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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (27 page)

Al segundo día, las tripulaciones de las planeadoras experimentaron el mismo asombro que el capitán del
Belleza del Mar
. Un helicóptero que había aparecido de la nada estaba delante de ellas, volando sobre un mar vacío. No había ningún barco de guerra a la vista. Aquello era a todas luces imposible.

El aviso desde el altavoz para que apagasen los motores y se detuviesen fue pasado por alto. Ambas planeadoras, unos largos y delgados tubos de aluminio con cuatro motores Yamaha de doscientos caballos a popa, creyeron que podían ser más veloces que el Little Bird. Aumentaron la velocidad a sesenta nudos; con las proas levantadas y solo las hélices sumergidas en el agua, dejaban una enorme estela blanca detrás. Así como los británicos habían atrapado al Bandido Uno, estas dos se convirtieron en los Bandidos Dos y Tres.

Los colombianos se equivocaron al creer que podían dejar atrás al helicóptero. Cuando pasaron por debajo del Little Bird, este hizo un giro cerrado y los persiguió. A ciento veinte nudos, duplicaba su velocidad.

Sentado junto al piloto naval con su fusil M14 de francotirador estaba el suboficial Sorenson, el mejor tirador del pelotón. Con una plataforma estable y a una distancia de cien metros estaba seguro de que no erraría.

El piloto utilizó otra vez los altavoces y habló en español.

—Apaguen los motores y deténganse o dispararemos.

Las planeadoras continuaron navegando hacia el norte, sin darse cuenta de que tres neumáticas con dieciséis SEAL iban hacia ellos. El teniente comandante Casey Dixon había lanzado al agua la neumática grande y las dos Zodiac pequeñas, pero, por muy rápidas que fuesen, las embarcaciones de aluminio de los contrabandistas eran todavía más veloces. El trabajo del Little Bird era demorarlas.

El suboficial Sorenson se había criado en una granja de Wisconsin que estaba lo más lejos del mar que se puede llegar. Quizá ese era el motivo de que se hubiera unido a la marina: para ver el mar. El talento que había aportado de aquellos lugares era su experiencia de toda una vida con una escopeta de caza.

Los colombianos conocían la maniobra. Nunca habían sido interceptados por helicópteros, pero les habían enseñado qué debían hacer: por encima de todo tenían que proteger los motores. Sin aquellos rugientes monstruos a popa quedarían indefensos.

Cuando vieron el M14 con la mira telescópica apuntando a sus motores, dos miembros de la tripulación se lanzaron sobre las carcasas para impedir que las alcanzaran las balas del fusil. Las fuerzas de la ley y el orden nunca dispararían a un hombre.

Craso error. Aquellas eran las viejas reglas. En la granja, el suboficial Sorenson había matado conejos a doscientos pasos de distancia. Este objetivo era más grande y estaba más cerca, y sus instrucciones de combate eran claras. Su primer disparo atravesó al valiente contrabandista, penetró la carcasa y destrozó el bloque del motor Yamaha.

El otro contrabandista, lanzando un grito de alarma, se apartó justo a tiempo. La segunda bala destrozó el otro motor. La planeadora continuó con dos. Pero más lenta. Iba muy cargada.

Uno de los tres hombres restantes sacó un AK-47 y el Little Bird se desvió. Desde una altura de treinta metros veía cómo los puntos negros de las neumáticas acortaban la brecha a una velocidad de cien nudos.

La otra planeadora las vio. Al timonel ya no le interesaba averiguar de dónde habían venido. Estaban allí y él debía intentar salvar la carga y su libertad. Decidió pasar entre ellas y utilizar su superior velocidad para escapar.

Casi lo logró. La planeadora averiada apagó los otros dos motores y se rindió. La otra continuó a sesenta nudos. La formación SEAL se separó para dar la vuelta e iniciar la persecución. De no ser por el helicóptero, el contrabandista quizá hubiese podido continuar su carrera hacia la libertad.

El Little Bird voló a ras de la superficie del mar en calma por delante de la planeadora, hizo un giro de noventa grados y lanzó cien metros de una invisible cuerda de nailon. Con el peso de un pequeño flotador de algodón atado en un extremo, la cuerda cayó en el océano y se quedó flotando. La planeadora viró y casi consiguió esquivarla. Los últimos veinte metros de la cuerda flotante pasaron por debajo del casco y se enredaron en las cuatro hélices. Los cuatro Yamaha tosieron, se ahogaron y se detuvieron.

Resistirse era inútil. Enfrentados a un pelotón de metralletas MP5, dejaron que los pasaran a la neumática grande, donde los encapucharon y esposaron. Fue la última vez que vieron la luz del día hasta que desembarcaron en la isla Eagle, en el archipiélago de Chagos, como huéspedes de Su Majestad.

Una hora más tarde, el
Chesapeake
estaba a la par. Recogió a los siete prisioneros. El valiente hombre muerto recibió una bendición y un trozo de cadena lo arrastró hasta el fondo. También recuperaron dos toneladas de combustible para motores de dos tiempos (que podían utilizar), varias armas y móviles (donde rastrearían las llamadas anteriores) y dos toneladas de cocaína colombiana pura.

