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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (18 page)

Los ocho fardos se habían desembarcado un mes atrás con el beneplácito de las autoridades portuarias de Conakry, la capital de la otra Guinea, de un carguero más grande llegado de Venezuela. Desde el África tropical la carga se había llevado en camión hacia el norte, fuera de la selva, a través de la sabana y las ardientes arenas del Sáhara. Aquel viaje era un desafío para cualquier conductor, pero los hombres curtidos que conducían las caravanas terrestres estaban acostumbrados a las dificultades.

Conducían los grandes camiones con los remolques una hora tras otra y un día tras otro por carreteras sembradas de baches y pistas de arena. En cada frontera y en cada puesto aduanero había manos que untar y barreras que levantar mientras los funcionarios sobornados volvían la espalda con un grueso fajo de euros en el bolsillo trasero.

Tardaron un mes, pero con cada metro de trayecto el valor de cada uno de los kilos en los ocho fardos se acercaba al astronómico precio europeo. Por fin la caravana se detuvo delante de un polvoriento cobertizo en las afueras de una ciudad que era su verdadero destino.

Unos camiones más pequeños, casi unas camionetas, llevaron los fardos por una carretera que rodeaba la ciudad hasta una fétida aldea de pescadores formada por un puñado de chozas de adobe junto a un mar casi sin peces; allí, un carguero como el
Sidi Abbas
esperaba en un muelle ruinoso.

Aquel abril el carguero recorría la última etapa del viaje al puerto calabrés de Gioia, que estaba bajo el control absoluto de la mafia ‘Ndrangheta. En aquel lugar cambiaría de propietario. Alfredo Suárez, en la lejana Bogotá, habría cumplido con su trabajo; la autodenominada Honorable Sociedad se haría cargo. Se pagaría el cincuenta por ciento restante; una enorme fortuna blanqueada por la versión italiana del Banco Guzmán.

Desde Gioia, a unos pocos kilómetros del despacho del fiscal del Estado en la capital de Reggio Calabria, los ocho fardos convertidos ya en paquetes mucho más pequeños viajarían al norte, a Milán, la capital italiana de la cocaína.

Pero el capitán del
Sidi Abbas
no lo sabía ni le importaba. Solo se alegró cuando pasó por el espigón de Gioia y dejó atrás las aguas tormentosas. Otras cuatro toneladas de cocaína habían llegado a Europa y, a muchos kilómetros de distancia, el Don se sentiría complacido.

En su cómoda pero solitaria celda, Juan Cortez puso el DVD del funeral muchas veces y cada vez que veía los rostros dolientes de su esposa y su hijo se echaba a llorar. Anhelaba verlos de nuevo, abrazar a su hijo, dormir con Irina. Pero sabía que el yanqui tenía razón; no podría volver nunca más. Incluso negarse a cooperar y enviar un mensaje sería condenarlos a muerte o a algo peor.

Cuando Cal Dexter volvió, el soldador dio su consentimiento.

—Pero yo también tengo mis condiciones. Cuando abrace a mi hijo, cuando bese a mi esposa, entonces recordaré los barcos. Hasta entonces, ni una palabra.

Dexter sonrió.

—No pido nada más —dijo—. Ahora tenemos trabajo que hacer.

Con la ayuda de un técnico de sonido grabaron una cinta. La tecnología era antigua, pero también lo era Cal Dexter, como solía bromear. Él prefería el viejo Pearlcorder, pequeño, fiable y con una cinta tan diminuta que podía esconderse en muchos lugares. Se hicieron fotos de Cortez, de cara a la cámara y con un ejemplar del
Miami Herald
con la fecha bien visible, y de la marca de nacimiento del soldador, que parecía un brillante lagarto rosa en el muslo derecho. Cuando reunió todas las pruebas, Dexter se marchó.

Jonathan Silver comenzaba a impacientarse. Había reclamado informes de los progresos, pero Devereaux no le hacía caso. El jefe de Gabinete de la Casa Blanca lo atosigaba a todas horas.

En todas partes, las fuerzas de la ley y el orden continuaban como antes. Se destinaban enormes sumas del erario público, y sin embargo parecía que el problema solo hiciera que empeorar.

Se efectuaban capturas que se proclamaban a bombo y platillo; se interceptaban cargamentos y se citaban las toneladas y los precios; siempre el precio en la calle y no el precio en el mar, porque era más alto.

Pero en el Tercer Mundo los barcos confiscados soltaban amarras como por arte de magia y se desvanecían en el mar; las tripulaciones detenidas salían en libertad bajo fianza y desaparecían; todavía peor, los cargamentos de cocaína que se incautaban se perdían sin más cuando estaban bajo custodia, y el tráfico continuaba. Los frustrados agentes de la DEA creían que todo el mundo estaba sobornado. Esta era la principal queja de Silver.

El hombre que atendió la llamada en su casa de Alexandria, mientras la nación hacía las maletas para las vacaciones de Pascua, mostró una cortesía glacial y se negó a hacer cualquier concesión.

