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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Cobra (29 page)

El intérprete de lengua albanesa trasladaba las preguntas del policía alemán al conductor y traducía sus respuestas. Las preguntas eran las habituales. Milch podía comprenderlas, ya que las decían en su idioma, pero dependía del intérprete para comprender las respuestas. Aunque el albanés en realidad estaba proclamando su inocencia, lo que llegaba a través de los altavoces era una clara confesión de que si el camionero alguna vez tenía problemas en los muelles de Hamburgo debía reclamar de inmediato la presencia del
oberinspektor
Eberhardt Milch, que lo resolvería y le permitiría seguir sin que inspeccionaran el cargamento.

Fue entonces cuando Milch, muy asustado, se vino abajo. Su confesión duró casi dos días y fue necesario un equipo de estenógrafos para transcribirla.

El
Orion Lady
estaba en la enorme extensión de la cuenca del Caribe al sur de Jamaica y al este de Nicaragua cuando su capitán, inmaculado con su uniforme tropical blanco, de pie junto al timonel en el puente, vio algo que le hizo parpadear incrédulo.

Se apresuró a mirar la pantalla del radar. No había ningún barco en muchas millas, ni en la línea del horizonte. Pero aquel helicóptero era un helicóptero. Y llegaba por proa, volando muy bajo sobre el agua azul. Sabía muy bien lo que él transportaba, porque había ayudado a cargarlo treinta horas atrás; un primer asomo de miedo empezó a moverse muy adentro. El helicóptero era pequeño, poco más que un aparato de observación, pero cuando pasó a proa por la banda de babor y se situó a su lado, las palabras US Navy en el fuselaje fueron inconfundibles. Llamó al salón principal para avisar a su empleador.

Nelson Bianco se le unió en el puente. El playboy vestía una camisa hawaiana, unas bermudas amplias e iba descalzo. Llevaba sus rizos negros teñidos y peinados con laca como siempre y sujetaba su puro Cohiba, su marca favorita. Poco habitual en él, y solo debido a la carga procedente de Colombia, no lo acompañaban a bordo cinco o seis preciosas muchachas.

Los dos hombres miraron cómo el Little Bird volaba a su lado, justo por encima del océano; entonces, en el círculo abierto de la puerta del pasajero, bien sujeto y vuelto hacia ellos, vieron a un SEAL con un mono negro. Sujetaba un fusil de francotirador M-14 y les apuntaba. Una voz resonó desde el pequeño helicóptero.


Orion Lady, Orion Lady
, somos la marina de Estados Unidos. Por favor paren las máquinas. Vamos a subir a bordo.

Bianco no lograba imaginar cómo lo harían. Había una plataforma para aterrizar a popa, pero la ocupaba su helicóptero Sikorsky cubierto con una lona. De repente, el capitán lo empujó con el codo y señaló delante de ellos. Había tres puntos negros en el agua, uno grande y dos pequeños; tenían las proas levantadas, navegaban a gran velocidad y se dirigían hacia ellos.

—A toda máquina —ordenó Bianco—, avante a toda máquina.

Era una reacción estúpida, como el capitán vio de inmediato.

—Patrón, no conseguiríamos huir. Si lo intentamos, solo nos descubriríamos.

Bianco miró el Little Bird, las neumáticas y el fusil que le apuntaba a la cabeza desde cincuenta metros. No había otra opción que enfrentarse con ello. Asintió.

—Parad las máquinas —ordenó y salió al exterior.

El viento le agitó el pelo unos instantes. Mostró una gran sonrisa e hizo una seña como si estuviera encantado de cooperar. Los SEAL estuvieron a bordo en cinco minutos.

El comandante Casey Dixon fue escrupulosamente educado. Le habían dicho que el objetivo llevaba un cargamento y eso era suficiente. Declinó la invitación a una copa de champán para él y sus hombres y mandó que el propietario y la tripulación fuesen llevados a popa y retenidos a punta de pistola. Seguía sin haber ninguna señal del
Chesapeake
en el horizonte. Su buceador se puso el respirador y saltó por la borda. Estuvo abajo media hora. Cuando volvió a la superficie informó que no había trampillas en el casco, ninguna burbuja o recipiente y ningún hilo de nailon colgando.

Los dos hombres expertos en la inspección comenzaron a buscar. Les habían dicho que en su breve y asustada llamada de móvil, el cura de la parroquia solo había mencionado un gran cargamento. Pero ¿cuánto era eso?

Finalmente, el perro captó el olor; resultó ser una tonelada. El
Orion Lady
no era uno de los barcos en los que Juan Cortez había construido un escondite casi imposible de descubrir. Bianco, con arrogancia, había creído que saldría él solo del apuro. Suponía que con un yate de lujo, un habitual en los más caros y famosos puertos deportivos del mundo desde Montecarlo a Fort Lauderdale, estaría por encima de toda sospecha y él también. De no haber sido por un viejo jesuita que había tenido que enterrar a cuatro cuerpos torturados en una tumba en la selva quizá hubiese tenido razón.

