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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (23 page)

Comparado con sus sencillos Tucano de entrenamiento, el antiguo avión de ataque parecía formidable. Pero muy pronto se lo llevaron hacia el hangar con las puertas de acero y desapareció de la vista. Aquella tarde llenaron los depósitos de combustible, instalaron los cohetes y armaron los cañones. Los vuelos de práctica nocturnos comenzarían al cabo de dos noches. Los pocos pasajeros que habían llegado en el vuelo desde Santiago y que ahora caminaban hacia la terminal no vieron nada.

Aquella noche, Cal Dexter llamó desde Washington para mantener una breve conversación con el comandante Mendoza. En respuesta a la pregunta que ya esperaba, le dijo que tuviese paciencia. No tendría que aguardar mucho más.

Julio Luz intentaba actuar con normalidad. Roberto Cárdenas le había hecho jurar silencio, pero la idea de engañar al Don, aunque solo fuese por guardar silencio, le aterrorizaba. Los dos hombres le aterrorizaban.

Reanudó las visitas quincenales a Madrid como si no hubiese ocurrido nada. En este viaje, el primero desde su visita a Nueva York y tras una espantosa hora informando a Cárdenas, también lo siguieron. No tenía ni la menor sospecha, como tampoco la tenía la dirección del hotel Villa Real, de que en su habitación de costumbre, un equipo de dos hombres del FBI, dirigidos por Cal Dexter, habían instalado micrófonos. Cada sonido que emitía lo escuchaba otro cliente del hotel que estaba en una habitación dos pisos por encima de la suya.

El hombre, sentado pacientemente y con los auriculares puestos, no dejaba de dar gracias al ex rata de túnel por haberlo alojado en una cómoda habitación en lugar de lo habitual en las vigilancias: una furgoneta atestada de equipos en un aparcamiento sin otra cosa que beber que un café pésimo y para colmo sin lavabo. Las horas en las que el objetivo se encontraba en el banco o estaba cenando o desayunando, podía relajarse con la televisión o con las tiras cómicas del
International Herald Tribune
que compraba en el quiosco del vestíbulo. Pero esa mañan en particular, el día en que el objetivo saldría para ir al aeropuerto y tomar el vuelo de regreso, escuchaba con mucha atención, con el móvil en la mano izquierda.

El médico personal del abogado hubiese comprendido a la perfección el persistente problema de su paciente de mediana edad. Los constantes viajes a través del Atlántico castigaban duramente sus intestinos. Llevaba siempre algunos tarros de confitura de higos. Habían descubierto este detalle en una de las ocasiones en las que habían entrado en su habitación cuando él estaba en el banco.

Después de pedir que le sirviesen una tetera de Earl Grey en la habitación, fue al baño de mármol y se sentó en el váter, como siempre. Allí esperó con paciencia que la naturaleza hiciese su trabajo; una tarea que le llevó diez minutos. Durante ese rato, con la puerta cerrada, no podía oír nada de lo que ocurriera en su dormitorio. Fue entonces cuando el hombre que estaba escuchando hizo la llamada.

Esa mañana entraron en la habitación en el más absoluto silencio. El código de la llave era distinto para cada huésped, se cambiaba para cada nuevo ocupante, pero no representaba ningún problema para el cerrajero que Cal Dexter una vez más se había llevado con él. La mullida alfombra apagó cualquier sonido de pisadas. Dexter cruzó la habitación hasta la cómoda donde se encontraba el maletín. Confiaba en que no hubiesen cambiado la combinación, y así fue. Seguía siendo el número de colegiado. Levantó la tapa, hizo su trabajo y la cerró en cuestión de segundos. Dejó los números de la combinación tal como los había encontrado y se marchó. Al otro lado de la puerta del baño, el señor Julio Luz seguía intentándolo.

De haber tenido el billete de avión en el bolsillo interior de la chaqueta quizá hubiese ido hasta la sala de espera de primera clase en Barajas sin abrir el maletín. Pero lo había dejado en uno de los compartimientos de la tapa. Por lo tanto, mientras esperaba que le imprimiesen la factura en la recepción del hotel, abrió el maletín para sacarlo.

Si la sorprendente llamada procedente del Ministerio de Asuntos Exteriores colombiano diez días atrás había sido terrible, esto era desastroso. Se sintió tan débil que creyó que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco. Sin prestar atención a la factura que le presentaban, fue a sentarse en una de las butacas del vestíbulo, con el maletín en el regazo, la mirada fija en el suelo y el rostro demacrado. Un botones tuvo que repetirle tres veces que la limusina le esperaba en la puerta. Por fin, tambaleante, bajó los escalones y subió al coche. Mientras se alejaba, miró atrás. ¿Lo seguían? ¿Lo detendrían para llevarlo a una celda y someterlo a un brutal interrogatorio?

