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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (35 page)

La pregunta tácita era: «¿Qué hará usted al respecto?». Con exquisita cortesía el Don invitó a sus huéspedes a que tomaran una copa de vino al sol mientras iba al interior a discutir ese asunto.

—¿Cuánto valen los gallegos para nosotros? —le preguntó a José María Largo.

—Demasiado —admitió Largo.

De las estimadas trescientas toneladas que debían llegar a Europa cada año, los españoles, es decir los gallegos, se llevaban el veinte por ciento, o sea sesenta toneladas. Los únicos que estaban por encima eran los italianos de la ‘Ndrangheta, más importante incluso que la Camorra de Nápoles y la Cosa Nostra de Sicilia.

—Los necesitamos, don Diego. Suárez debe tomar medidas especiales para mantenerlos satisfechos.

Antes de que los pequeños cárteles se unieran en la gigantesca Hermandad, los gallegos recibían sus suministros del cártel del Valle del Norte dirigido por Montoya, que ahora estaba en una cárcel norteamericana. Valle del Norte había sido el último de los independientes en rendirse a la unión, pero aún producían sus propios suministros. Si los poderosos gallegos volvían a su proveedor original, otros podían imitarlos, lo que provocaría la paulatina ruptura de su imperio. Don Diego volvió al patio.

—Señores —dijo—. Tienen la palabra de don Diego Esteban. Se reanudarán las entregas.

Era más fácil decirlo que hacerlo. El cambio que había decidido Suárez de abandonar el método de los miles de mulas humanas que se tragaban hasta un kilo cada una o que llevaban dos o tres kilos en las maletas y confiaban pasar libremente en los aeropuertos, había parecido sensato en otro momento. Pero las nuevas máquinas de rayos X que atravesaban la ropa y la grasa corporal habían hecho que llevarla en el estómago fuese imposible. Además, los cada vez más rigurosos controles de seguridad con los equipajes, de los que el Don culpaba a los fundamentalistas islámicos y a los que no dejaba de maldecir cada día, habían hecho que se interceptaran muchas más maletas. Mandar pocos cargamentos pero más grandes había parecido que era la nueva y más inteligente estrategia. Sin embargo, desde julio había habido un aumento de las interceptaciones y las desapariciones, y cada pérdida había sido de entre una y doce toneladas.

Había perdido al encargado de blanquear el dinero, el controlador de la lista de ratas lo había traicionado y un centenar, o más, de funcionarios que habían trabajado en secreto para él estaban en la cárcel. Las capturas en el mar de los grandes cargueros que transportaban cocaína superaban las cincuenta; ocho pares de planeadoras además de quince cargueros de cabotaje habían desaparecido sin dejar rastro, y el puente aéreo a África Occidental había pasado a la historia.

El Don sabía que tenía un enemigo, y que era muy, muy peligroso. La noticia de que había dos aviones no tripulados que patrullaban continuamente los cielos y que descubrían a las embarcaciones de superficie y quizá a sus aviones explicaría gran parte de las pérdidas.

Pero ¿dónde estaban los navíos norteamericanos y británicos que debían de llevar a cabo las interceptaciones? ¿Dónde estaban los barcos capturados? ¿Dónde estaban las tripulaciones? ¿Por qué no aparecían ante las cámaras como era costumbre? ¿Por qué los agentes de aduana no se fotografiaban delante de los fardos de cocaína capturados como siempre hacían?

Quienesquiera que fuesen, no podían mantener a sus tripulaciones prisioneras en secreto; iba contra los derechos humanos. No podían estar hundiendo sus barcos; iba en contra de las leyes del mar, de las reglas de la ley CRIJICA. Y no podían simplemente abatir sus aviones. Incluso sus peores enemigos, la DEA norteamericana y la SOCA británica, tenían que respetar sus propias leyes. Y por último, ¿por qué ninguno de los contrabandistas había enviado una señal con sus receptores programados?

El Don sospechaba que había un cerebro detrás de todo aquello, y tenía razón. Mientras acompañaba a sus invitados gallegos hasta el todoterreno que los llevaría hasta el aeródromo, Cobra estaba en su elegante casa de Alexandria, en el Potomac, disfrutando de un concierto de Mozart en su equipo de música.

A finales de noviembre, un carguero de cereales de aspecto inocente, el MV
Chesapeake
, cruzó el canal de Panamá en dirección sur para dirigirse hacia el Pacífico. Si alguien hubiese preguntado, o incluso todavía menos probable, si alguien hubiese tenido la autoridad suficiente para examinar sus documentos, habría demostrado que viajaba al sur con destino a Chile cargado con trigo de Canadá.

Efectivamente, viró al sur al entrar en el Pacífico, pero solo para cumplir la orden de mantener su posición a cincuenta millas de la costa colombiana y esperar a un pasajero.