Una vez más, como había ocurrido con los SBS británicos, fue la extrema sensibilidad del perro al aroma del aire lo que les llevó a fijarse en un panel en el suelo de la sala de máquinas. El aire era demasiado fresco; alguien lo había levantado hacía poco. Llevaba a la sentina.

Como en el caso de los británicos en el Atlántico, los buscadores se pusieron las máscaras y entraron en la sentina. Incluso en un yate de lujo, las sentinas apestan. Uno tras otro sacaron los fardos; los SEAL que no estaban vigilando a los prisioneros los llevaron a cubierta y los apilaron entre el salón principal y la plataforma del helicóptero. Bianco no dejaba de gritar que no tenía ni idea de qué era todo aquello… Que era una trampa… Un malentendido… Él conocía al gobernador de Florida. Los gritos se convirtieron en un murmullo cuando le pusieron la capucha negra. El comandante Dixon lanzó la bengala marrón y el Global Hawk
Michelle
dejó de interceptar las señales. Aunque el
Orion Lady
ni siquiera había intentado transmitir. Cuando tuvieron de nuevo comunicación, Dixon llamó al
Chesapeake
para que se acercase.

Dos horas más tarde, Nelson Bianco, el capitán y la tripulación estaban en la bodega de proa con los siete hombres supervivientes de las dos planeadoras. El playboy millonario no solía mezclarse con ese tipo de personas y no le gustaban. Pero estos iban a ser sus compañeros e invitados a cenar durante mucho tiempo y su preferencia por los trópicos quedaría plenamente satisfecha, aunque en mitad del océano Índico. Por otra parte, las muchachas no entraban en el menú.

Incluso el artificiero lo lamentaba.

—¿De verdad tenemos que hundirlo, señor? Es tan bonito…

—Son las órdenes —respondió su jefe—. No hay excepciones.

Los SEAL permanecieron en cubierta del
Chesapeake
y contemplaron cómo el
Orion Lady
estallaba y se hundía. «Hurra», dijo uno de ellos. Pero esa palabra, que normalmente era la expresión de júbilo de los SEAL, fue dicha con cierto pesar. Cuando el mar quedó despejado de nuevo, el
Chesapeake
se marchó. Una hora más tarde, otro carguero lo adelantó y el capitán mercante, que miraba por los prismáticos, vio un buque que transportaba cereales y que iba a lo suyo, así que no le prestó atención.

En Alemania, las fuerzas de la ley y el orden estaban teniendo un día provechoso. En su copiosa confesión Eberhardt Milch, ahora protegido por múltiples acuerdos de secreto oficial para mantenerlo vivo, había mencionado a una docena de grandes importadores cuyas cargas él había dejado pasar en el puerto de contenedores de Hamburgo. Estaban haciendo redadas y encerrándolos a todos.

La policía federal y estatal estaba entrando en depósitos, pizzerías (la tapadera favorita de la ‘Ndrangheta calabresa), tiendas de comida y de artesanía especializadas en esculturas étnicas de Sudamérica. Estaban abriendo cargamentos de latas de frutas en busca de una bolsa de polvo blanco en cada lata y destrozando ídolos mayas de Guatemala. Gracias a un solo hombre, la operación alemana del Don se derrumbaba.

Pero Cobra sabía muy bien que si las importaciones de cocaína ya habían cambiado de propietario, la pérdida la sufrirían las bandas europeas. Solo antes de ese paso la pérdida era para el cártel. Esto incluía el contenedor con el falso fondo en Hamburgo, que no había salido de los muelles y la carga del
Orion Lady
, que iba destinada a una banda cubana del sur de Florida y que supuestamente aún estaba en el mar. Todavía no se había informado a Fort Lauderdale.

Pero la lista de ratas había quedado verificada. Cobra había señalado a la rata de Hamburgo al azar, de entre los ciento diecisiete nombres; era casi imposible que fuese inventada del primero al último.

—¿Debemos dejar en libertad a la muchacha? —preguntó Dexter.

Devereaux asintió. Personalmente, no le importaba en lo más mínimo. Su capacidad para la compasión era casi inexistente. Pero la chica había servido a su propósito.

Dexter puso las ruedas en movimiento. Gracias a una discreta intervención, el inspector Paco Ortega de la UDYCO en Madrid había ascendido a inspector jefe. Le habían prometido que muy pronto podría ocuparse de Julio Luz y el Banco Guzmán.

Desde el otro lado del Atlántico escuchó a Cal Dexter y planeó el engaño. Un joven agente encubierto hizo el papel de mozo de equipajes. Fue ruidosa y públicamente detenido en un bar y le pasaron el soplo a la prensa. Los periodistas entrevistaron al camarero y a dos parroquianos, que habían asistido a la detención.