En realidad no podía estar más seguro. Vigilado desde su llegada y durante toda la estancia, ahora también lo seguían hasta el aeropuerto para controlar su partida. En el momento en que la limusina entraba en la carretera de Barajas miró de nuevo en el interior del maletín, por si solo había sido una ilusión óptica. No era una ilusión. Estaba allí, encima de todo. Un sobre de color crema. Iba dirigido sencillamente a «Papá».

El MV
Balmoral
, con su tripulación británica, estaba a cincuenta millas de la isla Ascensión cuando se encontró con el buque de la Real Flota Auxiliar. Como la mayoría de los buques antiguos de la RFA llevaba el nombre de uno de los caballeros de la Mesa Redonda, en este caso
Sir Gawain
. Estaba en el tramo final de una larga carrera; su especialidad era el reaprovisionamiento en alta mar, lo cual se conocía en la jerga naval como un «tonelero».

Lejos de la vista de cualquier curioso los dos barcos hicieron la transferencia y los hombres de las SBS, las Fuerzas Especiales de la marina, subieron a bordo.

Los SBS, que cuentan con una discreta base en la costa de Dorset, Inglaterra, son mucho menos numerosos que los SEAL de la marina norteamericana. Raramente son más de doscientos los hombres que llevan el distintivo del cuerpo. Si bien el noventa por ciento proceden de la infantería de marina, actúan como sus primos marines norteamericanos en tierra, mar y aire. Realizan misiones en las montañas, desiertos, selvas, ríos y en mar abierto. En este caso no eran más que dieciséis.

El oficial al mando era el comandante Ben Pickering, un veterano con más de veinte años de servicio. Había sido uno de los miembros del pequeño equipo que había presenciado la matanza de los prisioneros talibanes a manos de la Alianza del Norte en el fuerte de Qala-i-Jangi, en el norte de Afganistán, en el invierno de 1991. Por aquel entonces prácticamente era todavía un adolescente. Ocultos en lo alto de la muralla de la fortaleza, contemplaron el baño de sangre mientras los uzbecos del general Dostum ejecutaban a los prisioneros después de la revuelta talibán.

Uno de los dos agentes especiales de la CIA también presentes, Johnny «Mike» Spanna, había sido asesinado por los talibanes prisioneros y su colega Dave Tyson había sido secuestrado. Ben Pickering y otros dos hombres se metieron en aquel agujero infernal, eliminaron a los tres talibanes que retenían al prisionero y se llevaron a Tyson.

El comandante Pickering había servido en Irak, de nuevo en Afganistán y luego en Sierra Leona. También contaba con una gran experiencia en interceptar cargamentos ilegales en el mar, pero nunca había estado al mando de un destacamento a bordo de un buque Q, porque no habían vuelto a usarse desde la Segunda Guerra Mundial.

El día que Cal Dexter, que evidentemente pertenecía al Pentágono, le había explicado la misión en la base del SBS, el comandante Pickering se reunió con su oficial superior y con los armeros para decidir qué necesitarían.

Para las interceptaciones en el mar había escogido dos lanchas neumáticas con casco rígido de ocho metros y medio de eslora, llamadas RIB, del modelo «ártico». Podían transportar a ocho hombres sentados en parejas detrás del oficial al mando y el timonel, que era quien la pilotaba. Pero también subiría a bordo del barco con cocaína que capturaran, a dos expertos de los equipos de búsqueda de la Aduana británica con sus perros. Seguirían a la RIB de asalto a una velocidad menor para no asustar a los animales.

Los aduaneros eran expertos en encontrar compartimientos secretos. Se metían hasta el fondo del casco, donde solían esconderse las cargas ilegales. Los perros eran cocker spaniel, amaestrados no solo para detectar el olor de la cocaína debajo de varias capas de recubrimiento sino los cambios en el aire. Una sentina abierta hacía poco olía diferente de otra cerrada durante meses.

El comandante Pickering, de pie junto al capitán en el ala abierta del puente del
Balmoral
, vio cómo descargaban sus RIB en la cubierta del carguero. Luego, la grúa del
Balmoral
enganchó las cinchas y bajó las neumáticas a la bodega.

De los cuatro Sabre Squadrons de las SBS, el comandante tenía una unidad de la Escuadra M, especializada en contraterrorismo marítimo. Estos fueron los hombres que subieron a bordo después de las RIB, y detrás de ellos llegó el «equipo».

Era voluminoso e incluía carabinas de asalto, fusiles de francotirador, pistolas, equipo de submarinismo, prendas de abrigo, garfios de asalto, escalerillas de mano y una tonelada de municiones. También iban con ellos dos técnicos de comunicaciones norteamericanos, para mantener el contacto con Washington.

El personal de apoyo consistía en armeros y mecánicos para mantener las RIB en perfecto estado de funcionamiento, y dos pilotos de helicóptero de la aviación militar con sus propios mecánicos de mantenimiento. Se ocuparían del pequeño helicóptero, que fue lo último que llegó a bordo. Se trataba de un Little Bird norteamericano.