—Se me encomendó la tarea en octubre pasado —manifestó—. Dije que necesitaba nueve meses para prepararme. A su debido tiempo las cosas cambiarán. Feliz Pascua. —Y colgó el teléfono.

Silver se puso furioso. Nadie le colgaba el teléfono. Excepto, al parecer, Cobra.

Cal Dexter voló a Colombia una vez más pasando por la base aérea de Malambo. En esta ocasión, con la ayuda de Devereaux, había pedido viajar en el Grumman de la CIA. No era para su comodidad sino para facilitar una huida más rápida. Alquiló un coche en una ciudad cercana y fue a Cartagena. No llevaba ningún respaldo. Hay momentos y lugares donde solo con sigilo y velocidad se consigue el éxito. Recurrir a los músculos y a la potencia de fuego únicamente le aseguraría el fracaso.

Aunque él la había visto en el portal, cuando daba un beso de despedida a su marido, que se marchaba al trabajo, la señora Cortez nunca había visto a Dexter. Era Semana Santa y el barrio de Las Flores era un hervidero con los preparativos del Domingo de Pascua. Excepto en el número 17.

Recorrió la zona varias veces, esperando que oscureciera. No quería aparcar en la calle por miedo a que algún vecino curioso lo viera y lo interrogara. Pero quería comprobar que se encendían las luces antes de que cerrasen las cortinas. No había ningún coche en el camino de entrada, señal de que no tenían ninguna visita. En cuanto se encendieron las luces pudo ver el interior. La señora Cortez y su hijo; ningún visitante. Estaban solos. Se acercó a la puerta y tocó el timbre. Fue el hijo quien atendió, un chico serio al que reconoció de la filmación del funeral. Su rostro era triste. No sonrió.

Dexter sacó una placa de la policía, la mostró un momento y la guardó.

—Teniente Delgado, Policía Municipal —dijo al chico. En realidad, la placa era un duplicado de las de la policía de Miami, pero el chico no lo sabía—. ¿Puedo hablar con tu madre?

Sin esperar la respuesta pasó junto al chico y entró en el vestíbulo.

Pedro corrió al interior de la casa.

—¡Mamá, ha venido un oficial de la policía! —gritó.

La señora Cortez salió de la cocina secándose las manos. Tenía el rostro hinchado por el llanto. Dexter le sonrió con amabilidad y señaló hacia la sala de estar. Era tan obvio que él estaba al mando que la mujer obedeció sin rechistar. En cuanto estuvo sentada con su hijo a su lado, como si quisiera protegerla, Dexter se agachó para mostrarle un pasaporte. Un pasaporte norteamericano.

Le señaló el águila en la tapa, la insignia de Estados Unidos.

—No soy un oficial de la policía colombiana, señora. Como puede ver, soy norteamericano. Ahora quiero que se prepare. Tú también, hijo. Su marido, Juan. No está muerto; está con nosotros en Florida.

La mujer lo miró sin comprender durante unos segundos. Luego se llevó las manos a la boca, atónita.

—No puede ser —jadeó—. Vi el cuerpo…

—No, señora, vio el cuerpo de otro hombre debajo de una sábana, tan quemado que era irreconocible. Vio el reloj, el billetero, el medallón y el anillo de sello de Juan. Todo esto nos lo dio él. Pero el cuerpo no era el suyo, sino el de un pobre vagabundo. Juan está con nosotros en Florida. Me ha enviado a buscarla. A los dos. Ahora, por favor…

Sacó tres fotos de un bolsillo interior. Juan Cortez, evidentemente vivo, miraba a la cámara. En la segunda sostenía un ejemplar del
Miami Herald
con la fecha perfectamente visible. La tercera mostraba la marca de nacimiento. La prueba definitiva. Nadie más podía saberlo.

Irina se echó a llorar de nuevo.

—No lo comprendo, no lo comprendo —repitió.

El chico se recuperó antes que su madre. Se echó a reír.

—¡Papá está vivo, papá está vivo! —gritó.

Dexter sacó el magnetófono y pulsó el «play». La voz del soldador «muerto» llenó la pequeña habitación.

—Mi querida Irina, amor mío. Pedro, hijo mío. Es verdad, soy yo.

La grabación terminaba con una súplica para que Irina y Pedro preparasen una maleta cada uno con sus posesiones más queridas, se despidiesen del número 17 y se marchasen con el norteamericano.

Les llevó una hora, entre lágrimas y risas, hacer las maletas, deshacerlas, volver a hacerlas, escoger, descartar, hacerlas por tercera vez. Es difícil meter toda una vida en una única maleta.

En cuanto estuvieron listos, Dexter insistió en que dejasen las luces encendidas y las cortinas cerradas, para ganar tiempo hasta que descubriesen su partida. La mujer escribió al dictado una nota para sus vecinos; la dejó debajo de un jarrón en la mesa del comedor. Decía que Pedro y ella habían decidido emigrar y comenzar una nueva vida.

A bordo del Grumman, de regreso a Florida, Dexter les explicó que sus vecinos más próximos recibirían una carta de ella, enviada desde Florida, en la que les contaría que había conseguido un trabajo de asistenta y que estaba bien. Si alguien investigaba, podrían mostrar las cartas. Verían el matasellos, pero no habría ninguna dirección del remitente. Nunca la encontrarían, porque ella no estaría allí. Finalmente llegaron a Homestead.

