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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (38 page)

La conclusión del Don era un tanto diferente. Había eliminado a Suárez, pero esa no era la solución. La cuestión era que alguien estaba robando enormes cantidades de su producto, un pecado imperdonable. Tenía que encontrar a los ladrones y acabar con ellos, si no el acabado sería él.

Presentar los cargos contra Justin Coker en el tribunal de Chelmsford no llevó mucho tiempo. Se le acusaba de posesión con intento de suministrar una droga de clase A, que iba contra etcétera, etcétera.

El fiscal leyó la acusación y solicitó que permaneciese detenido porque: «Como su señoría comprenderá, las investigaciones de la policía continúan», etcétera, etcétera. Todos sabían que era una pura formalidad, pero el abogado de oficio se levantó para pedir la fianza.

La magistrada, una juez de paz no profesional, pasaba las páginas de la Ley de Libertad bajo Fianza de 1976 mientras escuchaba. Antes de aceptar ejercer de magistrada había sido directora de un instituto femenino, así que había oído casi todas las excusas conocidas por la raza humana.

Coker, como su empleador, procedía del East End de Londres, había comenzado con delitos menores siendo un adolescente y se había convertido en un «chico agradable» hasta que había captado la atención de Benny Daniels. El jefe de la banda lo había tomado a su servicio como chico de los recados. No tenía talento para ser un «forzudo» —Daniels tenía a varios matones en su entorno para ese tipo de trabajos—, pero el muchacho sabía moverse en las calles y hacía bien los recados. Por eso le habían dejado vigilar la carga de una tonelada de cocaína.

El abogado defensor acabó su inútil petición de libertad bajo fianza y la magistrada lo animó con una sonrisa.

«Permanecerá detenido durante siete días», decidió. Coker abandonó la sala y bajó los escalones hasta las celdas. De allí fue llevado en una furgoneta blanca cerrada y escoltada por cuatro motoristas del Grupo Especial de Escolta, por si a la banda de Essex se le ocurría intentar rescatarlo.

Pareció que Daniels y su gente estaban convencidos de que Justin Coker mantendría la boca cerrada, porque no se les encontraba por ninguna parte. Todos se habían largado.

Años atrás, los mafiosos británicos solían buscar refugio en el sur de España y comprar casas en la Costa del Sol. Sin embargo, con el tratado de extradición rápida entre España y el Reino Unido, la costa había dejado de ser un paraíso seguro. Benny Daniels se había construido una casa en el enclave de Chipre del Norte, un pequeño estado que no tenía tratados con el Reino Unido. Se sospechaba que había huido allí después del asalto al hangar, a esperar que las cosas se calmasen.

Sin embargo, Scotland Yard quería tener a Coker bien vigilado en Londres; en Essex no pusieron ninguna objeción, así que desde Chelmsford se le llevó a la prisión de Belmarsh en Londres.

La historia de una tonelada de cocaína en un depósito en los pantanos era muy buena para la prensa nacional y todavía mejor para los periódicos locales. El
Essex Chronicle
publicó una gran foto del alijo en primera plana. Junto a los fardos de cocaína estaba Justin Coker, con el rostro borroso para proteger su anonimato, de acuerdo con la ley. Pero los fardos envueltos en yute se veían con toda claridad, como también los pálidos paquetes debajo y el envoltorio con el número del lote.

La gira europea de Jorge Calzado no fue más agradable que la de José María Largo en Estados Unidos. En todas partes lo recibieron con airados reproches y exigencias de que se recuperase el suministro normal. Las reservas eran escasas, los precios subían, los clientes se estaban pasando a otras drogas y la que las bandas europeas estaban ofreciendo estaba cortada diez a uno, lo mínimo a lo que se podía llegar.

Calzado no tuvo que visitar a las bandas gallegas, que ya habían recibido garantías personalmente del Don, pero los otros principales clientes e importadores eran vitales.

Más de un centenar de bandas suministraban y traficaban con cocaína entre Irlanda y la frontera rusa; la mayoría adquirían la coca de una docena de gigantes que eran clientes directos de Colombia y luego revendían el producto una vez que había llegado a tierras europeas.

Calzado se entrevistó con los rusos, los serbios y los lituanos; con los nigerianos y los jamaicanos; con los turcos que, aunque originariamente eran del sudeste, eran los que predominaban en Alemania; los albaneses, que le aterrorizaron; y las tres bandas más antiguas de Europa: la Mafia de Sicilia, la Camorra de Nápoles y la mayor y más temida de todas, la ‘Ndrangheta.

Si el mapa de la república de Italia parece una bota de montar, Calabria está en la punta, al sur de Nápoles, mirando a Sicilia al otro lado del estrecho de Messina. En aquella tierra abrasada por el sol se habían fundado colonias griegas y fenicias, y el dialecto local, apenas inteligible para el resto de los italianos, deriva del griego. El término ‘Ndrangheta significa Honorable Sociedad. A diferencia de la muy publicitada Mafia de Sicilia o la ahora más famosa Camorra de Nápoles, los calabreses se vanaglorian de ser prácticamente invisibles.