Dicho pasajero voló al sur desde Estados Unidos en un avión de la CIA y aterrizó en Malambo, la base en la costa del Caribe. No hubo ningún trámite aduanero y, de haberlo, el norteamericano llevaba un pasaporte diplomático que impedía que revisaran su equipaje.

El equipaje consistía en un pesado macuto del que declinó cortésmente separarse, incluso cuando los fornidos infantes de marina norteamericanos se ofrecieron a llevárselo. Tampoco iba a estar en la base mucho tiempo. Un helicóptero Blackhawk tenía la orden de esperarle.

Cal Dexter conocía al piloto, y este lo saludó con una sonrisa.

—¿Esta vez entra o sale, señor? —preguntó.

Era el mismo aviador que había recogido a Dexter en el balcón del hotel Santa Clara, después del arriesgado encuentro con Cárdenas. Comprobó su plan de vuelo mientras el helicóptero despegaba y ponía rumbo al sudoeste por encima del golfo de Darién.

Desde una altura de mil quinientos metros, el piloto y el pasajero, en el asiento de al lado, veían pasar la selva debajo y más allá el resplandor del Pacífico. Dexter vio su primera selva cuando, siendo un adolescente, fue al triángulo de hierro en Vietnam. Muy pronto perdió toda ilusión por la selva y nunca la había recuperado.

Desde el aire parecía hermosa, tranquila, incluso cómoda; en realidad, era un lugar letal donde aterrizar. El golfo de Darién quedó detrás y cruzaron el istmo justo al sur de la frontera panameña.

Ya sobre el mar, el piloto estableció contacto, comprobó el rumbo y lo alteró ligeramente. Unos minutos más tarde el punto que era el
Chesapeake
apareció en el horizonte. Aparte de unos pocos pesqueros cerca de la costa, el mar estaba vacío y los pescadores no pudieron ver la transferencia.

A medida que descendían en el helicóptero, vieron varias figuras a bordo, junto a las tapas de las escotillas, dispuestas para recibir a su visitante. Detrás de Dexter el encargado de la carga abrió la puerta y el viento cálido movido por los rotores entró en la cabina. Debido a la única grúa en la cubierta del
Chesapeake
y a la amplitud de los rotores, se decidió que Dexter descendería sujeto con un arnés.

Primero bajaron el macuto en un cable de acero. El equipaje se balanceó impulsado por el chorro de aire hasta que unas fuertes manos lo sujetaron y lo desengancharon. El cable volvió a subir. El encargado hizo un gesto a Dexter, que se levantó y fue hasta la puerta. Engancharon los dos dobles mosquetones a su arnés y salió al espacio.

El piloto mantenía el helicóptero firme, quince metros por encima de la cubierta; el mar era una balsa; las manos lo sujetaron y le ayudaron a bajar el último metro. Cuando sus botas tocaron la cubierta, desengancharon los mosquetones y recogieron el cable. Se volvió para levantar los pulgares a los rostros que miraban y el helicóptero emprendió el vuelo de regreso a la base.

Había cuatro hombres que esperaban para saludarle: el capitán del barco, el comandante de la marina norteamericana que fingía ser un marino mercante; uno de los dos hombres de comunicaciones que mantenían al
Chesapeake
constantemente en contacto con el Proyecto Cobra; el teniente comandante Bull Chadwick, jefe del equipo Tres de los SEAL, y un fornido y joven SEAL que llevaba el macuto. Por primera vez, Dexter lo había soltado.

Cuando abandonaron la cubierta, el
Chesapeake
se puso de nuevo en marcha para seguir su viaje mar adentro.

La espera duró veinticuatro horas. Los dos hombres de comunicaciones mataban el tiempo en su cabina de radio hasta que a la tarde siguiente, en la base aérea Creech, en Nevada, vieron en la pantalla algo que el Global Hawk
Michelle
estaba transmitiendo.

Cuando dos semanas antes el equipo Cobra en Washington se había dado cuenta de que el cártel estaba desviando sus embarcaciones desde el Caribe al Pacífico, de inmediato se dispuso un cambio en el patrón de vigilancia de
Michelle
. Ahora estaba a veinte mil metros de altitud, consumiendo un mínimo de gasolina, con todos los equipos dirigidos hacia la costa, desde Tumaco en el sur de Colombia hasta Costa Rica, y hasta doscientas millas mar adentro. Y había visto algo.

Creech transmitió la imagen a Anacostia, en Washington, donde Jeremy Bishop, que parecía que nunca durmiera y se alimentaba de comida rápida delante de sus ordenadores, la pasó por la base de datos. El barco, que hubiese sido una mancha invisible desde veinte mil metros, apareció ampliado hasta llenar la pantalla.

Era uno de los últimos barcos en los que Juan Cortez había ejercido su magia con el soldador. La última vez que lo habían visto, y fotografiado, fue unos meses atrás, anclado en un puerto venezolano; su presencia en el Pacífico confirmaba el cambio de táctica.

