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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (39 page)

Don Diego tuvo que pagar un cuantioso soborno, pero un funcionario le consiguió los números de envío de la carga. Algunos habían estado a bordo del
María Linda
, que había llegado sin problemas y había descargado la mercancía, que pasó a manos del cártel de Sinaloa. Otros fardos habían estado en dos planeadoras que habían desaparecido meses atrás en el Caribe. Estos también iban destinados al cártel de Sinaloa. Ahora acababan de aparecer en Nogales.

Otro golpe de suerte para el Don llegó de Italia. Esta vez en un envío de trajes para hombre de una marca muy conocida de Milán que intentaba cruzar los Alpes hacia Francia para dirigirse a Londres.

Fue mala suerte que el camión pinchara en el paso alpino y se quedase cruzado en la carretera. Los carabinieri insistieron en que el conductor lo apartase del camino, pero eso significaba aligerar el vehículo descargando parte de la mercancía. Uno de los cajones se rompió y dejó a la vista unos fardos envueltos en yute que a todas luces no iban a vestir a los jóvenes agentes de bolsa de Lombard Street.

El contrabando se confiscó de inmediato y como la carga procedía de Milán, los carabinieri no necesitaron la ayuda de Albert Einstein para relacionarla con la ‘Ndrangheta. Por la noche, alguien entró en el depósito; no se llevaron nada, pero anotaron los números y los transmitieron a Bogotá. Parte de la carga había viajado en el
Bonito
, que había llegado con su cargamento a la costa gallega. Otros fardos habían estado en el casco del
Arco Soledad
, que al parecer se había hundido con todos sus tripulantes, incluido Álvaro Fuentes, en su viaje a Guinea-Bissau. Ambos cargamentos tenían que ir al norte, a los gallegos y a la ‘Ndrangheta.

Don Diego Esteban ya tenía a sus ladrones y se preparó para hacerles pagar.

Ninguno de los agentes de aduana en Nogales ni tampoco los carabinieri en el paso alpino habían prestado mucha atención a un agente norteamericano de voz suave cuya documentación decía que pertenecía a la DEA y que había aparecido con una encomiable rapidez en ambos casos. Hablaba muy bien español y chapurreaba el italiano. Era delgado, nervudo, en buena forma física y con el pelo canoso. Se movía como un ex soldado y anotó todos los números de registro de los fardos confiscados. Nadie preguntó para qué los necesitaba. Su documento de la DEA decía que se llamaba Cal Dexter. Un hombre de la DEA que también estaba en Nogales sintió curiosidad y llamó al cuartel general de Arlington, pero nadie había oído hablar de un tal Dexter. Aunque no tenía nada de sospechoso. Los agentes encubiertos nunca se llamaban como decían sus identificaciones.

El hombre de la DEA en Nogales no fue más allá y, en los Alpes, los carabinieri aceptaron gustosamente un generoso regalo de amistad que consistía en una caja de Cohibas cubanos y dejaron que el aliado y colega entrase en el depósito que contenía el tesoro confiscado.

En Washington, Paul Devereaux escuchó su informe con atención.

—¿Ambos engaños funcionaron bien?

—Eso parece. Los tres supuestos mexicanos en Nogales pasarán unos días en una cárcel de Arizona; después creo que podremos soltarlos. El conductor italoamericano en los Alpes será puesto en libertad porque no hay nada que lo relacione con la carga. Creo que podemos enviarle de vuelta con su familia y una gratificación dentro de un par de semanas.

—¿Ha leído usted a Julio César? —preguntó Cobra.

—No demasiado. Recibí parte de mi educación en una caravana, y la otra en solares en construcción. ¿Por qué?

—Una vez luchó contra las tribus bárbaras en Germania. Rodeó su campamento con grandes fosos, cubiertos con maleza. Las bases y los costados de los fosos estaban tachonados con estacas puntiagudas. Cuando los germanos cargaron, muchos de ellos acabaron con una afilada estaca clavada entre las nalgas.

—Doloroso y efectivo —comentó Dexter, que había visto esas trampas preparadas por el Vietcong en Vietnam.

—Así es. ¿Sabe cómo llamaba a sus estacas?

—Ni idea.

—Las llamaba «stimuli». Al parecer el viejo Julio tenía un sentido del humor bastante negro.

—¿Y?

—Esperemos que nuestras
stimuli
lleguen a don Diego Esteban, allí donde esté.

Don Diego estaba en su hacienda al este de la cordillera y, aunque lejos de todo, la desinformación le había llegado.

La puerta de una celda en la cárcel de Belmarsh se abrió y Justin Coker apartó la mirada de la pésima novela que estaba leyendo. Estaba en confinamiento solitario, así que nadie podía oírles.

—Hora de marcharse —dijo el comandante Peter Reynolds—. Los cargos se han retirado. No preguntes. Pero quedarás expuesto cuando esto se sepa. Bien hecho, Danny, muy bien hecho. Esto viene de mí y desde muy alto.

