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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (12 page)

—¡Puerto importante! —se lamentaría poco después el converso a solas con
Cienfuegos
—. Estos salvajes han demostrado que jamás habían visto una embarcación mayor que sus tristes canoas, pero el Señor Almirante insiste en que a menos de doscientas leguas tiene que existir un puerto con palacios y templos de oro. ¡Está loco! —Cambió bruscamente el tono—. ¿Tienes uno de esos tabacos? Me ayuda a relajarme…

El isleño fue a buscar el único que le quedaba y lo compartieron amistosamente mientras observaban cómo la marinería izaba el velamen y levaba anclas para que las naves comenzaran a moverse lentamente sobre un mar en calma empujadas por un suave viento de Poniente.

Caía la tarde y sobre la superficie de las quietas aguas tan sólo destacaban algunas gaviotas y las triangulares aletas de una veintena de tiburones azulados que merodeaban en torno a las embarcaciones poniendo nerviosos a los hombres que se veían obligados a desplazarse por las jarcias en peligroso equilibrio sobre el vacío.

El contramaestre, al advertir la innegable repercusión que la presencia de los escualos tenía sobre la rapidez con que se llevaban a cabo las maniobras de a bordo, no tuvo mejor ocurrencia que tratar de ahuyentarlos arponeando al más próximo, lo que trajo como inmediata reacción que al verle sangrar varios de sus congéneres se lanzaran sobre el herido destrozándolo a dentelladas.

En cuestión de minutos un dantesco espectáculo tuvo lugar en torno a la
Santa María
, ya que de inmediato docenas y casi centenares de otros tiburones acudieron desde los cuatro puntos cardinales y, como si aquella simple ruptura del equilibrio natural hubiera sido el toque de arrebato para una cruel batalla, comenzaron a devorarse los unos a los otros con insaciable saña.

Fue una auténtica carnicería; una desesperada lucha sin cuartel en la que nadie parecía respetar a nadie, hasta el punto de que las aguas se enturbiaron tiñéndose de rojo, y no se advertían más que violentos coletazos, enormes mandíbulas de ensangrentados dientes y veloces cuerpos aerodinámicos que cruzaban como flechas bajo la quilla.

Los hombres saltaron de inmediato a cubierta, blancos como el papel y temblando de miedo, e incluso
Caragato
, el timonel, estuvo a punto de lanzar la nave contra un arrecife de coral incapaz por unos instantes de dominar sus nervios.

—¡Dios nos asista! —gritó alguien—. ¡Vámonos de aquí!

¡Vámonos de aquí!

Cuando al fin las velas consiguieron adueñarse del viento y la embarcación aceleró su andadura alejándose del lugar de la contienda, cien pares de ojos horrorizados permanecían clavados en el rojo punto en que las salvajes bestias continuaban agrediéndose desesperadamente, y pocos fueron los que esa noche consiguieron dormir sobre cualquiera de las tres carabelas, porque en el recuerdo de todos perduraba la impresión de la terrible escena, y en su ánimo la idea de lo que podría sucederle a un ser humano que tuviese la mala ocurrencia de caer en tales aguas.

El contramaestre fue castigado de inmediato con la pérdida de dos semanas de salario por su estúpida imprudencia, lo cual provocó que su ya notorio mal carácter se acentuase con lo que los pobres grumetes pagaron las consecuencias a la hora de sacar más brillo que nunca a las cubiertas.

El incidente de los tiburones y el hecho indiscutible de que —dijera lo que dijera el almirante— ni el Cipango ni Catay con sus Fuentes del Oro estaban cerca, contribuyó a crear un visible clima de malestar entre los tripulantes, que de nuevo comenzaron a murmurar en los sollados de proa.

Un calor pegajoso y denso, unido a continuos chubascos que en lugar de refrescar el ambiente aumentaban de forma notable la molesta humedad, exacerbaron aún más los ánimos, hasta el punto de que por primera vez tuvo lugar una auténtica pelea en el sollado, cuyos protagonistas, el
Caragato
y un violento aragonés ex presidiario, a punto estuvieron de abrirse las tripas con inmensas navajas, y si no lo hicieron fue porque el contramaestre, única autoridad de a bordo, testigo del incidente, impuso una vez más su peculiar sentido de la justicia obligándoles a despojarse de las camisas y propinarse alternativamente latigazos en la espalda hasta que uno de ellos solicitara clemencia.

Era tal sin embargo la inquina y la ira que les iba invadiendo a medida que sufrían los golpes, que el canario llegó a temer que acabaran matándose, por lo que agradeció en el alma la oportuna aparición de «maese» Juan de la Cosa, quien puso fin al feroz espectáculo lanzando los rebenques por la borda y amonestando duramente al malhumorado vasco.

