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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (9 page)

—Necesito comprar dos barcos. Con mucha discreción y sigilo. Realizará la compra una compañía fantasma en un paraíso fiscal.

Sir Abhay no se mostró sorprendido en absoluto. Era algo muy habitual. Por razones impositivas, por supuesto.

—¿Qué tipo de barcos? —preguntó. No dudaba de la buena fe del norteamericano. Tenía el aval de Cranford y era suficiente. Después de todo, él y Medlicott habían ido a la escuela juntos.

—No lo sé —contestó Dexter.

—Complicado —dijo sir Abhay—. Me refiero a que no lo sepa. Los hay para todos los usos y de infinidad de tamaños.

—Entonces permítame que sea sincero con usted, señor. Deseo llevarlos a un astillero discreto y transformarlos.

—Ah, una reparación de envergadura. No es ningún problema. ¿En qué se supone que acabarán convertidos?

—¿Solo entre nosotros, sir Abhay?

El ejecutivo miró al espía como si preguntase: ¿qué clase de tipos cree que somos?

—Lo que se dice en Brooks’s no sale de Brooks’s —murmuró Cranford.

—Verá, cada uno de ellos se convertirá en una base flotante para los SEAL de la marina norteamericana. Inofensivos por fuera, pero no tan inofensivos por dentro.

Sir Abhay Varma mostró una expresión complacida.

—Vaya, algo peligroso, ¿verdad? Eso clarifica un poco las cosas. Una reconversión total. En ese caso no le recomiendo ningún buque tanque. La forma equivocada, un trabajo de limpieza imposible y demasiadas tuberías. Lo mismo vale para los que transportan mineral. La forma correcta pero por lo general enormes, mucho más grandes de lo que quiere. Yo me inclinaría por una nave para carga seca, que transporte cereales, un excedente de alguna flota. Limpio, seco, fácil de reconvertir, en el que puedan sacarse las tapas de las bodegas, para que sus muchachos entren y salgan rápidamente.

—¿Puede ayudarme a comprar dos?

—Desde Staplehurst no; solo nos ocupamos de los seguros. Pero, por supuesto, los conocemos a todos en el mercado, en todo el mundo. Le pondré en contacto con mi director general, Paul Agate. Es joven, pero muy inteligente.

Se levantó y le ofreció su tarjeta.

—Mañana pase por la oficina. Paul le recibirá de inmediato. Le dará el mejor consejo que pueda conseguir en la City. Invita la casa. Gracias por la comida, Barry. Saluda al jefe de mi parte.

Salieron a la calle y se separaron.

Juan Cortez acabó su trabajo y salió de las entrañas de un carguero de 4.000 toneladas en el que había realizado su magia. Después de la oscuridad de la cubierta inferior, el sol de otoño lucía brillante. Tanto que se sintió tentado de ponerse el casco de soldador con el visor negro. En cambio, se puso las gafas oscuras y dejó que sus pupilas se acomodasen a la luz.

El mono pringoso se pegaba a su cuerpo casi desnudo bañado en sudor. Debajo del mono solo llevaba los calzoncillos. El calor allá abajo había sido infernal.

No tenía ninguna razón para esperar. Los hombres que le habían encargado el trabajo llegarían por la mañana. Les mostraría lo que había hecho y cómo abrir y cerrar la puerta secreta. El hueco detrás del mamparo del casco interior era imposible de descubrir. Le pagarían bien. El contrabando que llevarían en el compartimiento no era de su incumbencia y si esos estúpidos gringos querían meterse el polvo blanco por la nariz tampoco era asunto suyo.

Lo único que le interesaba era vestir a su fiel esposa Irina, llevar comida a la mesa y llenar la mochila de su hijo, Pedro, de libros escolares. Guardó el equipo en su taquilla y fue a buscar su modesto coche, un Ford Pinto. En una bonita casa, todo un logro para un trabajador, de una urbanización privada al pie del cerro La Popa le esperaban una larga y reconfortante ducha, un beso de Irina, un abrazo de Pedro, una buena comida y unas cuantas cervezas delante del televisor de plasma. Y así, completamente feliz, el mejor soldador de Cartagena se fue a su casa.

Cal Dexter no conocía demasiado bien Londres, y todavía menos aquel centro neurálgico de los negocios conocido como la City o la Milla Cuadrada. Pero un taxi negro, conducido por un
cockney
nacido y criado a un kilómetro y medio de Aldgate, le llevó allí sin la menor dificultad. Dexter se apeó delante de la puerta de una empresa de seguros marítimos en un angosto callejón que albergaba un monasterio que se remontaba a la época de Shakespeare; faltaban cinco minutos para las once. Una secretaria sonriente le acompañó hasta el segundo piso.

Paul Agate ocupaba un pequeño despacho abarrotado de expedientes; fotos de barcos de carga enmarcadas adornaban las paredes. Resultaba difícil imaginar los millones de libras esterlinas en pólizas de seguros que entraban y salían de ese cubículo. La pantalla plana de un ordenador era la única prueba de que Charles Dickens ya no estaba en el edificio.

