Read Cienfuegos Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (11 page)

—¡Huye, te digo! ¿Es que no lo comprendes? Escóndete en lo más profundo de la selva y no regreses hasta que nos hayamos ido. No quiero verte esclava. Sé que no lo resistirías.

¿Cómo explicárselo? ¿Cómo hacerle entender a aquel sencillo espíritu sin malicia, que el almirante de la mar océana había ordenado capturar tres cabezas de mujer joven para exponerlas a la curiosidad del populacho de las ciudades de España?

La sola idea de imaginar a la dulce y apasionada
Alborada
exhibida como oso de feria, mujer-barbuda o tragafuegos le hacía daño en el alma, porque conociéndola como la conocía sabía perfectamente que muy pronto moriría de desesperación y pena, ya que era una criatura que había nacido para ser tan libre como los rojos colibríes de la espesura.

¿Pero cómo hacerle entender el peligro que corría?

¿Cómo explicarle por señas y medias palabras, a una chiquilla que había nacido y se había criado rodeada de seres tan infantiles como ella en un lugar como Guanahaní, que existían hombres capaces de someter a los demás a sus caprichos sin más justificación que sus intereses y egoísmos?

Durante todo un largo día perdió el tiempo intentando darle a entender que debía marcharse, hasta que al fin, convencido de que hiciese lo que hiciese volvería una y otra vez a buscarle e incluso la creía muy capaz de llegar nadando hasta la nave, tomó una cruel decisión, y armado de una larga cuerda y un enorme cuchillo, la condujo a un escondido rincón de la espesura y tras hacerle el amor hasta casi el agotamiento, la aferró por sorpresa atándola a un árbol tras ligarle fuertemente las muñecas.

En un principio la infeliz criatura se echó a reír imaginando que se trataba de un nuevo juego amoroso, pero al advertir cómo el canario comenzaba a amontonar leña con la manifiesta intención de encender una gran hoguera su expresión cambió paulatinamente para dar paso a una palidez de muerte que mostraba a las claras el terror que le estaba invadiendo.

Con toda parsimonia, y esforzándose por contener la risa,
Cienfuegos
comenzó a afilar ostensiblemente su largo cuchillo con ayuda de una piedra, al tiempo que dirigía a su víctima hambrientas miradas, relamiéndose descaradamente ante el innegable banquete que al parecer le estaba aguardando.

Presa del pánico la infeliz
Alborada
no pudo evitar orinarse encima sonoramente, lo cual a punto estuvo de quebrar la entereza de su verdugo, pero consciente de que lo hacía por su bien y más valía un susto que toda una vida de esclavitud, el isleño de los cabellos rojizos continuó con su macabra tarea aproximándose a ella para palparle las nalgas y los pechos como si estuviese calibrando, qué parte de aquel espléndido cuerpo joven y macizo, devoraría en primer lugar.

Por último, y tras calcular cuánto podría tardar la desfallecida muchacha en librarse por sí sola de sus ligaduras, el canario fingió haber olvidado algo muy importante a bordo, y haciéndole significativos gestos de que pronto regresaría a degollarla y llenarse la tripa con su corazón y sus hermosos senos, le dirigió una última mirada de cariño para regresar apresuradamente a la
Marigalante
.

Al amanecer del día siguiente siete cabezas de macho y tres de hembra, entre las que no se encontraba lógicamente la de
Alborada
, fueron conducidas a bordo para que las carabelas zarparan de inmediato rumbo al Oeste.

Durante los meses que siguieron, los habitantes de Guanahaní se dedicaron a llorar desconsoladamente a los seres queridos, imaginando que probablemente habían sido devorados a bordo, tras lo cual llegaron a la dolorosa conclusión de que aunque no tuvieran rabo, aquellos amables «hombres de lejos» no eran en realidad mejores que los caribes o caníbales de otras islas, lo que les enseñó a no volver a recibirlos sonrientes y con los brazos abiertos.

Una nueva tierra, grande, montañosa, verde y lujuriante, que podría tratarse muy bien de un continente apareció al fin ante la proa.

