reverenciaba al viejo sabio chino, cuyo insistente consejo era: «Estudia a tu enemigo».

Devereaux sabía quién encabezaba la Hermandad y había estudiado a don Diego Esteban, terrateniente, caballero, erudito católico, filántropo, señor de la cocaína y asesino. Contaba con una única ventaja, pero que no le duraría para siempre. Él sabía cosas del Don, pero el Don no sabía nada de Cobra.

Al otro lado de Sudamérica, sobre la misma costa de Brasil, el Global Hawk
Sam
también había estado volando en la estratosfera. Todo lo que veía se enviaba a una pantalla en Nevada y luego se reenviaba a los ordenadores de Anacostia. Los barcos mercantes eran mucho menos numerosos. El transporte marítimo en los grandes cargueros desde Sudamérica a África Occidental era escaso. Pero se fotografiaba cualquier embarcación y, aunque los nombres de los barcos por lo general no eran visibles desde veinte mil metros, las imágenes se comparaban con las existentes en los archivos de la MAOC en Lisboa, la ODC de Naciones Unidas en Viena y la SOCA británica en Accra, Ghana.

En cinco de las coincidencias el nombre aparecía en la lista de Cortez. Cobra miró las pantallas de Bishop y se prometió a sí mismo que ya les llegaría su hora.

También hubo algo más que
Sam
captó y registró. Había aviones que despegaban de la costa brasileña para dirigirse al este o al nordeste con destino a África. Los vuelos comerciales eran pocos y no representaban un problema. Pero cada perfil se enviaba a Creech y luego a Anacostia. Jeremy Bishop los identificó a todos por el modelo y muy pronto se estableció un patrón.

Muchos de ellos no tenían la autonomía de vuelo suficiente. No podían recorrer la distancia, a menos que los hubiesen modificado por dentro. El Global Hawk
Sam
recibió nuevas instrucciones. Tras repostar en la base aérea de Fernando de Noronha, remontó el vuelo y se concentró en los aviones pequeños.

Realizando el trabajo a la inversa, como si partiese de la llanta de una rueda de bicicleta para seguir por los rayos hasta el cubo,
Sam
estableció que casi todos provenían de una inmensa finca tierra adentro muy alejada de la ciudad de Fortaleza. Con los mapas de Brasil tomados desde el espacio, las imágenes enviadas por
Sam
y las discretas investigaciones llevadas a cabo en el registro de la propiedad en Belém identificaron la finca. Se llamaba Boavista.

Los norteamericanos llegaron primero porque les esperaba la travesía más larga. Doce de ellos volaron al aeropuerto internacional de Goa a mediados de junio haciéndose pasar por turistas. Si alguien hubiese registrado a fondo sus equipajes, cosa que nadie hizo, hubiese encontrado una notable coincidencia: los doce tenían documentación como marineros mercantes. En realidad era la misma tripulación de la marina norteamericana que había llevado el carguero de cereales ahora reconvertido en el MV
Chesapeake
. Una furgoneta alquilada por McGregor los llevó a la costa hasta el astillero de los Kapoor.

El
Chesapeake
esperaba y como no había ningún alojamiento en el astillero, subieron a bordo para dormir a pierna suelta. A la mañana siguiente comenzaron dos días de intenso trabajo para familiarizarse con el barco.

El oficial superior, el nuevo capitán, era un comandante de la marina, y su primer oficial tenía el rango inmediatamente inferior. Había dos tenientes y los otros ocho iban desde suboficial mayor a marinero raso. Cada especialista se concentraba en su ámbito: puente, sala de máquinas, cocina, sala de radio, cubierta y escotillas de las bodegas.

Cuando entraron en las cinco enormes bodegas se detuvieron asombrados. Allí abajo había un cuartel completo de las Fuerzas Especiales, sin ojos de buey ni luz natural, y por lo tanto invisible desde el exterior. Mientras navegaran no recibirían ninguna llamada de su base. Los SEAL se prepararían su propia comida y se cuidarían entre sí.

La tripulación estaría en los sollados del barco, que eran más espaciosos y cómodos de lo que serían, por ejemplo, en un destructor.

Había un camarote de invitados con dos literas, cuyo propósito era desconocido. Si los oficiales SEAL querían consultar con el puente, tendrían que caminar bajo cubierta, pasar por cuatro puertas estancas que comunicaban las bodegas y después subir a la luz del día.

