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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (16 page)

Resultaba difícil aclararle a un nativo que apenas entendía media docena de palabras castellanas un concepto semejante, y todo cuanto se consiguió fue calmarle con un sinfín de regalos para él y para la familia del muchacho, pese a que el gobernador Arana insistió en señalar que no debían considerarse como una especie de pago o reparación, ya que su gente nada tenía que ver con semejante hecho, sino tan sólo una muestra de afecto y simpatía ante tan sensible pérdida.

Despidieron al jefezuelo con la reiterada recomendación de que buscase dentro de su comunidad al autor de tan execrable crimen, pero apenas los indios hubieron traspasado la ancha puerta de la empalizada, Diego de Arana llamó urgentemente a Pedro Gutiérrez, Benito de Toledo, Sebastián Salvatierra y un viejo carpintero al que apodaban
Virutas
, para encerrarse con ellos a estudiar durante toda una larga noche la desagradable y comprometida situación.

Tanto entre los miembros del citado cónclave, como entre el resto de los hombres que permanecían en los chamizos y barracones, las opiniones se radicalizaron de inmediato entre dos versiones totalmente contrapuestas: la de quienes aseguraban que aquél no era más que un problema interno de unos viciosos y amorales salvajes desnudos, que intentaban cargarles el muerto aprovechando la ocasión para obtener algún beneficio en forma de regalos, y los que aceptaban la posibilidad de que el asesino se encontrara en el «fuerte».

El
Caragato
, era el más firme defensor de esta segunda opción.

—«Ellos» aceptan la sodomía —dijo—. La aceptan e incluso la practican abiertamente, ya que hemos visto a media docena de «locas» que se mueven y comportan como auténticas mujeres sin ningún tipo de rubor o cortapisa… Y un sodomita que tiene libertad para mantener una relación con otro hombre, no tiene por qué cometer un crimen semejante…

—¿Lo dices por experiencia? —inquirió con intención el malencarado aragonés con el que una vez estuviera a punto de matarse—. ¿Qué sabes tú de sodomitas?

—Menos que tú, probablemente, hijo de puta… —fue la agria respuesta—. Pero yo tengo una cabeza que me sirve para algo más que para llevar cuernos y boina. Y me apuesto la paga de este año a que quien mató a ese niño no puede ser más que un maldito ocultón malnacido que ha sabido siempre que si llegaran a descubrir su vicio le cortarían el nabo para obligarle a comérselo ¿Alguien acepta la apuesta?

Se hizo un pesado silencio, roto tan sólo por el batir del mar contra la playa, puesto que aunque el rijoso timonel fuese un tipo desagradable y áspero, todos reconocían que era probablemente el más inteligente de entre ellos, y entraba muy dentro de lo posible que en aquel caso concreto tuviese toda la razón del mundo.

—Supongamos que sea como dices —intervino por último
Cienfuegos
—. ¿Qué podemos hacer?

—Descubrir al culpable y hacer que se coma sus propios huevos antes de colgarle del palo mayor.

Hubo un largo, pesado e incómodo intercambio de miradas, y por último, el granadino Vargas que por haber pasado una semana encadenado y encontrarse aún postrado en un jergón e incapaz de moverse era el único que quedaba libre de toda sospecha, señaló:

—Sembrar semejante semilla de desconfianza, no puede conducir a nada bueno. Os recuerdo que tenemos que pasar juntos por lo menos un año, y que ese hijo de perra de Arana no piensa hacernos la vida nada fácil. Si no nos andamos con cuidado, esto puede convertirse en un infierno. ¡Y yo sí que lo sé por experiencia!

A la tarde siguiente, el canario no pudo por menos que comentar con «maese» Benito la escena que había tenido en el barracón, a lo que el cachazudo maestro armero no hizo más que asentir con gesto pesimista:

—Razón tiene el granadino —admitió—. Y algo así me venía temiendo hace días, aunque nunca imaginé que llegara a ser tan sucio. No cabe duda de que el «civilizado» no puede evitar llevar consigo la corrupción donde quiera que vaya.

—¿Y quién puede haber sido? Por más que busco a mi alrededor no se me ocurre nadie.

—¡Olvídalo! —replicó el otro con rapidez—. Ni lo pienses siquiera, porque el simple hecho de pensarlo te llevará a desconfiar de todos, y por ese camino acabaríamos odiándonos los unos a los otros. ¿Quién te asegura que no pude ser yo, por ejemplo? ¿Qué sabes en realidad de mí y de mis aficiones? ¿Cómo podrías sentarte a mi lado o quedarte dormido sobre la mesa imaginando que en cualquier momento puedo asesinarte?

—¡No diga tonterías!

—¿Por qué tienen que ser tonterías? ¿Porque me conoces? —Hizo un amplio ademán con las manos, abriéndolas en una especie de gesto de impotencia—. Aquí los conoces a todos, quien quiera que sea, oculta su culpa en lo más íntimo de su corazón, y allí no conseguirás llegar nunca. ¡Olvídalo! —repitió—. Obsesionarte con ello no conduce a nada.