Así fue como el oficial de policía Danny Lomax, después de pasar seis años infiltrado en una banda de narcotraficantes, salió de las sombras y fue ascendido a inspector.

C
UARTA PARTE

E
L VENENO

C
APÍTULO
15

Don Diego Esteban creía en tres cosas. Su Dios, su derecho a una inmensa riqueza y a una venganza terrible contra cualquiera que pusiera en duda las dos primeras.

Después de que decomisaran en Nogales los fardos de cocaína que se suponía que habían desaparecido de sus planeadoras en el Caribe, estaba seguro de que uno de sus principales clientes lo había estafado. El motivo era claro: la codicia.

Podía deducir la identidad del ladrón por el lugar y por el modo de apoderarse de la mercancía. Nogales es una ciudad fronteriza y el centro de una pequeña zona cuyo lado mexicano es territorio exclusivo del cártel de Sinaloa. Al otro lado de la frontera opera la banda de Arizona que se llaman a sí mismos los Wonderboys.

Don Diego estaba convencido, tal como había sido la intención de Cobra, de que el cártel de Sinaloa había robado su cocaína en el mar y que estaba duplicando sus beneficios a su costa. Su primera reacción fue decir a Alfredo Suárez que a partir de ese momento se cancelaban todos los pedidos de Sinaloa y que no se les enviaría ni un solo gramo. Esto causó una crisis en México, como si aquella desafortunada tierra ya no tuviese bastante.

Los jefes de Sinaloa sabían que ellos no habían robado nada al Don. En otros podría haber provocado una sensación de desconcierto, pero las bandas de cocaína solo tienen un sentimiento aparte de la satisfacción, y es la furia.

Cobra, a través de sus contactos en la DEA en el norte de México, hizo correr el rumor entre la policía mexicana de que había sido el cartel del Golfo y sus aliados de La Familia quienes habían informado a las autoridades norteamericanas del transporte de Nogales. La verdad era que Cobra se había inventado todo el episodio. La mitad de la policía trabajaba para las bandas, así que les comunicaron esa mentira.

Para los de Sinaloa aquello era una declaración de guerra y respondieron en consecuencia. La gente del Golfo y sus amigos de La Familia no sabían qué ocurría, dado que no habían negociado con nadie, pero no les quedó otra alternativa que luchar. Así que contrataron a los Zetas, una banda que se alquilaba para cometer los más terribles asesinatos.

Para enero de 2012 los matones de Sinaloa morían asesinados por docenas. Lo único que podían hacer las autoridades mexicanas, el ejército y la policía, era mantenerse al margen y recoger los centenares de cadáveres.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Cal Dexter a Cobra.

—Una demostración del poder de la desinformación intencionada —respondió Paul Devereaux—. Algunos de nosotros lo aprendimos con sangre durante cuarenta años de guerra fría.

Durante aquellos años, todos los servicios de inteligencia comprendieron que la más potente arma contra una agencia enemiga, a menos que realmente tuviesen infiltrado a un topo, era que creyesen tener uno. Durante años, la obsesión del predecesor de Cobra, James Angleton, de que los soviéticos tenían un topo dentro de la CIA, casi había aniquilado a la agencia.

Al otro lado del Atlántico, los británicos dedicaron años de infructuosos esfuerzos para identificar al «quinto hombre» (después de Burgess, Philby, Maclean y Blunt). Muchas carreras quedaron destrozadas cuando las sospechas recayeron en el hombre equivocado.

Devereaux, que durante aquellos años era un chico universitario que se abría paso para convertirse en un hombre clave de la CIA, había observado y aprendido. Y lo que había aprendido a lo largo del año anterior, y la única razón por la que creía que acabar con la industria de la cocaína era factible cuando los demás ya habían renunciado a ello, eran las notables similitudes entre los cárteles y las bandas por un lado y las agencias de espionaje por el otro.

—Ambas son hermandades cerradas —comentó a Dexter—. Tienen complejos y secretos rituales de iniciación. Se alimentan de la sospecha rayana en la paranoia. Son leales con los leales, pero despiadados con los traidores. Los extraños son sospechosos por el solo hecho de ser de fuera. Puede que ni siquiera confíen en sus propias esposas e hijos, y mucho menos en sus amigos. Así que tienden a relacionarse solo los unos con los otros. La consecuencia es que los rumores se propagan como el fuego. La buena información es vital, la desinformación accidental lamentable, pero la desinformación premeditada es letal.

Desde sus primeros estudios sobre este caso, Cobra había comprendido que las situaciones de Estados Unidos y Europa eran diferentes en un aspecto vital. Los puntos de entrada de la droga en Europa eran numerosos, pero el noventa por ciento del suministro norteamericano llegaba a través de México, un país que no producía ni un solo gramo.