A partir de un informador anónimo,
El País
publicó la desarticulación de una banda que utilizaba al personal de equipajes de Barajas para introducir drogas en el equipaje de personas inocentes que volaban de Madrid al aeropuerto Kennedy, en Nueva York. La mayoría de la banda había huido, pero uno de los mozos de equipajes había sido detenido y estaba revelando vuelos en los que él había abierto maletas después de pasar por los controles, para meter la cocaína. En algunos casos incluso daba la descripción de las maletas.

El señor Boseman Barrow no era jugador. No tenía ninguna afición a tirar el dinero apostando en los casinos, los dados, las cartas o los caballos. Pero, de haberlo sido, sin duda habría apostado a que la señorita Letizia Arenal iría a la cárcel durante muchos años. Y habría perdido.

El expediente de Madrid llegó a la DEA en Washington y alguna autoridad de la Agencia ordenó que una copia de aquellas partes que concernían a la clienta del señor Barrow se enviase a la oficina del fiscal del distrito en Brooklyn. Una vez allí, había que actuar en consecuencia. Los abogados no son todos malos, aunque cueste creerlo. La oficina del fiscal del distrito comunicó a Boseman Barrow las noticias de Madrid. De inmediato el abogado presentó una petición para que se desestimaran los cargos. Incluso si la inocencia de su defendida no quedaba probada de forma definitiva, ahora había una duda más que razonable.

Se celebró una audiencia privada con un juez que había sido compañero de Boseman Barrow en la facultad y la petición fue aprobada. El expediente de Letizia Arenal pasó del despacho del fiscal al Servicio de Inmigración. Dispusieron que a pesar de que ya no iban a procesarla, la joven colombiana no podía quedarse en Estados Unidos. Se le preguntó dónde deseaba que la deportaran, y ella escogió España. Dos alguaciles de inmigración la acompañaron al aeropuerto Kennedy.

Paul Devereaux sabía que su primera tapadera se estaba agotando. Dicha tapadera era precisamente su no existencia. Había estudiado hasta la última información que había podido conseguir de la figura y la personalidad de un tal don Diego Esteban, del que se creía, aunque nunca se había demostrado, que era el jefe supremo del cártel.

Que aquel implacable hidalgo, un aristócrata descendiente de la España post-imperial, hubiese sido intocable durante tanto tiempo dependía de muchos factores.

Uno de ellos era la negativa absoluta de cualquiera a declarar en su contra. Otro se debía a la muy conveniente desaparición de cualquiera que se le opusiese. Pero incluso eso no hubiese sido suficiente sin un enorme poder político. Tenía influencia en los altos cargos, y mucha.

Hacía grandes donaciones a las buenas causas, todas muy publicitadas. Donaba dinero a las escuelas, hospitales, para becas, y siempre para los pobres de los barrios.

Donaba, aunque con mucha mayor discreción, no a un solo partido político, sino a todos, incluido al del presidente Álvaro Uribe, que había jurado acabar con la industria de la cocaína. En cada caso se ocupaba de que esos regalos llegasen a oídos de aquellos que importaba. Incluso pagaba la educación de los huérfanos de los policías y aduaneros asesinados, pese a que sus colegas sospechaban que era él quien había ordenado los asesinatos.

Pero, por encima de todo, se congraciaba con la Iglesia católica. No donaba a un monasterio o convento que estuviese pasando por malos tiempos, sino para las restauraciones. Esto lo hacía muy visible, como también asistir habitualmente a misa junto con los campesinos y los trabajadores de su finca, en la iglesia parroquial junto a su casa en el campo, es decir su residencia rural oficial, no una de las muchas y diversas granjas de las que era propietario con nombres falsos, donde se reunía con otros miembros de la Hermandad que había creado para manufacturar y comercializar ochocientas toneladas de cocaína al año.

—Es un maestro —musitó Devereaux admirado. Confiaba en que el Don no hubiese leído el
Ping Fa, El arte de la guerra
.

Cobra sabía que la cantidad de cargas desaparecidas, agentes detenidos y redes de compradores desarticuladas, no seguirían considerándose una coincidencia durante mucho tiempo. Había un número limitado de coincidencias que un hombre inteligente podía aceptar, y cuanto más acentuada era la paranoia más se reducía el número. La primera tapadera, que no existiera tal, muy pronto se descubriría y el Don comprendería que tenía un nuevo y mucho más peligroso enemigo que no jugaba de acuerdo con las reglas.

Después vendría la tapadera número dos: la invisibilidad. Sun Tzu decía que un hombre no puede derrotar a un enemigo invisible. El viejo sabio chino había vivido mucho antes que existiera la alta tecnología del mundo de Cobra. Pero había nuevas armas que podían mantener a Cobra invisible mucho después de que el Don hubiese comprendido que ahí fuera tenía un nuevo enemigo.

El factor primordial que delataría su existencia sería la lista de ratas. Detener a ciento diecisiete funcionarios corruptos en una serie de ataques en dos continentes simultáneamente sería demasiado. Entregaría a las ratas a las fuerzas de la ley y el orden, poco a poco, hasta que el valor del peso bajase en alguna parte en Colombia. De todos modos, antes o después habría una filtración.

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