Era sin duda un buen consejo, pero muy difícil de seguir, ya que la sombra del crimen se había establecido como un gigantesco torreón que dominara el «fuerte» envenenando la relación entre sus habitantes, que no conseguían liberarse de la sensación de crispación que se había apoderado de la mayoría por el hecho de imaginar que quien dormía a su lado podía ser un sucio asesino homosexual.

—No me importaría morir en un naufragio —musitó una tarde el viejo
Virutas
—. Ni que me mataran de un navajazo en una riña o en lucha abierta con los salvajes de ahí enfrente, pero la sola idea de que alguien me estrangule para darme luego por el culo, me quita el sueño.

—¿Culo? —se asombró el
Caragato
divertido—. ¿Qué culo,
Virutas
? Tú el culo te lo debiste dejar hace cien años en algún sillón que vendiste en Pamplona. —Le dio una afectuosa cachetada en la granujienta mejilla—. ¡Duerme tranquilo! —añadió—. No eres mi tipo y tu culo está a salvo.

—¿Cómo puedes bromear con algo tan terrible? —se sorprendió
Cienfuegos
—. No lo entiendo.

—Yo soy capaz de bromear hasta con el cadáver de mi padre,
Guanche
—replicó el timonel con absoluta sinceridad—. Cuando murió, y como siempre había sido un borrachito sin remedio, decidimos montarle el velorio en la taberna, pero hacia la medianoche, y ya con demasiadas copas encima, a alguien se le ocurrió preguntar si el ataúd flotaba. ¡La que se armó! Dejamos al viejo recostado contra la barra, nos fuimos todos a la playa a comprobarlo, y cuando regresamos nos encontramos a otro borrachito muy cabreado porque llevaba más de media hora contándole chistes a mi viejo sin conseguir que sonriera ni siquiera una vez. ¿Qué te parece?

—Que eres muy bestia.

—Tengo que serlo. Siempre fui más pobre que las ratas, nunca me acosté más que con putas, y salvo mi padre, todos los hombres de mi familia murieron ahogados. Mis cuatro hermanos durante la gran galerna del ochenta y siete… Si tienes hermanos sabrás lo que eso significa.

—No tengo hermanos. —El canario hizo una corta pausa—. Nunca tuve a nadie.

—¿A nadie? —se sorprendió el otro cambiando bruscamente el tono—. ¿A nadie de nadie?

—A nadie de nadie. Mi madre murió siendo yo un niño, y me crié casi completamente solo en las montañas.

—Eso no es bueno, muchacho —sentenció el timonel—. Nada bueno, pero no me negarás que al menos ofrece una ventaja: te impide sufrir el dolor de ir perdiendo a los seres que amas.

Era en verdad un tipo extraño el
Caragato
; uno de esos individuos que tienen la rara habilidad de provocar de inmediato odios o afectos, consiguiendo una atracción total o un absoluto rechazo, pues a pesar de ser un hombre de no muy fuerte complexión, potente voz o especial presencia, su particular sentido de la observación y una inquietante habilidad para encontrar siempre la frase más hiriente en el momento más oportuno le convertían en un personaje especialmente temido y admirado por el conjunto de una tripulación por lo general bastante obtusa.

Cienfuegos
tampoco había tenido nunca muy claro qué era lo que en verdad sentía por él, ya que si bien en un par de ocasiones habían chocado frontalmente, el timonel no demostraba guardarle rencor por ello, siendo quizás aquél el único defecto del que jamás solía hacer gala.

Odiaba eso sí, callada o abiertamente a mucha gente, en especial al gobernador Diego de Arana y a su sumiso lacayo Pedro Gutiérrez, más conocido por
el Guti
, aunque tal vez más que odio a las personas en sí, lo que el atravesado asturiano sentía era un instintivo rechazo hacia todo aquello que representase de algún modo cualquier tipo de autoridad.

«Maese» Benito por su parte lo despreciaba abiertamente.

—Es un liante —solía decir cada vez que el isleño lo mencionaba—. Y mi consejo es que te apartes de él y todos los de su «cuerda». Este lugar es muy pequeño, y me temo que pronto no habrá sitio para los
Caragato
s y los Aranas.

—No le entiendo.

—¡Ya entenderás, muchachito! Ya entenderás. Acostúmbrate a la idea de que, vayas donde vayas, el mundo se divide siempre en facciones, y todos pretenderán que te adhieras a una. Somos tipos gregarios a los que tan sólo nos dejan solos para aquello que jamás desearíamos estarlo: morir.

A menudo el cabrero no conseguía captar la totalidad de los conceptos que el maestro armero trataba de imbuirle, pero le agradaba escucharle porque era un hombre al que la vida le había ido revelando con el paso del tiempo muchos de sus secretos, proporcionándole una fatigada sabiduría que no parecía en absoluto interesado en emplear ya más en su propio provecho.