Los indígenas que venían a bordo, y algunos otros que encontraron por el camino en islas menores, no dudaron en admitir —tal como el almirante deseaba— que aquél era sin duda el reino de Cuba-y-Can, o del Gran Kan, en el que se encontraban «Las fuentes de las que nace el oro», dándole nombre así a la que más tarde sería «Perla del Caribe», y sumando un nuevo error al incontable rosario de ellos que conformarían a la larga aquel confuso viaje que perduraría con letras de oro en la historia de los hombres.

Pero la más lamentable de todas aquellas equivocaciones pudo ser, de cara al futuro, la inexplicable decisión que Colón tomó de desviar por primera vez su rumbo al Sudoeste en el preciso momento en que se encontraba en un punto equidistante entre las costas de Cuba y la península de La Florida.

De haber seguido como siempre hacia el Oeste lo más probable es que la flota hubiese ido a topar directamente con el enclave que ocupa actualmente la ciudad de Miami, con lo que resulta muy plausible que en ese caso los españoles se hubieran asentado definitivamente en lo que son hoy los Estados Unidos procediendo a su inmediata colonización en lugar de permitir que fueran los ingleses los que acometieran tal empresa un siglo más tarde.

Pero debido a un simple capricho del almirante, fue en la costa norte de Cuba donde al fin desembarcaron y donde el intérprete Luis de Torres recibió órdenes de adentrarse en la selva en busca de noticias del Gran Kan y «Las fuentes del oro».

Como acompañante le proporcionó a un tal Rodrigo de Jerez, un hombrecillo vivaracho y parlanchín con fama de astuto, pero el converso, que abrigaba serias dudas sobre su propia capacidad de comunicarse con los nativos, optó por llamar aparte al isleño rogándole que se brindara voluntariamente a unirse al grupo.

—El almirante no me lo permitirá —fue la sincera respuesta—. Me tiene ojeriza porque asegura que lo tergiverso todo.

—No tiene por qué enterarse —replicó el otro ladinamente—. Bastantes problemas tiene como para reparar en un grumete. Cuando nos vayamos dejas pasar un rato, y nos sigues sin que nadie lo advierta. Te estaremos esperando…

Fue así como el gomero
Cienfuegos
, también conocido por
El Guanche
se inició en un vicio que habría de acompañarle hasta la tumba, ya que a la caída de la tarde y cuando las rápidas sombras del trópico amenazaban con impedirles continuar avanzando, el trío alcanzó las lindes de un minúsculo poblacho de no más de quince chozas de techo de palma, en la que unos indios muy semejantes a los de Guanahaní les recibieron con amplias muestras de afecto pasado el primer momento de asombro ante la desconcertante indumentaria de los recién llegados.

Les ofrecieron de comer asando sobre las brasas una especie de enorme lagarto de repugnante aspecto pero sabrosa carne al que llamaban iguana, para tomar luego asiento ceremoniosamente en torno a un fuego del que el más anciano apartó con sumo cuidado una tea encendida.

Una mujerona inmensa repartió entonces entre los presentes una especie de gruesos rollos de una hierba de color castaño, y tras el anciano todos fueron aplicando el carbón a uno de sus extremos mientras aspiraban profundamente por el otro.

Los españoles les observaban asombrados.

—¿Qué coño están haciendo? —inquirió horrorizado Rodrigo de Jerez—. ¡Se van a abrasar los pulmones!

Al poco los indígenas expulsaron el humo con manifiesta satisfacción, y pronto un extraño olor, entre agrio y dulzón, denso y desconocido, se extendió por el poblado.

—Debe ser para espantar los mosquitos —aventuró el canario—. Nunca los vi tan grandes.

—O para matarse los piojos —insinuó el converso—. ¡Mira cómo se fumigan los unos a los otros!

—¡Magia! —sentenció el jerezano.

La mujer, cuya ancha sonrisa mostraba sin recato su penuria de dientes, entregó al poco a los tres españoles sendos canutos de hierba que éstos aceptaron con innegable aprensión.