Más tarde, Dexter se daría cuenta de lo engañoso que era el centro de negocios de Londres, con sus siglos de antigüedad y donde cada día se movían decenas de miles de millones de libras en compras, ventas y comisiones. Agate tendría unos cuarenta años, vestía una camisa, iba sin corbata y era muy amable. Sir Abhay Varma le había hablado a grandes rasgos del asunto. Le había explicado que el norteamericano representaba a una nueva empresa de capital de riesgo que deseaba comprar dos barcos de carga seca, quizá dos cargueros de cereales excedentes de alguna flota. No le contó nada del uso que se les daría. No era una información necesaria. El cometido de Staplehurst sería ofrecerle consejo, guía y algunos contactos en el mundo naviero. El norteamericano era amigo de un amigo de sir Abhay. No habría factura.

—¿Carga seca? —preguntó Agate—. Barcos para transportar cereales. Está usted en el mercado en el momento preciso. Dado el actual estado de la economía mundial hay una cantidad considerable de tonelaje sobrante, parte de ella en el mar, pero la mayoría en dique seco. Aunque necesitará un agente, para que no le timen. ¿Conoce a alguno?

—No —respondió Dexter—. ¿A quién me recomienda?

—Este es un mundo muy pequeño en el que todos nos conocemos. En un radio de ochocientos metros están Clarkson, Braemar-Seascope, Galbraith o Gibsons. Todos se encargan de ventas, compras y alquileres. Por una comisión, por supuesto.

—Por supuesto. —Un mensaje cifrado procedente de Washington le había informado de que se había abierto una nueva cuenta en la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha, un discreto paraíso fiscal que la Unión Europea intentaba cerrar. También tenía el nombre del ejecutivo del banco con quien debía contactar y el número de código para extraer los fondos.

—Por otro lado, un buen agente sin duda podría ahorrarle al comprador más de lo que este pagará de comisión. Tengo un buen amigo en Parkside y Cía. Él le ayudará. ¿Desea que le llame?

—Por favor.

Agate estuvo al teléfono cinco minutos.

—Simon Linley es su hombre —dijo. Escribió una dirección en una hoja de papel—. Solo está a quinientos metros. Al salir, tuerza a la izquierda. En Aldgate otra vez a la izquierda. Siga adelante durante cinco minutos y pregunte. Jupiter House. Cualquiera se la indicará. Buena suerte.

Dexter apuró el café, le dio la mano y salió. Las indicaciones que le había dado eran exactas. Llegó al cabo de quince minutos. La decoración de Jupiter House era completamente opuesta a la de Staplehurst: ultramoderna, llena de acero y cristal. Los ascensores eran silenciosos. Las oficinas de Parkside estaban en el undécimo piso; desde las ventanas se distinguía la catedral de San Pablo, encaramada en la colina a unos tres kilómetros al oeste. Linley fue a buscarlo a la puerta del ascensor y lo acompañó hasta una pequeña sala de reuniones. Enseguida les llevaron café y galletas.

—¿Así que quiere comprar dos cargueros de cereales? —preguntó Linley.

—Mis patrones quieren —le corrigió Dexter—. Están establecidos en Oriente Próximo y desean la mayor discreción. Por ello estoy al frente de una empresa fantasma.

—Por supuesto. —Linley no mostró la menor sorpresa. Empresarios árabes que habían timado al jeque local y no querían acabar en alguna desagradable cárcel del Golfo. Sucedía a menudo—. ¿Cuál es el tamaño de los barcos que desean sus clientes?

Dexter sabía muy poco de tonelajes marítimos, pero sabía que en la bodega principal acomodarían un helicóptero pequeño, con los rotores desplegados. Recitó una lista de dimensiones.

—Bien, aproximadamente unas 20.000 toneladas de registro bruto —dijo Linley. Escribió en el teclado de su ordenador. En el extremo de la mesa había una pantalla grande que ambos podían leer con claridad. Comenzaron a aparecer diversas opciones. Fremantle, Australia. El canal de San Lorenzo, Canadá. Singapur. La bahía de Chesapeake, Estados Unidos—. La mayor oferta parece concentrarse en COSCO. La China Ocean Shipping Company, con sede en Shanghai, pero nosotros utilizamos la sucursal de Hong Kong.

—¿Comunistas? —exclamó Dexter, que había matado a muchos en el triángulo de hierro.

—Oh, eso ya no tiene importancia —respondió Linley—. En la actualidad, son los capitalistas más astutos del mundo. Pero también muy meticulosos. Si dicen que entregarán el producto, lo entregan. Aquí tenemos a Eagle Bulk en Nueva York. Más cerca de casa para usted. Aunque no importa. ¿O sí importa?

—Mis clientes solo quieren discreción en lo que se refiere al propietario verdadero —dijo Dexter—. Ambos barcos se llevarán a un astillero discreto para una reparación y una reconversión total.