No se les dijo, porque no necesitaban saberlo, o al menos todavía no, por qué la bodega de proa parecía una cárcel para recibir prisioneros. Pero se les enseñó a quitar las tapas de dos de las cinco bodegas para que los hombres del interior entraran en acción. Practicarían este ejercicio muchas veces durante el largo crucero; en parte para pasar las horas y en parte para que pudiesen hacerlo con más rapidez y con los ojos cerrados.

Al tercer día, McGregor, con su piel apergaminada, los vio zarpar. Se situó al final del espigón cubierto de musgo cuando el
Chesapeake
pasó por delante, y levantó su vaso lleno de un líquido ámbar. Estaba dispuesto a vivir con el calor, la malaria, el sudor y el hedor, pero nunca se quedaría sin un par de botellas del destilado de sus islas nativas, las Hébridas.

La ruta más corta hacia su destino era a través del mar de Arabia y el canal de Suez. Pero solo por la remota posibilidad de tener problemas con los piratas somalíes frente al Cuerno de África y porque tenían tiempo, se había decidido que virarían al sur hacia el cabo de Buena Esperanza y después al nordeste para su cita en el mar delante de las costas de Puerto Rico.

Tres días más tarde llegaron los británicos para recoger el MV
Balmoral
. Eran catorce, todos de la Royal Navy, y guiados por McGregor ellos también pasaron por el proceso de familiarizarse con el barco durante dos días. Como la marina norteamericana es «seca» en lo que se refiere al alcohol, los estadounidenses no habían comprado ninguna bebida libre de impuestos en el aeropuerto. Sin embargo, los herederos de la marina de Nelson no tenían que soportar los mismos rigores y se ganaron la gratitud de McGregor cuando le ofrecieron varias botellas de
single malt
de Islay, su destilería favorita.

En cuanto estuvo preparado, el
Balmoral
se hizo a la mar. Su cita marina estaba más cerca: navegaría alrededor del cabo de Buena Esperanza y al noroeste hasta la isla Ascensión donde se encontraría, fuera de la vista y lejos de tierra, con un buque de la Real Flota Auxiliar que transportaba a los efectivos de las Fuerzas Especiales de la marina del Reino Unido y el equipo que necesitarían.

McGregor esperó a que el
Balmoral
desapareciese por el horizonte y recogió lo que habían dejado atrás. Los trabajadores que habían realizado la conversión se habían marchado hacía mucho tiempo y sus caravanas ya se habían devuelto a la empresa de alquiler. El viejo escocés vivía en la última que quedaba, con su dieta de whisky y quinina. Los hermanos Kapoor habían cobrado de cuentas bancarias que nunca nadie rastrearía y ya habían perdido el interés en los dos cargueros de cereales que habían convertido en centros de buceo. El astillero volvió a su trabajo habitual de desguazar barcos llenos de productos químicos tóxicos y de amianto.

Colleen Keck se agachó en el ala del Buccaneer y contrajo el rostro castigado por el viento. Las expuestas llanuras de Lincolnshire no son cálidas ni siquiera en junio. Había ido allí para despedirse de aquel brasileño a quien había tomado afecto.

A su lado, en el asiento delantero de la carlinga del cazabombardero, se encontraba el comandante João Mendoza, ocupado con las últimas verificaciones. En la parte trasera de la carlinga, el asiento que ella había ocupado durante la instrucción había desaparecido. En su lugar, había otro depósito de combustible y un equipo de radio conectado a los auriculares del piloto. Detrás de ellos los motores Spey ronroneaban al ralentí.

Cuando ya no tuvo más sentido seguir esperando, ella se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.

—¡Buen viaje, João! —gritó.

Él vio el movimiento de sus labios y comprendió lo que le había dicho. Le dedicó una sonrisa y levantó el puño derecho con el pulgar en alto. Con el viento, las turbinas detrás y la voz de la torre en los oídos, no podía oírla.

La comandante Keck se deslizó por el ala y saltó al suelo. La tapa de metacrilato se movió hacia delante y se cerró; el piloto se quedó solo en su mundo: un mundo con una palanca de control, aceleradores, instrumentos, mira, indicadores de combustible y un navegador aéreo táctico, el TACAN.

Solicitó y recibió la autorización final, entró en la pista, se detuvo de nuevo, comprobó los frenos, los soltó y comenzó a acelerar. Segundos más tarde, la tripulación de tierra, desde la furgoneta junto a la pista, vio cómo los 11.000 kilos de empuje de los Spey gemelos impulsaban el Buccaneer hacia el cielo y lo hacían virar hacia el sur.