No obstante, es la mayor en número de miembros y la más extendida de todas a escala internacional. Como el Estado italiano ha descubierto, también es la más difícil de penetrar y la única donde el juramento de silencio absoluto, la
omertà
, no se rompe.

A diferencia de la Mafia de Sicilia, la ‘Ndrangheta no tiene Don de todos los Dones; no es piramidal. No es jerárquica y la pertenencia se rige casi completamente por la familia y la sangre. Conseguir que se infiltre un extraño es prácticamente imposible, nunca se ha sabido de un renegado en sus filas y las acusaciones que concluyen con éxito son escasas. Es la pesadilla permanente de la Comisión Antimafia de Roma.

En su territorio, tierra adentro de la capital provincial de Reggio Calabria y de la autopista principal de la costa, hay una tierra aislada con pueblos y pequeñas ciudades que se ubican en las montañas de Aspromonte. Hasta hace poco, en sus cuevas se retenía a los rehenes secuestrados o pendientes de morir, y es aquí donde está lo que se considera la capital extraoficial: Plati. Cualquier extranjero o coche se detecta desde kilómetros y no se les da un agradable recibimiento. No es un centro de atracción turística.

Pero no fue ahí adonde Calzado tuvo que ir para reunirse con los jefes, porque la Honorable Sociedad se ha hecho cargo de todo el mundo del hampa de la ciudad más importante de Italia, su motor industrial y financiero: Milán. La verdadera ‘Ndrangheta ha emigrado al norte y ha creado en Milán el mayor centro de distribución de cocaína del país y quizá del continente.

A ningún jefe de la ‘Ndrangheta se le hubiese ocurrido llevar a su casa a un emisario, aunque fuese el más importante. Para eso están los restaurantes y los bares. Los calabreses dominan tres barrios del sur de Milán y fue en el bar Lions, en Buccinasco, donde tuvo lugar el encuentro con el hombre de Colombia. Para escuchar las excusas y garantías de Calzado habían ido allí el capo local y dos miembros más, entre ellos el contable, con unas cifras de beneficios francamente pobres.

Debido a las cualidades especiales de la Honorable Sociedad, a su secretismo y a su implacable falta de piedad en imponer el orden, don Diego Esteban les había otorgado el honor de ser su principal colega europeo. A través de esta relación se había convertido en el mayor importador y distribuidor en el continente.

Aparte de recibir cargas en el puerto de Gioia, que controlaba absolutamente, recibía gran parte de sus suministros de las caravanas que llegaban desde África Occidental hasta la costa norteafricana, frente a la costa sur de Europa, y de los marineros gallegos de España. Ambos suministros, como se le dejó bien claro a Calzado, habían sufrido graves interrupciones, y los calabreses esperaban que los colombianos hicieran algo al respecto.

Jorge Calzado se había reunido con los únicos mafiosos de Europa que se atrevían a hablar con el jefe de la Hermandad de Colombia de igual a igual. Volvió a su hotel y, como su jefe Largo, esperó impaciente la hora de emprender el regreso a su Bogotá natal.

El coronel Dos Santos no tenía la costumbre de invitar a comer a los periodistas, ni siquiera a los redactores jefe. Aunque debería ser al contrario, ya que los redactores tenían mayores cuentas de gastos. Pero por lo general, el bolsillo de aquel que pide el favor es el que paga la cuenta. Esta vez era el jefe de Inteligencia de la Policía Antidroga. E incluso él lo estaba haciendo por un amigo.

El coronel Dos Santos tenía una excelente relación de trabajo con los jefes de las delegaciones de la DEA norteamericana y la SOCA británica destinados en su ciudad. La cooperación, mucho más fácil bajo el mandato del presidente Álvaro Uribe, reportaba grandes beneficios a los tres. Pese a que Cobra se había guardado la lista de ratas para sí mismo, dado que no concernía a Colombia, las cámaras de
Michelle
habían descubierto otras perlas que habían resultado muy útiles. Pero este favor era para la SOCA británica.

—Es una buena historia —insistió el policía, como si el redactor de
El Espectador
no supiese reconocer una buena historia cuando la veía.

El redactor bebió un sorbo de vino y miró la noticia que le ofrecía. Como periodista tenía sus dudas; como redactor podía esperar algún favor a cambio si ayudaba.

La noticia hablaba de una operación policial en Inglaterra en un viejo depósito donde habían descubierto un cargamento de cocaína que acababa de llegar. De acuerdo, era grande, una tonelada; pero estos descubrimientos se hacían continuamente y se estaban volviendo demasiado habituales para ser una noticia. Siempre era igual. Las pilas de fardos, los sonrientes agentes de aduana, los detenidos esposados. ¿Por qué la historia de Essex, que no había oído mencionar, valía la pena que fuera publicada? El coronel Dos Santos lo sabía, pero no se atrevía a decirlo.