Aunque no lo dijo, Linley pensó: una banda de delincuentes que necesitaba transportar una carga muy arriesgada, así que transformarían los barcos, les cambiarían el nombre y la documentación pertinente y cuando los enviaran al mar serían irreconocibles. ¿Y qué? El Extremo Oriente estaba lleno de ellos; los tiempos eran difíciles y el dinero era el dinero.

—Por supuesto —fue su respuesta—. Hay algunos astilleros muy profesionales y discretos en el sur de la India. Tenemos ciertos contactos allí a través de nuestro hombre en Mumbai. Si vamos a actuar en su nombre necesitaremos que firme una carta de acuerdo y nos pague un adelanto a cuenta de la comisión. Una vez comprados, le aconsejo que inscriba ambos barcos en los libros de una compañía de gestión llamada Thame en Singapur. A partir de entonces, y con los nombres nuevos, desaparecerán. Thame nunca habla con nadie de sus clientes. ¿Dónde puedo encontrarle, señor Dexter?

El mensaje de Devereaux también incluía la dirección, el número de teléfono y el e-mail de una nueva casa franca que acababan de adquirir en Fairfax, Virginia, que serviría como buzón de correos y receptora de mensajes. Como todas las creaciones de Devereaux era imposible rastrearla y se podía cerrar en sesenta segundos. Dexter le dio los datos. En cuarenta y ocho horas la carta de acuerdo fue firmada y devuelta. Parkside y Cía. comenzó a buscar. Les llevó dos meses, pero para final del año se entregaron dos barcos de transporte de cereales.

Uno procedía de la bahía de Chesapeake, en Maryland; el otro había estado fondeado en la rada de Singapur. Devereaux no tenía la intención de conservar las tripulaciones de ninguno de los dos barcos, así que las despidió con una más que generosa indemnización.

La compra del barco norteamericano fue fácil, ya que estaba en territorio nacional. Una nueva tripulación de hombres de la marina, que se hacían pasar por marineros mercantes, se hizo cargo del barco, se familiarizaron con él y se hicieron a la mar.

Una tripulación de la marina británica voló a Singapur, también como marineros mercantes, subió a bordo y navegó por el estrecho de Malaca. Su viaje era más corto. Ambos barcos se dirigían a un pequeño y maloliente astillero en la costa india al sur de Goa, un lugar que se utilizaba para desguazar naves lentamente y donde no tenían el más mínimo reparo en materia de salud, seguridad ni peligrosidad de los vertidos tóxicos. El lugar apestaba; por esa razón nadie iba nunca allí para ver qué hacían.

Cuando los dos barcos de Cobra entraron en la bahía y echaron anclas virtualmente dejaron de existir, pero sus nuevos nombres y documentos fueron registrados con mucha discreción en la Lloyd’s International Shipping List. Fueron inscritos como cargueros de cereales gestionados por la Thame PLC de Singapur.

La ceremonia tuvo lugar, por deferencia a la nación donante, en la embajada de Estados Unidos, en la calle Abilio Macedo, Praia, isla de Santiago, República de Cabo Verde. La presidía, con su encanto habitual, la embajadora Marianne Myles. También estaban presentes el ministro de Recursos Naturales y el ministro de Defensa de Cabo Verde.

Para darle más empaque, un almirante norteamericano se había desplazado para firmar el acuerdo en representación del Pentágono. No tenía ni la menor idea de qué hacía allí, pero los dos resplandecientes uniformes blancos de verano, el suyo y el de su ayudante, lucían impresionantes, como debía ser.

La embajadora Myles ofreció un refrigerio; los documentos estaban dispuestos sobre la mesa. Entre los presentes se encontraban el agregado de Defensa de la embajada y un civil del Departamento de Estado, con una identificación intachable a nombre de Cal Dexter.

Los ministros de Cabo Verde firmaron primero, luego el almirante y, por último, la embajadora. Se estamparon en cada copia los sellos de la República de Cabo Verde y de Estados Unidos y quedó completado el convenio de ayuda. Ahora ya podía dar comienzo su implementación.

Acabada la tarea, se sirvieron copas de champán para los brindis de rigor y el ministro de más rango pronunció el correspondiente discurso en portugués. Al cansado almirante se le hizo interminable porque no entendía ni una sola palabra. Por lo tanto, se limitó a sonreír mientras se preguntaba por qué le habían sacado de un campo de golf en las afueras de Nápoles, Italia, para enviarlo a un archipiélago perdido en el Atlántico, a trescientas millas de la costa de África Occidental.

La razón, había intentado explicarle su ayudante en el vuelo de ida, era que Estados Unidos, llevado por su habitual generosidad con el Tercer Mundo, ayudaría a la República de Cabo Verde. Las islas carecían de recursos naturales excepto uno: el mar que las rodeaba era un caladero de primera línea. La marina de la república se reducía a una embarcación pero carecía de una fuerza área.

Con el constante aumento de la piratería pesquera y la demanda insaciable de Oriente de pescado fresco, las aguas territoriales de Cabo Verde estaban siendo esquilmadas por los pescadores furtivos hasta muy adentro del límite de las doscientas millas.

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