Luego, acribillaron a balazos las dos planeadoras y los pesados Yamahas se las llevaron al fondo del mar. Era una pena perder seis motores buenos y potentes, pero las instrucciones de Cobra, alguien invisible y desconocido para los SEAL, eran precisas: no debía quedar ningún rastro. Únicamente había que llevarse a los hombres y la cocaína, y solo temporalmente. Todo lo demás debía desaparecer para siempre.

El Little Bird se posó en la escotilla de proa, apagó los motores y fue bajado al fondo fuera de la vista. Las tres neumáticas fueron izadas por encima de la borda y llevadas a su bodega para limpiarlas y revisarlas. Los hombres se dirigieron a sus alojamientos para bañarse y cambiarse. El
Chesapeake
dio media vuelta. El mar volvió a quedar vacío.

Muy lejos, el barco de carga
Stella Maris IV
esperó y esperó. Por fin tuvo que reanudar el viaje a Europoort, Rotterdam, pero sin la carga adicional. El primer oficial solo pudo enviar un asombrado mensaje de texto a su «novia» en Cartagena. Algo acerca de no poder llegar a la cita porque no le habían entregado su coche.

Incluso este mensaje fue interceptado por la Agencia de Seguridad Nacional en su enorme base militar en Fort Meade, Maryland, donde lo descifraron y lo transmitieron a Cobra. Este esbozó una sonrisa de gratitud. El mensaje había delatado el destino de las planeadoras, el
Stella Maris IV
. Estaba en la lista. La próxima vez.

A la semana siguiente de que Cobra declarase abierta la temporada de caza, el comandante Mendoza recibió su primera llamada para volar. El Global Hawk
Sam
había visto un pequeño bimotor de carga que despegaba del rancho Boavista, cruzaba la costa por encima de Fortaleza y se adentraba en el ancho Atlántico con un rumbo de 045 grados que lo llevaría a aterrizar entre Liberia y Gambia.

Las imágenes del ordenador lo identificaron como un Transall, un avión resultado de la colaboración franco-alemana que había comprado Sudáfrica y que, al final de su servicio activo como transporte de tropas, se había vendido de segunda mano en el mercado civil de Sudamérica.

No era grande, pero era un aparato muy fiable. Su autonomía de vuelto no le permitiría de ninguna manera cruzar el Atlántico, ni siquiera por la distancia más corta. Así que lo habían dotado con otros depósitos de combustible en el interior. Durante tres horas voló al nordeste, en la casi oscuridad de una noche tropical, a una altitud de dos mil quinientos metros por encima de un manto de nubes.

El comandante Mendoza apuntó el morro del Buccaneer en línea recta a la pista y completó las últimas verificaciones. No escuchaba ninguna voz que le hablara en portugués desde la torre de control, porque llevaba cerrada varias horas. Sin embargo, oía la cálida voz de una mujer norteamericana. Los dos técnicos de comunicaciones norteamericanos en Fogo que estaban con él habían recibido el mensaje hacía una hora y habían alertado al brasileño para que se preparase para volar. Ahora ella hablaba por sus auriculares. Él no sabía que era una capitana de la fuerza aérea norteamericana sentada delante de una pantalla en Creech, Nevada. No sabía que ella miraba un punto que representaba al carguero Transall y que muy pronto él también sería un punto en aquella pantalla; entonces, ella se encargaría de que los dos puntos coincidiesen.

Mendoza miró a la tripulación de tierra que se encontraba en la oscuridad de la pista de Fogo y vio que le enviaban la señal de despegue. Aquella era su torre de control, pero funcionaba. Levantó el pulgar derecho para asentir.

Los dos Spey rugieron y el Bucc se rebeló contra los frenos, queriendo ser libre. Mendoza apretó el interruptor RATO y soltó los frenos. El Bucc se lanzó hacia delante, emergió de la sombra del volcán y vio el mar que resplandecía a la luz de la luna.

El golpe de los cohetes lo sacudió en la rabadilla. Aumentó la velocidad, cesó el ruido del tren de aterrizaje y despegó.

—Suba a cuatro mil quinientos metros y ponga rumbo uno-nueve-cero —dijo la cálida voz aterciopelada.

Él comprobó la brújula, viró el aparato a 190 grados y subió a la altitud indicada.

Al cabo de una hora estaba a trescientas millas al sur de las islas de Cabo Verde y volaba en un lento círculo, a la espera. Vio al objetivo abajo, a la una. Por encima del manto de nubes había aparecido la luna, que bañaba la escena con una débil luz blanca. De repente, vio una sombra fugaz abajo y a la derecha. Iba rumbo nordeste; él todavía estaba acabando la vuelta. La completó y se colocó detrás de la presa.

—Su objetivo esta a cinco millas delante, dos mil metros por debajo.

—Recibido —dijo—. Contacto.

—Contacto aceptado. Despejado para el contacto.