Fue una reunión muy larga, de nuevo entre risas y lágrimas, en la suite del club de oficiales. Se rezaron oraciones por aquella milagrosa resurrección. Después, como había prometido, Juan Cortez se sentó, cogió una pluma y papel y comenzó a escribir. Tal vez su formación era limitada pero tenía una memoria prodigiosa. Cerraba los ojos, pensaba en algunos años atrás y escribía un nombre. Otro. Y otro más.

Cuando acabó y le aseguró a Dexter que no había ni uno solo más en el que hubiese trabajado, la lista constaba de setenta y ocho nombres de barcos. Dado que lo habían llamado para que creara compartimientos secretos, en todos ellos se hacía contrabando de cocaína.

C
APÍTULO
7

Era una suerte para Cal Dexter que la vida social de Jeremy Bishop fuese tan activa como el escenario de un bombardeo. Había pasado la Pascua en un hotel rural fingiendo alegría, así que cuando Dexter, en tono de disculpa, le mencionó que tenía un trabajo urgente que necesitaba de su genio informático para manejar sus bancos de datos, fue como un rayo de sol.

—Tengo los nombres de diversos barcos —explicó Dexter—; setenta y ocho en total. Necesito saberlo todo de ellos. El tamaño, el tipo de carga, el propietario si es posible, aunque lo más probable es que pertenezcan a alguna empresa fantasma. El agente naviero, la carga actual y, por encima de todo, la ubicación. ¿Dónde están ahora? Lo mejor será que te conviertas en una compañía comercial, o virtual, que necesita transportar diversas cargas. Pregunta por agentes navieros. En cuanto encuentres uno de los setenta y ocho barcos, deja de preguntar si están en alquiler. Di que no son del tonelaje adecuado, que no están donde te interesan, lo que sea. Solo dime dónde están y qué aspecto tienen.

—Puedo hacer algo mejor —afirmó Bishop, entusiasmado—. Es probable que te consiga fotos de ellos.

—Desde arriba.

—¿Desde arriba? ¿Mirando hacia abajo?

—Sí.

—No es el ángulo habitual desde el que se fotografían los barcos.

—Tú inténtalo. Céntrate en aquellos que hacen su ruta entre el oeste y el sur del Caribe y los puertos de Estados Unidos y Europa.

Al cabo de dos días, Jeremy Bishop, feliz delante de sus teclados y pantallas, había localizado doce de los barcos mencionados por Juan Cortez. Le pasó a Dexter los detalles conseguidos hasta entonces. Todos entraban o salían de la cuenca del Caribe.

Dexter sabía que algunas de las naves mencionadas por el soldador nunca aparecían en las listas de navegación comercial. Eran viejos pesqueros o barcos de cabotaje, con un tonelaje bruto que no interesaba en el ámbito comercial. Encontrar los de estas últimas dos categorías sería la parte más difícil, pero vital.

A los grandes cargueros podrían denunciarlos a las aduanas locales en el puerto de destino. Era probable que hubiesen recibido el cargamento de cocaína en el mar y que se hubieran deshecho de la droga de la misma manera. Así y todo, se podrían confiscar si los perros detectaban rastros residuales en los escondites secretos de a bordo, como probablemente sucedería.

Los barcos que contrariaban tanto a Tim Manhire y a sus analistas en Lisboa eran los de los pequeños contrabandistas que salían de los manglares y que amarraban en muelles de madera en los ríos de África Occidental. Resultó que veinticinco de los barcos de la lista de Cortez figuraban en los registros de Lloyd’s; el resto estaba fuera del radar. Sin embargo, veinticinco embarcaciones fuera de servicio desestabilizarían la reserva naviera del cártel. Pero aún no. Cobra no estaba preparado todavía. En cambio, sí lo estaban los TR-1.

El comandante retirado João Mendoza, de la fuerza aérea brasileña, voló a Heathrow a principios de mayo. Cal Dexter le recibió delante de las puertas del control de aduanas de la Terminal 3. Reconocerlo no fue un problema. Había memorizado el rostro del ex piloto de caza.

Seis meses atrás, el nombre del comandante Mendoza surgió de una larga y laboriosa búsqueda. Dexter estaba comiendo en Londres con un antiguo mariscal del aire de la RAF. El mariscal pensó a fondo en su pregunta durante un buen rato.

—No lo creo —acabó respondiendo—. ¿Salido de la nada? ¿Sin previo aviso? Me temo que nuestros muchachos podrían tener un problema con eso. Un problema de conciencia. No creo que pueda recomendarle a ninguno.

Era la misma respuesta que Dexter había recibido de un general de dos estrellas de la fuerza aérea norteamericana, retirado, que había pilotado un F-15 Eagle en la primera guerra del Golfo.

—Por cierto —dijo el inglés en el momento de despedirse—, hay una fuerza aérea que borraría del cielo a un contrabandista de cocaína sin el menor escrúpulo. La brasileña.

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