—«Ta-ba-co», —señaló la mujer golpeándoles alternativamente el pecho con el dedo—. Tabaco.

—Tabaco… —repitió Rodrigo de Jerez haciendo girar entre los dedos aquel extraño envoltorio de hojarasca—. ¿Qué diablos querrá decir con eso?

—Probablemente pretenden que también echemos humo —aventuró Luis de Torres—. Parece ser que esto de fumigarse mutuamente es aquí señal de aprecio.

—¡Ni que fuéramos jamones! —protestó el jerezano—. Yo me niego.

Cienfuegos
había aceptado gustosamente sin embargo la tea encendida que uno de los nativos le ofrecía, y tras dudar unos instantes la aplicó al extremo del canuto y sopló con fuerza.

Las chispas cayeron en cascada sobre Rodrigo de Jerez que dio un violento salto sacudiéndose las ropas.

—¡La madre que te parió! —exclamó furibundo—. ¡Mira qué eres bruto, carajo!

—¡Perdona! —se disculpó el pelirrojo—. No es tan sencillo como parece.

Lo intentó de nuevo aspirando ahora profundamente, y de inmediato cayó de golpe hacia atrás tosiendo con tanta desesperación que se diría que se encontraba a punto de ahogarse.

—¡Dios bendito! —exclamó el intérprete real fuera de sí—. ¿Qué te han hecho estos salvajes? ¿Te han envenenado?

Los indígenas por su parte habían estallado en divertidas carcajadas, y un par de ellos acudieron a ayudar a erguirse al muchacho al tiempo que le palmoteaban la espalda.

Congestionado y con lágrimas en los ojos, el gomero aún tosió largo rato aunque sin abandonar por ello el tabaco que al fin observó con profundo detenimiento.

—¡Qué cosa tan rara! —dijo al fin—. Pero resulta divertido.

—¿Divertido? —se asombró el de Jerez—. ¡Casi te mueres!

—Debe ser cuestión de acostumbrarse —fue la respuesta del isleño al tiempo que volvía a intentarlo con más cuidado—. ¡Me gusta! —admitió al fin tras inclinar levemente la cabeza—. ¡Ya lo creo que me gusta! ¡Pruébalo!

—¡Quítame eso de delante! —protestó vivamente el jerezano—. ¿Crees que estoy loco? Esas magias están bien para ti, que eres tan salvaje como ellos.

Tal vez los indios opinaron también que el muchacho «era tan salvaje como ellos», o tal vez el simple hecho de advertir que les imitaba en una costumbre tan arraigada entre los de su raza, les invitó a sentirse más inclinados hacia él, puesto que de inmediato se apresuraron a demostrarle sus preferencias, dejando un tanto de lado a sus acompañantes que aún continuaban con los apagados cigarros en la mano.

Cienfuegos
, que no cesaba de echarle humo a la cara al que parecía más importante de entre los nativos, se volvió al converso y comentó alegremente:

—Me parece, señor, que si pretende hacer amistad con estas buenas gentes para que nos conduzcan hasta donde se encuentran el oro y el Gran Kan, no le va a quedar más remedio que ahumarse un poco.

—Me da la impresión de que éstos saben tanto de oro y del Gran Kan, como yo de la «Fuente de la Eterna Juventud» —fue la agria respuesta del converso.

El gomero, que empezaba a sentir una leve y agradable somnolencia, sonrió divertido.

—Puede que en verdad no sepan nada —admitió—. Pero me caen muy bien, y esto del «ta-ba-co» o comoquiera que se llame es estupendo. —Hizo un significativo gesto hacia una choza cercana—. Y con su permiso me voy a ahumar un poco a aquella jovencita que hace rato que no me quita ojo.

Se puso pesadamente en pie para desaparecer al poco en las tinieblas en compañía de una linda nativa de larguísima melena, seguido por la complacida sonrisa del resto de los indios y el desconcierto de sus compañeros de fatigas que al fin, y tras intercambiar una larga mirada de resignación, estudiaron de nuevo sus cigarros.

