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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (25 page)

Se encaramó en la balaustrada y pensó: «Soy demasiado viejo para esto»; luego saltó hacia los escalones. Notó por encima del estruendo de los rotores que Cárdenas salía a la terraza detrás de él. Esperó la bala en la espalda, pero no llegó. En cualquier caso no a tiempo. Si Cárdenas disparaba, él no lo oiría. Sintió que los escalones se le clavaban en las palmas mientras el hombre de la cabina se inclinaba hacia atrás y el Blackhawk subía como un cohete.

Segundos más tarde, Dexter pisaba la playa de arena apenas pasados los muros de Santa Clara. El helicóptero se había posado ante la mirada atónita de dos o tres hombres que paseaban sus perros; se metió por la portezuela de la tripulación y el helicóptero despegó de nuevo. Veinte minutos más tarde estaba de regreso en la base.

Don Diego Esteban se enorgullecía de dirigir la Hermandad, el mayor cártel de la cocaína, como si fuese una de las empresas de más éxito en el planeta. Incluso se engañaba pensando que los administradores eran la junta directiva y no él solo, si bien era obvio que se trataba de una falsedad. A pesar de los grandes inconvenientes que suponía para sus colegas tener que dedicar dos días a huir de los agentes del coronel Dos Santos, insistía en celebrar reuniones trimestrales.

Solía designar, solo a través de emisarios personales, una de las quince fincas que poseía, en la cual tendría lugar la reunión y donde esperaba que sus colegas se presentasen sin que nadie los siguiese. Los días de Pablo Escobar, cuando la mitad de la policía estaba a sueldo del cártel, habían quedado atrás hacía mucho. El coronel Dos Santos era un perro de caza insobornable y el Don lo respetaba y odiaba por ello.

La reunión de verano siempre se celebraba a finales de junio. Llamó a sus colegas, excepto al ejecutor, Paco Valdez, el Animal, a quien solo llamaba cuando había que ocuparse de cuestiones de disciplina interna. Esta vez no había ninguna.

El Don escuchó con aprobación que los campesinos habían aumentado la producción pero sin repercutir en el precio. El jefe de producción, Emilio Sánchez, le aseguró que se podía cultivar y comprar la pasta base suficiente para atender todas las necesidades de las otras ramas del cártel.

Rodrigo Pérez le informó de que los robos internos del producto antes de la exportación se habían reducido a un mínimo porcentaje, gracias a varios castigos ejemplares que se habían aplicado a aquellos que creían poder engañar al cártel. El ejército privado, en su mayor parte reclutado en el antiguo grupo terrorista conocido como las FARC, estaba bien organizado.

Don Diego, en su papel de anfitrión amable, llenó personalmente la copa de vino de Pérez; aquello era un gran honor.

Julio Luz, el abogado y banquero que había sido completamente incapaz de mirar a los ojos a Roberto Cárdenas, informó que los diez bancos de todo el mundo que le habían ayudado a blanquear miles de millones de euros y dólares estaban dispuestos a continuar y que no habían sido investigados, ni tan siquiera habían sospechado de ellos las autoridades de la regulación bancaria.

José María Largo tenía aún mejores noticias en el ámbito de la comercialización. El interés en las dos zonas que eran su objetivo, Estados Unidos y Europa, estaba subiendo a unas cotas sin precedentes. Las cuarenta bandas y mafias pequeñas que eran clientes del cártel estaban haciendo pedidos cada vez mayores.

A los miembros de dos grandes bandas, en España y Gran Bretaña, los habían detenido, juzgado y sentenciado, así que estaban fuera de juego. Pero otros interesados los habían reemplazado rápidamente. La demanda se mantendría en unas cifras récord para el año siguiente. Las cabezas se inclinaron hacia delante mientras las detallaba. Necesitaría que un mínimo de trescientas toneladas de cocaína pura se entregaran intactas en los puntos de entrega de cada continente.

Esta demanda situó el centro de atención en los dos hombres cuya tarea era garantizar las llegadas. Probablemente era un error no tratar bien a Roberto Cárdenas, cuya red internacional de oficiales corruptos en aeropuertos, muelles y puestos aduaneros en ambos continentes era crucial. Pero al Don no le gustaba ese hombre. Por tanto, le dio el papel estelar a Alfredo Suárez, el maestro del transporte desde la fuente colombiana al comprador del norte. Se puso como un pavo real y dejó bien clara su sumisión al Don.

—A la vista de lo que hemos escuchado, no tengo ninguna duda de que podemos ocuparnos de la entrega de seiscientas toneladas. Si nuestro amigo Emilio alcanza a producir ochocientas toneladas, tendremos un margen del veinticinco por ciento de pérdida por interceptaciones, confiscaciones, robos y pérdidas en el mar. Nunca he perdido una cantidad que se acerque a ese porcentaje.

»Tenemos más de un centenar de barcos atendidos por más de un millar de embarcaciones pequeñas. Algunos de nuestros barcos son cargueros grandes que reciben nuestra mercancía en el mar y la descargan antes de llegar a otro puerto. Otros llevan la carga de un muelle a otro, ayudados en ambos lugares por funcionarios a sueldo de nuestro amigo aquí presente, Roberto.