Lo que sí estaba claro, era que aquella profunda división que había pronosticado comenzó muy pronto a concretarse, ya que frente al pequeño grupo de los dispuestos a aceptar a ojos cerrados la suprema autoridad de Don Diego, que le venía otorgada por el propio virrey, lo que era tanto como decir de los mismísimos Reyes de España y casi de Dios, iba tomando cuerpo un compacto bloque de disidentes que empezaba a plantearse la auténtica validez de semejante autoridad.

—Si éstas son en verdad las tierras del Gran Kan, los Reyes no tienen ningún derecho sobre ellas —argumentaba el timonel en buena lógica—. Y si no lo son, pertenecen a quienes se aposenten en ellas y las trabajen. Y ésos somos nosotros.

—Habrá oro, tierras y honores para todos cuando Colón regrese —puntualizaba el gobernador—. Él le entregará a cada cual lo que le corresponda.

—¿Y si vuelve con nuevas gentes que pretenden disputarnos lo que es nuestro?

—Nada es nuestro —fue la firme respuesta—. Todo pertenece de momento a la Corona, o en su defecto, a los nativos. Tan sólo cuando el almirante tenga a bien hacer las «reparticiones» tendremos derecho a considerarlo nuestro.

Pero muchos no estimaban justo que fuera el hombre que los había abandonado a su suerte en el último rincón del mundo el que tuviera que regresar a señalarles con qué pedazo de ese mundo podían quedarse, y ya eran varios los que, sin contar desde luego ni con el gobernador ni con los nativos, se habían adjudicado a sí mismos la mayor parte de las tierras, bosques, y ríos de las proximidades.

El Nuevo Mundo comenzó muy pronto a causar estragos entre los recién llegados.

Aquel paraíso, a buen seguro el más hermoso y plácido lugar que ningún español hubiera contemplado hasta el presente, ocultaba, sin embargo, infinidad de inimaginables peligros, y más allá de las azules y cristalinas aguas, los hermosos arrecifes de coral, la cortina de altivas palmeras de rumorosas copas y la espesa, verde y luminosa vegetación salpicada de orquídeas, monos y cacatúas, pululaban desconocidos enemigos, que venían a demostrar a los haitianos que en realidad los semidioses eran tan vulnerables o más que ellos mismos.

El primero en caer fue Sebastián Salvatierra, ya que una mañana hizo su aparición corriendo aterrorizado al tiempo que gritaba que una serpiente le había mordido, para aferrarse desesperadamente al palo mayor, vomitar por tres veces y derrumbarse entre terribles convulsiones cambiando de color hasta quedar de un tono entre grisáceo y morado para entregar su alma a Dios maldiciendo como un poseso endemoniado.

La terrible impresión dejó a todos sin aliento, dado que a pesar de múltiples calamidades sufridas durante el viaje ninguno de los hombres que zarparan de España había muerto hasta el presente, y aquél constituía sin duda un terrible precedente y un mal augurio de nuevas e incontables desgracias.

Como para concederles la razón a los más pesimistas, una semana más tarde, el ibicenco «Gavilán», un vigía con fama de vista de lince pero más aún de vagancia de oso, tuvo la mala ocurrencia de quedarse dormido bajo una especie de manzanillo de pequeños frutos verdes de rayas negras, sin percatarse de que sus rugosas hojas oscuras iban destilando un jugo blanco y pegajoso que le cubrió el pecho de rojizas ronchas que muy pronto comenzaron a llagarse y supurar haciéndole fallecer presa de altísimas fiebres que le obligaban a delirar llamando a gritos a un tal Miguel, que nadie logró nunca averiguar quién era.

Luego le tocó el turno al granadino Vargas.

Azotado y abandonado durante toda una larga semana al sol del trópico, su estado físico y su aspecto fueron durante un tiempo lamentables, aunque poco a poco comenzó a recuperarse, excepto por el detalle de unas pequeñas ampollas que se le habían formado en los pies y a las que en un principio no concedió excesiva importancia. Más tarde, y como si de una especie de molesta sarna se tratase, el mal se extendió por los tobillos y la pierna izquierda hasta el punto de impedirle casi andar.

Una tarde en que
Cienfuegos
estaba intentando ayudarle a dar unos pasos por el amplio patio central del «fuerte», Sinalinga reparó en las ampollas y no pudo por menos que lanzar una violenta exclamación de desagrado:

—¡«Niguas»! —señaló—. ¡Malo! ¡Muy malo!

Obligó al granadino a que se tumbara en el suelo, y con ayuda de una espina abrió por completo una de aquellas oscuras bolsas del tamaño de un garbanzo de la cual surgió de inmediato un chorro de un líquido espeso y viscoso y una especie de diminuta pulga que huyó dando saltos.

—¡«Nigua»…! —repitió señalándola, y luego, entremezclando palabras castellanas, términos de su propia lengua a los que ya el canario había logrado habituarse, e infinidad de gestos y aspavientos, consiguió darle a entender que la tal «nigua» era un bichejo odioso que se introducía bajo la piel dejando allí sus huevos que se multiplicaban por millares invadiendo y pudriendo la carne hasta llegar al hueso.

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