—Me parece que no nos va a quedar más remedio que intentarlo —señaló Luis de Torres.

—Eso veo —admitió el otro—. Aunque tengo la impresión de que esto no puede ser bueno para la salud.

A la mañana siguiente les estallaba la cabeza y experimentaban un amargo sabor de boca con la lengua gruesa y pastosa, como de corcho, pese a lo cual
Cienfuegos
y el converso aceptaron de inmediato un segundo cigarro, mientras Rodrigo de Jerez, que se había pasado la noche vomitando, juró que jamás volvería a fumar aunque le fuese en ello la vida.

Decidieron quedarse dos días más con aquellos amables y simpáticos nativos que se ofrecieron a mostrarles las increíbles bellezas de su tierra, conduciéndoles entre risas y bromas por hermosos campos cultivados, verdes colinas, tranquilos ríos, altivas montañas y diminutos poblados de gentes igualmente pacíficas y afectuosas, sin que a todo lo largo de tan encantador recorrido turístico descubriesen rastro alguno de las «Fuentes del oro», y muchísimo menos, desde luego, del poderoso Cuba-y-Kan y sus inmensos palacios.

—El almirante puede cantar misa… —sentenció el canario durante uno de los continuos altos que solían hacer para tomar un corto refrigerio o fumigarse alegremente con notorio entusiasmo—. Pero a mí me da la impresión de que, siguiendo por estos caminos, antes llegamos a Sevilla que al Cipango.

—¡Yo opino lo mismo! —se apresuró a señalar el jerezano—. ¡Y deja de echarme el humo a la cara! ¡Me da náuseas!

—¡Disculpa! —fue la irónica respuesta—. ¡Qué delicado te has vuelto!

—¡Ni delicado, ni mierda! ¡Esa porquería apesta! Y te repito que no puede ser buena para la salud.

—¡Ya está bien! —intervino Luis de Torres conciliador—. No vamos a pelearnos por culpa del tabaco… Estoy de acuerdo con el hecho de que por aquí no vamos a ninguna parte y lo mejor que podemos hacer es regresar y hacerle comprender al almirante que esto no es más que una isla grande…

—Se va a enfadar porque jura que estamos ya en un continente y detesta que le demuestren que se equivoca.

—Pues que se enfade si quiere, pero los nativos aseguran que al otro lado de aquellas montañas se encuentra el mar y que más allá hay tierras muy altas de donde llega el oro.

—¡Sí! —se lamentó el jerezano—. Todos aseguran siempre que el oro viene de más lejos. ¿Pero cómo de lejos?

Esa fue, casi exactamente, la pregunta del almirante don Cristóbal Colón cuando Luis de Torres le puso al corriente de cuanto creía haber conseguido averiguar en el interior de Cuba.

—¿Cómo de lejos?

—Lo ignoro, Excelencia. Y dudo que alguien lo sepa.

—Me habéis decepcionado, Torres… —fue la agria respuesta—. Confié ciegamente en vuestra capacidad como intérprete y habéis demostrado una sorprendente ineficacia. Nos encontramos en tierra firme; el Cipango, Catay o la India tienen que estar a menos de doscientas leguas de distancia, pero no habéis conseguido que nadie os señale el rumbo exacto. Tendré que ingeniármelas solo. ¡Como siempre! —Se volvió con gesto altivo a Juan de la Cosa que había asistido, visiblemente incómodo, a la entrevista—. ¡Levamos anclas! —señaló—. Navegaremos hacia el Este, a la vista de la costa, hasta que encontremos un puerto importante.

Other books

Bind by Sierra Cartwright
Summer's Passing by Mixter, Randy
Maelstrom by Jordan L. Hawk
Show Horse by Bonnie Bryant
Heir Apparent by Vivian Vande Velde
Exclusive by Fern Michaels
Sabine by A.P.
Congo by David Van Reybrouck


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024