El barco era demasiado pequeño para aparecer en la lista de Lloyd’s. Se trataba de un viejo barco oxidado de seis mil toneladas de registro bruto que probablemente se dedicaba a la navegación de cabotaje por la costa del Caribe o a hacer viajes hasta las muchas islas a las que abastecían únicamente estos barcos. Acababa de salir de Buenaventura y su nombre era
María Linda
.
Michelle
recibió la orden de seguirlo hacia el norte, y el
Chesapeake
se colocó en posición.

Los SEAL ya tenían mucha práctica gracias a las numerosas interceptaciones realizadas. El
Chesapeake
se situó veinticinco millas más adelante que el carguero, y poco antes del alba del tercer día, subieron el Little Bird a cubierta.

Cuando la grúa lo soltó, sus rotores giraron y despegó. Mientras el Little Bird se elevaba, la RHIB grande del comandante Chadwick y las otras dos embarcaciones más pequeñas ya estaban en el agua y se dirigían hacia el carguero más allá del horizonte. Sentado en la popa de la neumática junto con el equipo de búsqueda, el spaniel y su entrenador, estaba Cal Dexter, con el macuto en la mano. El mar estaba plano y la letal flotilla aumentó la velocidad hasta volar por la superficie a cuarenta nudos.

Por supuesto el helicóptero llegó primero, pasó cerca del puente del
María Linda
, para que el capitán viese las palabras US Navy en el fuselaje, y después se mantuvo por delante del puente con un fusil de francotirador apuntado a su rostro mientras por el altavoz se le ordenaba que parase máquinas. Obedeció.

El capitán acataba órdenes. Dio una breve instrucción a su segundo, escondido en la escalerilla que llevaba a los camarotes, y este intentó enviar un mensaje de alerta al operador del cártel. Nada funcionaba. Probó a llamar por el móvil, enviar un mensaje de texto, tecleó en el ordenador y, llevado por la desesperación, intentó una anticuada llamada por radio. En lo alto, fuera de la vista y el oído,
Michelle
volaba en círculos mientras mantenía las comunicaciones interceptadas. De repente, el capitán vio las neumáticas que se dirigían hacia él.

El abordaje fue sencillo. Los SEAL, vestidos de negro, enmascarados y con las metralletas HK MP5 en las caderas, saltaron por encima de las bordas y la tripulación levantó las manos. El capitán protestó, por supuesto; Chadwick fue muy formal y cortés.

La tripulación tuvo tiempo de ver que los hombres con el perro subían; luego les pusieron las capuchas negras y los condujeron a popa. El capitán sabía muy bien lo que llevaba, así que rezó para que el grupo de abordaje no lo encontrase. Lo que le esperaba, pensó, era pasar muchos años en una cárcel yanqui. Navegaba en aguas internacionales; las reglas estaban del lado de los norteamericanos; la costa más cercana era Panamá, que cooperaría con Washington y los extraditaría a todos al norte de aquella temible frontera. A todos los que trabajaban para el cártel, desde el primero al último, les aterrorizaba la extradición a Estados Unidos. Significaba una larga sentencia y ninguna posibilidad de una rápida liberación a cambio de un soborno.

Lo que el capitán no vio fue a un hombre mayor, un tipo con las articulaciones un tanto agarrotadas, al que ayudaron a subir a bordo con su macuto. Cuando les ponían las capuchas no solo les impedía ver, sino también oír; las capuchas estaban acolchadas por dentro para apagar los sonidos del exterior.

Gracias a la confesión de Juan Cortez que él había supervisado, Dexter sabía muy bien qué buscaba y dónde estaba. Mientras el resto del grupo de abordaje fingía recorrer el
María Linda
de arriba abajo y de proa a popa, Dexter fue silenciosamente al camarote del capitán.

La litera estaba atornillada a la pared con cuatro gruesos tornillos de bronce. Las cabezas estaban sucias de grasa y tierra, para hacer creer que no se habían desenroscado en años. Dexter quitó la mugre y los desatornilló. La litera se movía y dejaba a la vista el casco. La tripulación, que estaba más o menos a una hora del lugar de entrega, habría hecho esto mismo.

El acero del casco parecía intacto. Dexter buscó el cierre, lo encontró y lo accionó. Se oyó un suave clic y el panel de acero se soltó. Pero no fue agua lo que entró. En aquel lugar el casco era doble. Apartó con cuidado la plancha de acero y vio los fardos.

Sabía que la cavidad se extendía por la izquierda y la derecha de la apertura y también desde arriba hacia abajo. Los fardos tenían la forma de bloques, de no más de veinte centímetros de ancho, que era la profundidad del compartimiento. Apilados los unos encima de los otros, formaban una pared. Cada bloque contenía veinte ladrillos sellados en capas de polietileno industrial; los bloques estaban metidos en sacos de yute y atados con cuerdas para facilitar el manejo. Calculó que había unas dos toneladas de cocaína colombiana pura, más de cien millones de dólares cuando las cortaran para aumentar seis veces el volumen y se vendieran al precio de la calle en Estados Unidos.

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