»Algunos de ellos llevan contenedores, que ahora se utilizan en todo el mundo para cargas de todo tipo y descripción, incluida la nuestra. Otros utilizan compartimientos secretos creados por aquel experto soldador de Cartagena que murió hace unos meses. No recuerdo su nombre.

—Cortez —gruñó Cárdenas, que era de aquella ciudad—. Su nombre era Cortez.

—Sí. Bien, lo que sea. También hay embarcaciones más pequeñas, barcos de cabotaje, pesqueros, yates. Entre todos transportan y descargan casi cien toneladas al año. Por último tenemos a nuestros más de cincuenta pilotos que vuelan y aterrizan, o vuelan y descargan en el aire.

»Algunos vuelan a México para entregar la carga a nuestros amigos mexicanos, que la llevan a través de la frontera norteamericana en el norte. Otros van a alguno del millar de riachuelos y bahías que hay a lo largo de la costa sur de Estados Unidos. Un tercer grupo vuela a África Occidental.

—¿Hay alguna innovación desde el año pasado? —preguntó don Diego—. No nos hizo ninguna gracia cómo acabó nuestra flota de submarinos. Un gasto enorme, todo perdido.

Suárez tragó saliva. Recordó lo que le había pasado a su predecesor, que había respaldado la política de sumergibles y un ejército de mulas de un solo viaje. La marina colombiana había rastreado y destruido los submarinos; las nuevas máquinas de rayos X que estaban colocando en ambos continentes estaban reduciendo los envíos de las mulas a menos de un cincuenta por ciento.

—Don Diego, aquellas tácticas ya no se usan. Como usted sabe, un sumergible que se encontraba en el mar en el momento del ataque naval fue interceptado más tarde, obligado a salir a la superficie y confiscado en el Pacífico frente a la costa de Guatemala. Perdimos doce toneladas. En cuanto al resto, estoy reduciendo el uso de las mulas con un kilo cada una.

»Me estoy encargando de mandar cien envíos a cada continente con un promedio de tres toneladas de carga. Le garantizo, Don, que puedo entregar trescientas toneladas en cada continente, calculando unas pérdidas de un diez por ciento debido a las interceptaciones y confiscaciones y un cinco por ciento de pérdida en el mar. Está muy lejos del margen del veinticinco por ciento que Emilio establece entre sus ochocientas toneladas de producto y las seiscientas toneladas de entrega segura.

—¿Puede garantizarlo? —preguntó el Don.

—Sí, don Diego. Creo que puedo.

—Entonces vamos a hacerle responsable de que así sea —murmuró el Don.

Todos los presentes se estremecieron. Con sus afirmaciones, el temeroso Alfredo Suárez pendía ahora de un hilo. El Don no toleraba ningún fracaso. Se levantó con una sonrisa.

—Por favor, amigos míos, la comida nos espera.

El pequeño sobre acolchado no parecía gran cosa. Llegó por correo certificado a una casa franca que figuraba en la tarjeta que Cal Dexter había dejado caer en el suelo de la habitación del hotel. En su interior había un
pendrive
. Se lo llevó a Jeremy Bishop.

—¿Qué contiene? —preguntó el genio de la informática.

—No te lo hubiese traído si lo supiera.

Bishop frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que no has sabido enchufarlo en tu propio ordenador?

Dexter se sintió un tanto avergonzado. Podía hacer muchas cosas que mandarían a Bishop a cuidados intensivos, pero su conocimiento de la tecnología informática estaba muy por debajo del nivel básico. Observó cómo Bishop realizaba lo que para él era un juego de niños.

—Nombres —dijo—. Listas de nombres, la mayoría extranjeros. Y ciudades: aeropuertos, muelles. Y cargos: parecen funcionarios de algún tipo. También cuentas bancarias. Números de cuenta y claves de acceso. ¿Quiénes son estas personas?

—Solo imprímelas. Sí, en blanco y negro. En papel. Complace a un viejo.

Fue a un teléfono que sabía que era completamente seguro y llamó a un número en el casco antiguo de Alexandria. Cobra respondió.

—Tengo la lista de ratas —dijo.

Jonathan Silver llamó a Paul Devereaux aquella tarde. El jefe de Gabinete no estaba precisamente de buen humor, aunque tampoco era conocido por eso.

—Ya ha tenido sus nueve meses —dijo—. ¿Cuándo podemos esperar alguna acción?

—Es muy amable de su parte llamarme —dijo la voz desde Alexandria, culta y con un leve acento de Boston—. Y una feliz casualidad. Comenzará el lunes que viene.

—¿Qué veremos?

—Al principio, nada en absoluto —respondió Cobra.

—¿Y después?

—Mi querido colega, ni en sueños querría estropearle la sorpresa —afirmó, y colgó el teléfono.

En el Ala Oeste, el jefe de Gabinete se quedó mirando el teléfono.

—Me ha colgado —dijo, incrédulo—. De nuevo.