—Hay cierto senador en esta ciudad —murmuró el policía— que frecuenta una discreta casa de citas.

El redactor esperaba algo a cambio, pero eso era ridículo.

—A los senadores les gustan las chicas —ironizó—. Dígame que el sol sale por el este.

—¿Quién ha hablado de chicas? —preguntó Dos Santos.

El redactor olisqueó el aire con deleite. Por fin olía una recompensa.

—De acuerdo, la historia del gringo irá mañana en la página dos.

—En primera plana —dijo el poli.

—Gracias por la comida. Es un placer poco habitual no pagar la factura.

El redactor sabía que su amigo se llevaba algo entre manos, pero no podía adivinar qué. La foto y la nota provenían de una gran agencia, pero establecida en Londres. Mostraba a un joven delincuente llamado Coker de pie junto a una pila de fardos de cocaína con uno de ellos rasgado y un envoltorio de papel visible. ¿Y qué? Pero al día siguiente lo publicó en primera página.

Emilio Sánchez no compraba
El Espectador
y, de todas maneras, pasaba mucho tiempo supervisando la producción en la selva, el refinamiento en varios laboratorios y en el empaquetado para el embarque. Pero dos días después de la publicación pasó frente a un quiosco en su viaje de regreso desde Venezuela. El cártel había montado varios grandes laboratorios apenas cruzada la frontera venezolana, porque, allí, las envenenadas relaciones entre Colombia y el país de Hugo Chávez les protegían de la atención del coronel Dos Santos y las operaciones policiales.

Ordenó al chófer que se detuviese en un pequeño hotel en la ciudad fronteriza de Cúcuta para ir al servicio y tomarse un café. En el vestíbulo había un exhibidor con un ejemplar de
El Espectador
de dos días atrás. Algo en la foto lo impactó. Compró el único ejemplar del quiosco y se quedó preocupado el resto del camino hasta su casa anónima en su Medellín natal.

Pocos hombres podían retenerlo todo en su cabeza, pero Emilio Sánchez vivía para su trabajo y se enorgullecía de su enfoque metódico y de su obsesión de llevar bien los libros. Únicamente él sabía dónde los guardaba y por razones de seguridad esperó un día más para ir hasta allí y consultarlos. Se llevó con él una lupa, miró la foto en el periódico y comprobó los registros de los envíos. Se puso blanco como el papel.

Una vez más la obsesión del Don por la seguridad demoró el encuentro. Pasaron tres días, para despistar a la vigilancia, antes de que los dos hombres se encontrasen. Cuando Sánchez acabó, don Diego se quedó en silencio. Cogió la lupa, observó la foto en el periódico y leyó los registros que Sánchez llevaba consigo.

—¿Podría haber alguna duda respecto a esto? —preguntó con una calma aterradora.

—Ninguna, don Diego. La nota de envío solo hace referencia al cargamento que se mandó a los gallegos en un barco pesquero venezolano llamado el
Belleza del Mar
hace meses. No llegó. Desapareció en el Atlántico sin dejar rastro. Pero, por lo visto, sí llegó. Esta es la carga. No hay ningún error.

Don Diego Esteban guardó silencio durante un buen rato. Si Emilio Sánchez intentaba decir algo lo hacía callar con un gesto. Ahora, el jefe del cártel colombiano sabía por fin que alguien le había estado robando su cocaína mientras se transportaba y le había mentido al decir que no había llegado. Necesitaba saber muchas cosas antes de actuar de forma decidida.

Necesitaba saber cuánto tiempo se llevaba haciendo; cuál de sus clientes había estado interceptando sus barcos y fingiendo que no habían llegado. No tenía ninguna duda de que sus barcos se habían hundido, las tripulaciones habían sido asesinadas y la cocaína robada. Necesitaba saber hasta qué punto se había extendido la conspiración.

—Lo que quiero que haga —dijo a Sánchez— es que me prepare dos listas. Una con los números de envío de todos los fardos que iban en alguno de los barcos que desaparecieron y que nunca volvimos a ver. Cargueros, planeadoras, pesqueros, yates, todos los que jamás llegaron. Y otra lista con los barcos que pasaron sin problemas y con los números de envío de cada fardo que transportaban.

Después de aquello fue como si los dioses por fin le sonriesen. Tuvo dos golpes de suerte. En la frontera entre México y Norteamérica, los agentes de aduana de Estados Unidos, que trabajaban en Arizona cerca de la ciudad de Nogales, interceptaron a un camión que había cruzado la frontera al amparo de la oscuridad en una noche sin luna. Se consiguió una gran captura, que se guardó a la espera de destruirla. Hubo mucha publicidad. También muy poca seguridad.

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