Los días siguientes transcurrieron en un monótono vagabundear por las costas de Cuba en una inútil búsqueda de ciudades, o de la mítica Isla de Babeque en la que, según los indígenas que llevaban a bordo: Existía tanto oro que se recogía en las playas como si fueran conchas y fue durante ese ir y venir sin rumbo fijo, cuando
La Pinta
, al mando de Martín Alonso Pinzón, se perdió un atardecer en el horizonte sin que a pesar de las desesperadas señales que se le hicieron, o las luces que se dejaron toda la noche encendidas, volviera a hacer su aparición.

A la mañana siguiente resultó evidente que la pequeña carabela no había sabido encontrar el camino de regreso, y aunque la estuvieron aguardando hasta el oscurecer e incluso salieron en su busca, no volvió a dar síntomas de vida.

El almirante, siempre desconfiando de cuantos le rodeaban, acusó de inmediato a Martín Alonso Pinzón de haber desertado para apoderarse de los tesoros de Babeque, y durante un cierto tiempo pareció dudar entre salir en su persecución y disputarle el oro, o continuar con su primera idea de alcanzar las tierras del Gran Kan.

Cinco días más tarde alcanzaron el extremo sur de Cuba, desde donde consiguieron avistar la silueta de una nueva tierra, alta y escarpada, que según el almirante tenía todos los visos de pertenecer también al continente en que deberían asentarse la India y el Catay.

Tras toda una noche de agitada navegación empujados por un viento propicio aunque zarandeados por un agitado mar de leva, anclaron al amanecer en una abrigada rada rodeada de altas montañas cubiertas de suave hierba, estilizados árboles y abundantes matojos, en lo que constituía un tranquilo paraje que, por primera vez desde que zarparon de La Gomera, se les antojó auténticamente familiar.

Don Cristóbal Colón fue de la opinión que era aquél el más hermoso lugar que hubiera visto nunca, y que por su semejanza con algunas regiones de la península Ibérica bien merecía el nombre de La Española, despreciando el de Haití con que la conocían los indígenas y que en su idioma venía a significar: «Tierra de Montañas».

Los haitianos —fuertes, hermosos y que igualmente recordaban a los primitivos guanches de las Canarias por sus rasgos y el color de la piel— continuaban formando parte de la familia de los araucos o azawan, en contraposición con los feroces caribes o caníbales con los que los españoles aún no habían mantenido afortunadamente el más mínimo contacto pese a que recibían continuas noticias de ellos y de sus frecuentes razzias en busca de esclavos o carne humana.

Tan amables y hospitalarios como los habitantes de Cuba o Guanahaní, acudieron de inmediato a recibirles descendiendo de un amplio poblado que se extendía casi en las faldas de la montaña, y pese a que anduvieran también desnudos, sus cuerpos aparecían pintarrajeados con múltiples colores lo que les proporcionaba un curioso aspecto que invitaba a imaginar que se encaminaban a una alegre fiesta de carnaval.

También se encontraba muy arraigada entre ellos la pintoresca costumbre de fumar, cosa que alegró tanto a
Cienfuegos
como a Luis de Torres, a pesar de que apenas el primero hubo dado un par de chupadas a uno de los enormes cigarros que el cacique les regalara, comentó convencido:

—Me gusta más el tabaco de Cuba.

—Pues éste no está mal —replicó el converso meditabundo—. Más suave, pero de mejor aroma. Quizás el problema estribe en que lo aprietan demasiado.

—O que aún está algo verde.

—Es otro tipo de hoja.

—Yo creo que se debe más bien a la forma de elaborarlo.

—Tal vez sería un buen negocio llevarse a España alguna de estas matas, cultivarlas y acostumbrar a la gente a fumar —comentó meditabundo Luis de Torres.

—¿Pagando? —se sorprendió el cabrero—. ¡Qué bobada! ¿Quién sería tan estúpido como para gastarse el dinero en algo a lo que va a prenderle fuego?

—¡Yo mismo! —fue la sincera respuesta—. Ayer, sin ir más lejos, hubiera sido capaz de dar cualquier cosa por uno de estos tabacos… Me encontraba nervioso —dudó—. ¡Me hacía falta!

—Los indígenas aseguran que cuando te acostumbras ya no puedes dejarlo. Que es un vicio como entre algunos marineros la bebida. ¿Usted lo cree?

—En absoluto. Les ocurre porque son gentes primitivas y sin cultura. Ningún civilizado se enviciaría realmente con esto.

En los postreros días de su vida, cuando, con un grueso cigarro siempre entre los dientes, el canario
Cienfuegos
solía sentarse en el porche de su casa a pasar revista a los acontecimientos que habían marcado su existencia y recordar a cuantos personajes curiosos había conocido, y hasta a qué punto habían influido en su destino, sonreía a menudo para sus adentros evocando aquella absurda charla con el converso Luis de Torres, y cuán equivocado se encontraba el día que aseguró que ningún ser civilizado se enviciaría jamás con el tabaco.

—Podríamos habernos hecho ricos… —musitaba en voz muy baja agitando incrédulo la cabeza—. ¡Inmensamente ricos!