La Royal Navy hubiese preferido un Sea King o incluso un Lynx, pero el tamaño de la bodega era un problema. Con los rotores desplegados los helicópteros más grandes no podían pasar por la escotilla y salir al aire libre desde el hangar bajo cubierta. En cambio, el aparato de Boeing sí podía. Con una longitud de las palas de poco menos de nueve metros, pasaba por la escotilla principal, que medía doce metros de ancho.

El helicóptero era la única pieza que no podía pasar por la brecha de mar revuelto que separaba los dos barcos. Libre de las lonas que lo cubrían desde que habían zarpado de la isla Ascensión, despegó de la cubierta de proa del
Sir Gawain
, dio un par de vueltas y se posó sobre la tapa de la bodega de proa del
Balmoral
. En cuanto los dos rotores, el principal y el de cola, dejaron de girar, la grúa levantó el ágil y pequeño aparato y lo bajó con mucho cuidado a la bodega ampliada, donde lo amarraron al suelo.

Cuando finalizó el traslado de hombres y material y los depósitos de combustible del
Balmoral
estuvieron llenos, los barcos se separaron. La nave auxiliar iría hacia el norte con destino a Europa y el ahora peligroso buque Q iría a ocupar su primera posición de vigilancia, al norte de las islas de Cabo Verde, en mitad del Atlántico entre Brasil y la hilera de estados fallidos a lo largo de la costa de África Occidental.

Cobra había dividido el Atlántico en dos con una línea que iba en dirección nornordeste desde Tobago, la más oriental de las Antillas, a Islandia. La zona al oeste de dicha línea se llamaría, en términos de destino de la cocaína, Zona Objetivo USA. El este de la línea sería la Zona Objetivo Europa. El
Balmoral
se ocuparía del Atlántico. El
Chesapeake
, a punto de encontrarse con su barco de abastecimiento frente a Puerto Rico, se haría cargo del Caribe.

Roberto Cárdenas miró la carta durante un largo rato con una expresión dura. La había leído una docena de veces. En un rincón, Julio Luz temblaba.

—¿Es de ese sinvergüenza, De Vega? —preguntó, nervioso. Cada vez tenía más miedo de no salir con vida de la habitación.

—No tiene nada que ver con De Vega.

Al menos, la carta explicaba, aunque sin decirlo, qué había pasado con su hija. No habría ninguna venganza contra De Vega. No había ningún De Vega. Nunca había existido. Nunca había habido un mozo de equipajes en el aeropuerto de Barajas que hubiese cogido la maleta equivocada para meter la cocaína. Nunca había existido. La única realidad era que su Letizia podía pasar veinte años en una cárcel norteamericana. El mensaje en el sobre, que era el mismo que los que él había utilizado para enviar sus cartas, era sencillo. Decía:

Creo que debemos hablar de su hija Letizia. El próximo domingo, a las 4. Estaré en mi habitación, registrado con el nombre de Smith en el hotel Santa Clara, en Cartagena. Estaré solo y desarmado. Esperaré una hora. Por favor, venga.

C
APÍTULO
9

Los SEAL de la marina norteamericana subieron a su buque Q a cien millas al norte de Puerto Rico desde el barco de abastecimiento que habían cargado en Roosevelt Roads, la base norteamericana en aquella isla.

Los SEAL son por lo menos cuatro veces más numerosos que los SBS británicos. El grupo base, el Comando Especial Naval, cuenta con dos mil quinientas personas de las cuales solo menos de mil se consideran tropas operativas; el resto son unidades de apoyo.

Aquellos que llevan el ansiado emblema del tridente de un SEAL se dividen en ocho equipos, formados por tres grupos de cuarenta hombres cada uno. Un pelotón de la mitad de ese número fue asignado al MV
Chesapeake
, procedentes del Equipo Dos de los SEAL con base en la costa Este en Little Creek, Virginia Beach.

Su comandante era el teniente comandante Casey Dixon y como su colega británico en el Atlántico también era un veterano. Como joven alférez había tomado parte en la operación Anaconda. Mientras el hombre de las SBS estaba en el norte de Afganistán contemplando la matanza de Qala-i-Jangi, el alférez Dixon buscaba a miembros de Al Qaeda en las montañas Tora Bora de la Cordillera Blanca; pero entonces empezó el desastre.

Dixon fue uno de los soldados que saltaron a tierra en un llano muy arriba en las montañas, cuando su helicóptero Chinook fue atacado por fuego de ametralladoras desde un nido oculto en las rocas. El enorme helicóptero, al que habían alcanzado los disparos, se balanceó como una hoja mientras el piloto luchaba por controlarlo. Uno de los tripulantes resbaló en el líquido hidráulico que cubría el suelo y cayó por la rampa trasera a la helada oscuridad exterior. Gracias a la cuerda de seguridad a la que estaba sujeto logró evitar la caída.

Pero un SEAL que estaba cerca de él, el suboficial Neil Roberts, intentó sujetarlo y también resbaló. No tenía una cuerda de seguridad, así que cayó en las rocas unos pocos metros más abajo. Casey Dixon intentó coger a Roberts, pero no lo consiguió por centímetros y lo vio caer.

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