T
ERCERA PARTE

E
L ATAQUE

C
APÍTULO
10

Por casualidad fueron las SBS británicas las que consiguieron la primera presa; la cuestión era estar en el lugar correcto en el momento oportuno.

Poco después de que Cobra diese la orden de que se había «abierto la veda», el Global Hawk
Sam
descubrió un barco misterioso en el océano que marcaron como «Bandido Uno». El escáner de amplio espectro de
Sam
fue centrándose mientras bajaba a seis mil seiscientos metros, todavía fuera del alcance del sonido y la visión. Las imágenes se concentraron.

Bandido Uno no era suficientemente grande para ser un buque de pasajeros o un carguero en la lista de Lloyd’s. Podría tratarse de un mercante muy pequeño o de un barco de cabotaje, pero estaba a millas de cualquier costa. También podía ser un yate privado o un pesquero. Fuera lo que fuese, Bandido Uno había pasado la longitud cincuenta y cinco con rumbo este hacia África. Y se comportaba de una forma extraña.

Navegaba de noche y después desaparecía. Aquello solo podía significar que al amanecer se escondía; la tripulación extendía una lona azul sobre el barco y permanecía inmóvil durante todo el día, de modo que era casi imposible descubrirlo desde lo alto. La maniobra solo podía significar una cosa: al anochecer retiraban la lona y reanudaban el viaje al este. Desafortunadamente para Bandido Uno,
Sam
veía en la oscuridad.

A trescientas millas de Dakar, el MV
Balmoral
viró al sur y navegó a toda máquina para interceptarlo. Uno de los dos técnicos de comunicaciones norteamericanos estaba junto al capitán en el puente para leer los rumbos de la brújula.

Desde el
Sam
, que volaba muy alto por encima del barco, se transmitían los detalles a Nevada, y la base de la fuerza aérea Creech lo hacía llegar a Washington. Al alba, el barco se cubrió con la lona.
Sam
volvió a la isla de Fernando de Noronha para repostar y volvió a despegar antes del amanecer. El
Balmoral
navegó a toda máquina durante toda la noche. Atraparon al barco al alba del tercer día, muy al sur de las islas de Cabo Verde y todavía a quinientas millas de Guinea-Bissau.

Estaba a punto de cubrirse para su penúltimo día en el mar. Sin embargo, cuando el capitán vio el peligro ya era demasiado tarde para extender la lona o quitarla y fingir que era un barco normal.

Muy arriba,
Sam
puso en marcha los interceptores y el barco quedó envuelto en la base de un cono de espacio muerto donde no se podía ni transmitir ni recibir. Al principio el capitán no intentó emitir ningún mensaje, porque no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Un pequeño helicóptero, que volaba a no más de treinta metros por encima del mar en calma, se acercaba a toda velocidad. La razón por la que no podía creerlo era la distancia. Un helicóptero tan pequeño no podía estar tan lejos de tierra, pero no había ningún otro barco a la vista. No sabía que el
Balmoral
estaba veinticinco millas por delante de él, invisible justo al otro lado del horizonte. Cuando comprendió que estaba a punto de ser interceptado, era demasiado tarde.

Se había aprendido de memoria el procedimiento. «Primero le perseguirá la inconfundible silueta gris de un barco de guerra que será más rápido. Le alcanzará y le ordenará que se detenga. Cuando el barco de guerra esté todavía lejos, ocúltese detrás del casco del barco y arroje los fardos de cocaína por la borda. Estos se pueden reemplazar. Antes de que le aborde infórmenos a Bogotá con un mensaje pregrabado en el ordenador.»

Así que el capitán, aunque no podía ver ningún barco de guerra, hizo lo que le habían dicho. Pulsó la tecla de enviar, pero no salió ningún mensaje. Utilizó el móvil pero también estaba fuera de servicio. Dejó a uno de sus hombres insistiendo con la radio y subió la escalerilla posterior del puente y miró cómo el Little Bird se acercaba. Quince millas más atrás, aunque todavía no eran visibles, dos neumáticas con diez hombres cada una avanzaban a cuarenta nudos.

El pequeño helicóptero dio una vuelta y después permaneció a treinta metros por delante del puente. El capitán vio una rígida antena que asomaba hacia delante con una bandera ondeando detrás. Reconoció el diseño. En el fuselaje del helicóptero había dos palabras: Royal Navy.

—Los ingleses —murmuró.

Seguía sin descubrir dónde estaba el barco de guerra, pero Cobra había dado instrucciones estrictas: los dos buques Q no debían ser vistos.

Al mirar hacia el helicóptero vio al piloto, con el visor negro contra el sol naciente y, a su lado, inclinado hacia fuera pero sujeto con el arnés, a un francotirador. No reconoció el fusil G3 con mira telescópica, pero sabía cuándo un arma le apuntaba a la cabeza. Sus instrucciones eran claras: «Nunca intente enfrentarse con una armada nacional». Así que levantó las manos en un gesto internacional. A pesar de que en su ordenador portátil no había aparecido la señal de transmisión realizada, esperaba que su advertencia hubiese sido enviada. No lo había sido.

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