Descendió hasta que el perfil del Transall a la luz de la luna quedó bien definido. Le habían dado un álbum con fotos de posibles aviones utilizados por los pilotos de la cocaína y no había ninguna duda de que era un Transall. Un avión como aquel no podía tener propósitos inocentes.

Quitó el seguro de su cañón Aden, puso el pulgar sobre el botón de disparo y observó a través de la mira modificada en Scampton. Sabía que los cañones estaban orientados para concentrar toda su potencia de fuego a cuatrocientos metros.

Por un momento titubeó. Había hombres en aquel aparato. Después pensó en otro hombre, un chico sobre una mesa de mármol en la funeraria de São Paulo. Su hermano menor. Disparó.

En las cintas había una mezcla de balas de fragmentación, incendiarias y trazadoras. Las brillantes trazadoras mostrarían la línea de fuego. Las otras dos destruirían lo que alcanzasen.

Observó cómo las dos líneas de fuego rojo salían de su avión y se unían a cuatrocientos metros. Ambos impactaron en el fuselaje del Transall justo a la izquierda de la puerta de carga trasera. Durante medio segundo el avión pareció sacudirse en el aire. Después estalló.

Él ni siquiera vio cómo se rompía, se desintegraba y caía. Era obvio que el aparato solo había comenzado a utilizar los depósitos de reserva, y por lo tanto los depósitos del interior de la cabina estaban llenos. Recibieron el impacto de las balas incendiarias y todo el avión se fundió. Una lluvia de fragmentos ardiendo atravesaron la capa de nubes y eso fue todo. Desaparecido. Un avión, cuatro hombres, dos toneladas de cocaína.

El comandante Mendoza nunca había matado a nadie. Durante varios segundos miró el lugar que había ocupado el Transall en el cielo. Durante días se había preguntado qué sentiría. Ahora lo sabía. Solo se sentía vacío. Ni contento ni arrepentido. Se lo había dicho a sí mismo muchas veces: piensa en Manolo, en aquella mesa de mármol, un chico de dieciséis años que nunca tendría una vida. Cuando habló su voz era firme.

—Blanco abatido —dijo.

—Lo sé —respondió la voz desde Nevada. Había visto que de los dos puntos ya solo quedaba uno—. Mantenga la altitud. Vire a tres-cinco-cinco para volver a la base.

Setenta minutos más tarde vio cómo las luces de aterrizaje de Fogo se encendían para él y luego se apagaban cuando se dirigía hacia el hangar detrás de la roca. Bandido Cuatro había dejado de existir.

A trescientas millas, en África, un grupo de hombres esperaba junto a una pista de aterrizaje en la selva. Esperaron y esperaron. Al amanecer subieron a su todoterreno y se marcharon. Uno de ellos enviaría un e-mail cifrado a Bogotá.

Alfredo Suárez, encargado de todos los envíos desde Colombia a sus clientes, temía por su vida. Se habían perdido apenas cinco toneladas. Había garantizado al Don que entregaría trescientas toneladas a cada comprador y había establecido un margen de hasta doscientas toneladas como una pérdida aceptable. Pero esa no era la cuestión.

La Hermandad, como el Don le estaba explicando en persona y con una calma aterradora, tenía dos problemas. Uno de ellos era que, al parecer, cuatro cargas separadas en tres medios de transporte distintos habían sido capturadas y destruidas; pero lo más sorprendente, y el Don odiaba que lo sorprendiesen, era que no había ni la más mínima pista de qué había salido mal.

El capitán del
Belleza del Mar
debería haber informado de cualquier problema que hubiese tenido. No lo había hecho. Las dos planeadoras tenían que haber utilizado los móviles si algo salía mal. No lo habían hecho. El Transall había despegado con todo el combustible y los motores revisados y sin ni tan siquiera una llamada de auxilio había desaparecido de la tierra.

—¿No cree usted que es muy misterioso, mi querido Alfredo?

Cuando el Don hablaba con términos afectuosos era cuando más había que temerlo.

—Sí, Don.

—¿Cuál es la posible explicación que se le ocurre?

—No lo sé. Todos los transportes llevan diversos medios de comunicación. Ordenadores, teléfonos móviles, radios. Y disponen de breves mensajes cifrados que indican si algo va mal. Se comprueban los equipos, se memorizan los mensajes.

—No obstante guardan silencio —murmuró don Diego.

Tras escuchar el informe del Ejecutor había llegado a la conclusión de que era muy poco probable que el capitán del
Belleza del Mar
fuese el culpable de su propia desaparición.

Se sabía que era un hombre muy dedicado a su familia, y sin duda sabía qué ocurriría si traicionaba al cártel; además, ya había realizado con éxito seis viajes a África Occidental.

Solo había un denominador común en dos de los tres misterios. El barco pesquero y el Transall iban rumbo a Guinea-Bissau. Pese a que lo ocurrido a las dos planeadoras que habían salido del golfo de Uraba era un enigma, el dedo continuaba apuntando a que algo iba muy mal en Guinea.

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