Debido a las modificaciones hechas en el aparato, se había decidido que el comandante Mendoza volara hasta la mitad del Atlántico por una ruta diferente. En las islas portuguesas de las Azores está la base aérea norteamericana de Lajes, hogar del Ala 64; el Pentágono, movido por unos hilos invisibles, había aceptado que repostara allí aquella «pieza de museo» que al parecer volvía a Sudáfrica. La distancia de 1.395 millas náuticas no sería un problema.

Sin embargo, Mendoza prefirió pasar la noche en el club de oficiales de Lajes y despegar con el alba hacia Fogo. No tenía la intención de hacer su primer aterrizaje, en su nueva casa, en la oscuridad. Despegó con la primera luz del sol para iniciar la segunda parte del recorrido: 1.439 millas náuticas hasta Fogo, muy por debajo de su límite de 2.200 millas.

El cielo sobre las islas de Cabo Verde estaba despejado. A medida que bajaba de la altitud de crucero de 10.700 metros las veía con mayor claridad. A 3.000 metros las estelas de las pocas motoras en el mar eran como pequeñas plumas blancas contra el agua azul. En el extremo sur de las islas, al oeste de Santiago, vio la caldera del extinto volcán de Fogo y, metida en el flanco sudoeste de la roca, la pista del aeropuerto.

Descendió un poco más trazando una larga curva por encima del Atlántico, siempre con el volcán en la punta del ala de babor. Le habían asignado una señal de llamada y la frecuencia y el idioma que oiría no sería portugués sino inglés. Él era Peregrino y la central de Fogo era Progreso. Pulsó el botón de transmisión y llamó.

—Peregrino, Peregrino a Torre Progreso. ¿Me copia?

Reconoció la voz de la respuesta. Uno de los seis de Scampton que formarían su equipo técnico y de apoyo. Una voz inglesa, con acento del norte. Su amigo estaba sentado en la torre de control del aeropuerto de Fogo junto al controlador de vuelo caboverdiano que se ocupaba de los vuelos comerciales.

—Le copio cinco, Peregrino.

El aficionado de Scampton, otro de los retirados que Cal Dexter había contratado con el dinero de Cobra, miró a través de la cristalera de la achaparrada torre y vio con toda claridad cómo el Bucc trazaba una curva sobre el mar. Le transmitió las instrucciones de aterrizaje: orientación de la pista, fuerza y dirección del viento.

A trescientos metros de altitud, João Mendoza bajó el tren de aterrizaje y los alerones, y observó cómo disminuían la velocidad y la altitud. Con una visibilidad tan perfecta apenas hacía falta la tecnología; esto era volar como debía ser. Enfiló el campo cuando estaba a dos millas. Dejó atrás la espuma del oleaje, las ruedas tocaron el cemento en la misma marca del umbral y frenó con suavidad en una pista que era la mitad de larga que la de Scampton. No llevaba armamento y le quedaba poco combustible. No era un problema.

Le quedaban todavía doscientos metros hasta el final de la pista cuando se detuvo. Una camioneta pequeña se colocó delante y una figura en la caja le indicó que le siguiera. Condujo en dirección opuesta a la terminal para ir hacia los edificios de la escuela de vuelo y por fin apagó los motores.

Los cinco hombres que le habían precedido desde Scampton lo rodearon. Se oyeron alegres saludos cuando descendió del avión. El sexto se acercaba desde la torre en su escúter alquilada. Los seis habían llegado hacía dos días en un Hércules C-130 británico. Habían llevado con ellos los cohetes para los despegues asistidos, todas las herramientas necesarias para el mantenimiento del Bucc en su nuevo cometido y algo primordial: la munición para los cañones Aden. Entre los seis, que ahora se habían asegurado unas pensiones de jubilación mucho más cómodas de lo que eran seis meses atrás, había un aparejador, un montador, un armero (el «fontanero»), un experto en aviónica, un técnico en comunicaciones aéreas (radio) y el controlador de tráfico aéreo que acababa de hablar con él.

La mayor parte de las misiones se llevarían a cabo en la oscuridad, tanto para el despegue como para el aterrizaje, lo cual las haría un poco más complicadas, pero aún tenía una quincena para practicar. Por el momento, lo llevaron a su alojamiento, que ya estaba preparado. Luego fue al comedor principal para reunirse con sus colegas, los instructores brasileños y los cadetes caboverdianos. Había llegado el nuevo comandante con su «pieza de museo» particular. Después de cuatro semanas de clases y tomas de contacto con los aviones, los jóvenes esperaban con entusiasmo realizar su primer vuelo de instrucción dual por la mañana.

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