A medida que los tres gigantes de México y varios cárteles menores se peleaban entre ellos, debían competir por cantidades cada vez más pequeñas y hacer continuos ajustes de cuentas provocados por las nuevas matanzas de cada bando; de tal modo que la escasez de mercancía al norte de la frontera se convirtió en sequía. Hasta aquel invierno había sido un alivio para las autoridades norteamericanas que la locura al sur de la frontera se quedase allí. Pero aquel enero la violencia cruzó la frontera.

Para desinformar a las bandas de México, Cobra únicamente había tenido que contar una mentira a la policía mexicana. Ellos se encargarían del resto. Sin embargo, al norte de la frontera no era tan fácil. Pero en Estados Unidos hay otros dos medios para propagar desinformación. Una es la red de millares de emisoras de radio, algunas tan turbias que en realidad sirven al hampa, y otras con locutores jóvenes y tremendamente ambiciosos, desesperados por ser ricos y famosos. Estos últimos tienen muy poco interés por la veracidad, pero sí un insaciable apetito por las exclusivas sensacionalistas.

Otro vehículo es internet y su curioso retoño, el blog. Con el genio informático de Jeremy Bishop, Cobra creó un blog cuya fuente no podía ser rastreada. El autor se presentaba como un veterano de las numerosas bandas a todo lo largo y ancho de Estados Unidos. Proclamaba tener contactos en la mayoría de ellas y fuentes incluso entre las fuerzas de la ley y el orden.

Con la información recogida de la DEA, la CIA, el FBI y otras docenas de agencias que la orden presidencial le había facilitado, el autor podía incluir informaciones verdaderas que bastaban para asombrar a las principales bandas del continente. Algunas de estas perlas eran sobre ellos mismos, pero otras eran sobre sus rivales y sus delitos. Entre el material real incluía las mentiras que provocaron la segunda guerra civil: entre las bandas en las cárceles, las bandas de las calles y las bandas de moteros, ya que entre todos controlaban la cocaína desde Río Grande a Canadá.

Para final de mes, los jóvenes locutores leían el blog cada día; convertían esos artículos en verdades evangélicas y las transmitían de estado en estado.

En una rara muestra de sentido del humor, Paul Devereaux bautizó al autor del blog como Cobra. Comenzó hablando de la mayor y más violenta de las bandas callejeras, los salvadoreños de la MS-13, la Mara Salvatrucha.

Esta gigantesca banda había comenzado como un residuo de la terrible guerra civil en El Salvador. Inmunes a la piedad o al remordimiento, los jóvenes terroristas, que se encontraron sin empleo ni nadie que los necesitase, crearon una banda a la que llamaron la Mara, que era el nombre de una calle en la capital, San Salvador. Cuando sus crímenes aumentaron y su país les quedó pequeño se expandieron a la vecina Honduras, donde reclutaron a más de treinta mil miembros.

Después de que Honduras aprobara unas leyes draconianas y mandara a la cárcel a millares de estos jóvenes, los líderes se marcharon a México, pero se encontraron con que aquel país estaba demasiado ocupado, así que pasaron a Los Ángeles y añadieron Calle 13 a su nombre.

Cobra los había estudiado a fondo: sus tatuajes, sus prendas azul claro y blanco, como los colores de la bandera salvadoreña, su afición a descuartizar a sus víctimas con machetes. Su reputación era tal que incluso en el gran abanico de bandas norteamericanas no tenían amigos o aliados. Todos les temían y odiaban, así que Cobra comenzó con la MS-13.

Volvió a citar la confiscación de Nogales y les dijo a los salvadoreños que la carga iba destinada a ellos hasta que fue requisada por las autoridades. Luego insertó dos noticias: una era verdad y la otra falsa.

La primera era que a los conductores del camión se les había permitido escapar; la segunda, que la cocaína confiscada había desaparecido entre Nogales y la capital local, Flagstaff, donde sería incinerada. La mentira era que los Latin King la habían «rescatado», y por lo tanto se la habían robado a la MS-13.

Como la MS-13 tenía ramas en un centenar de ciudades en veinte estados era imposible que no se enterasen, aunque la noticia solo se transmitió en Arizona. Al cabo de una semana, la MS-13 había declarado la guerra a la otra gigantesca banda latina de Estados Unidos.

Para principios de febrero las bandas de moteros habían acabado una larga tregua: los Ángeles del Infierno se habían vuelto en contra de los Bandidos y sus aliados los Outlaws.

Una semana más tarde, los derramamientos de sangre y el caos se habían adueñado de Atlanta, el nuevo centro de la cocaína en Estados Unidos. Atlanta está controlada por los mexicanos; los cubanos y los puertorriqueños trabajan a su lado pero a sus órdenes.

Una red de grandes carreteras interestatales llevan desde la frontera entre Norteamérica y México al nordeste hasta Atlanta, y otra red corre hacia el sur hasta Florida, donde el acceso por mar había sido prácticamente anulado por las operaciones de la DEA desde Key West, y al norte hasta Baltimore, Washington, Nueva York y Detroit.

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