Pero aquella otra mañana de principios de diciembre se limitaron a continuar sentados sobre una roca fumando apaciblemente, mientras observaban cómo el almirante se esforzaba una vez más por entenderse sin ayuda de nadie con toda una pléyade de indios pintados de rojo, negro o verde, en un vano intento de averiguar dónde nacían «Las Fuentes del Oro», o detrás de cuál de aquellas altivas montañas se ocultaba el palacio del poderoso emperador de los hombres amarillos.

La Pinta
de Martín Alonso Pinzón continuaba sin hacer su aparición y Colón comenzaba a inquietarse temiendo que el español hubiera decidido emprender el regreso a España para apuntarse los méritos del descubrimiento, sobre todo si —como empezaba a sospechar— había tenido la suerte de encontrar en su camino aquella fabulosa isla de Babeque que le habría permitido atiborrar de oro sus bodegas.

Entre un andaluz que llegaba nadando en oro; y un genovés que arribaría mucho más tarde sin otra fortuna que algunos salvajes y animales exóticos, no cabía duda alguna de que las simpatías de reyes y banqueros se inclinarían de inmediato por el primero, arrebatándole al segundo toda la gloria a que creía en buena lógica tener derecho en exclusiva.

Una sorda ira y un hondo rencor iban anidando por tanto día tras día en el ánimo del almirante que, encerrado en su camareta, se obsesionaba durante horas ante la disyuntiva de continuar su fatigosa aventura en pos de lo que en realidad venía buscando: la corte del Gran Kan, o emprender un acelerado viaje de retorno a Sevilla, a notificarle a Isabel y Fernando que al fin había conseguido alcanzar las puertas mismas del Cipango.

¿Pero eran aquellas islas de gentes desnudas esa puerta?

En honor a la verdad se debe reconocer que el almirante jamás se planteó la posibilidad de estar equivocado, y por su mente nunca cruzó la idea de haber errado en sus cálculos puesto que confiaba ciegamente en su capacidad como marino.

El estaba exactamente donde tenía que estar: a unos veintitantos grados de latitud Norte y al otro lado del «Océano Tenebroso», y si el Cipango o Catay no se encontraba aún ante su proa, se debía evidentemente a su incapacidad de comunicarse con los nativos, y nunca a un fallo en su arte de navegar.

Era cuestión de días, tal vez semanas, poder entregarle al Gran Kan las cartas que los reyes de España le enviaban, pero por desgracia el sucio Martín Alonso Pinzón le estaba robando su tiempo, y el simple hecho de imaginarle navegando rumbo a Levante le impedía conciliar el sueño.

—¡Traidores! —se repetía una y otra vez casi mordiendo las palabras—. ¡Todos traidores!

La noche estaba en calma.

El mar, como un espejo.

Existían dos lunas al reflejarse la auténtica en aquellas mansas aguas, y una brisa muy suave empujaba las naves transportando desde la orilla un denso olor a flores, papayas, mangos, guayabas y tierra húmeda y caliente.

Jamás existió una noche tan perfecta.

El Niño-Dios había nacido.

Los hombres habían pasado el día celebrándolo, y con el anuncio de las primeras sombras un viento favorable que era casi un suspiro que abultaba apenas los vientres de las velas invitó al almirante a ponerse en camino rumbo al Este, abandonando la tranquila bahía en que habían conmemorado tan señalada fecha en compañía de más de un centenar de hospitalarios indígenas.

La marinería estaba cansada.

Había bebido en exceso, y tras un largo día de fuerte sol, mar, mujeres y unos gruesos tabacos a los que la mayoría aún no había conseguido acostumbrarse, muchos optaron por dejarse caer sobre las literas o en la misma cubierta para roncar sonoramente en cuanto las proas enfilaron la bocana y comenzaron a navegar sin ni tan siquiera un leve balanceo por aquellas tibias y cristalinas aguas que se dirían de seda.

Acodado en la borda,
Cienfuegos
fumaba en silencio disfrutando de la magia del hermoso momento, ya que su natural fortaleza, el hecho de no beber alcohol, y el estar más habituado a los efectos del tabaco, hacía que se encontrase en bastante mejor estado que la mayoría de sus compañeros, lo que le permitía concentrarse en el recuerdo de la maravillosa mujer que continuaba ocupando todos sus pensamientos y con la que quizá muy pronto conseguiría reunirse nuevamente.

¡Regresaban a Sevilla!

Oficialmente Colón aún no había dado la orden, pero corría el rumor de que Juan de la Cosa empezaba a preparar la nave —«su» nave— para la larga y tal vez difícil travesía del Océano.

El almirante aún pretendía explorar un poco más las costas de «La Española» en un desesperado intento por encontrar oro y a la espera de un posible regreso de
La Pinta
, pero era ya cosa sabida que con los primeros días del nuevo año pondrían definitivamente rumbo al Este, de regreso a España.

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