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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (15 page)

—¡Disciplina! —fue su norma—. Trabajo y disciplina.

Comenzó por tanto a cometer errores, y quizás el más grave de entre todos ellos fue el de abrigar el convencimiento de que si no quería dejarse arrebatar aquel dulce poder que el amante de su prima le había otorgado tan caprichosamente, lo primero que tenía que hacer era ejercerlo para imbuir en el ánimo de todos la absurda idea de que sin él no era concebible abrigar esperanza alguna de supervivencia.

—Planta el palo mayor de la
Marigalante
en el centro del patio —le ordenó a su lugarteniente, Pedro Gutiérrez—. Y advierte a todos que quien desobedezca permanecerá una semana atado a él tras recibir veinte latigazos. Y al que reincida, lo ahorco.

Al obtuso repostero real, que jamás había hecho otra cosa que asentir a cuanto un superior insinuase, ni siquiera se le cruzó por el reblandecido cerebro la más mínima duda de que aquélla fuese la mejor forma de tratar a unos hombres que aún no habían salido del profundo estupor que significaba acostumbrarse al hecho de que los habían abandonado a su suerte, y cuanto hizo por tanto fue actuar como desafinada caja de resonancia, desmesurando, con broncas voces e intempestivas amenazas, la inoportuna orden.

Dos días más tarde, y cuando un estrábico granadino apellidado Vargas, acudió a hacerles notar que se había quedado voluntariamente en la isla, no para ejercer funciones de soldado o constructor de fortalezas, sino con la pacífica intención de levantar una casa y cultivar unos campos como hombre libre y sin obligaciones militares, la respuesta inmediata fueron los ya citados latigazos y una semana abrasándose al sol.

Los nativos no salían de su asombro.

De pronto descubrían que aquellos extraños «semidioses» de absurda vestimenta a los que con tanta simpatía habían acogido y con quienes habían disfrutado de una especie de maravillosa y divertida luna de miel hecha de fiestas y regalos, podían comportarse de una forma cruel y despiadada, actuando como si de la noche a la mañana se hubieran convertido en sus peores enemigos.

El «fuerte» alzaba sus hostiles muros de cara a sus humildes chozas, y a las anchas sonrisas y la eterna bienvenida a bordo sucedían ahora miradas de recelo y agrias palabras, como si los extranjeros no fueran capaces de advertir que ellos siempre habían carecido de armas, pertenecían a la tribu más pacífica del mundo, y nada tuvieron nunca en común con aquellos temidos caribes o caníbales que de tanto en tanto acudían a robar mujeres o a devorar a sus hijos.

¿Cómo era posible que un hombre azotase brutalmente a otro por un simple intercambio de palabras?

¿Cómo podían permitir que un ser humano se consumiese bajo un sol de fuego mientras las moscas se cebaban en su sangre y el pus de sus heridas?

¿Actuaban siempre así los extranjeros dueños del trueno y de los mil objetos portentosos?

Ellos, que habían llorado al asistir al desastre de la gran casa flotante, y que se habían ofrecido de todo corazón para ayudar en cuanto estaba en su mano a los infelices náufragos, se sorprendían ahora al observar cómo la sincera amistad de los primeros días parecía ir dejando paso a una latente animadversión, que comenzaba extrañamente en la propia relación entre los mismos semidioses.

Cienfuegos
, observaba.

Infantil e inocente aun en lo más profundo de su ser, los vertiginosos y desagradables acontecimientos que se habían ido desarrollando ante sus ojos en los últimos tiempos comenzaban poco a poco a carcomer su ánimo, obligándole a hacerse hombre a toda prisa incluso en contra de sus más íntimos deseos.

Echaba de menos a Luis de Torres.

El astuto intérprete y el afable Juan de la Cosa habían llegado a convertirse con el paso del tiempo en sus mejores amigos y se sentía como huérfano y sin protección desde el instante en que se despidiera de ambos en la playa.

—¡Cuídate! —suplicó el converso—. Yo volveré a por ti.

—No se preocupe —replicó el gomero agradecido—. Ya ha hecho bastante por mí. —Se interrumpió un instante—. Pero necesito un último favor.

—¿Qué le comunique a tu amada dónde estás? —sonrió el otro comprensivo—. No te inquietes: tenía pensado hacerlo. —Le colocó afectuosamente la mano sobre el hombro—. Pero a cambio quiero que me prometas algo.

—Lo que usted diga.

—Para cuando vuelva tienes que saber leer y escribir correctamente. He hablado con «maese» Benito de Toledo, el maestro armero, y está dispuesto a ayudarte.

—Cuente con ello.

Cienfuegos
no era de los que hacían falsas promesas y por ello cada anochecer, en cuanto concluía el trabajo diario y no le correspondía turno de guardia, se encaminaba al chamizo en que el obeso toledano había establecido la armería y se aplicaba durante una larga hora a dibujar letras sacando mucho la lengua, o a tratar de descifrar un manoseado libro que el otro accedía a prestarle siempre que lo leyera sobre la mesa, y sin tocarlo, hasta el punto de que cuando el canario concluía una página tenía que llamarle para que le pasara cuidadosamente la hoja.

«Maese» Benito era un tipo pintoresco y bondadoso aunque algo maniático, y formaba parte del grupo de los que habían optado por quedarse en el «Nuevo Mundo» convencidos de que el antiguo ya nada tenía que ofrecer. Misógino e introvertido, se decía que había asesinado a su mujer en el transcurso de una discusión religiosa, aunque otras versiones aseguraban que en realidad su esposa, una atractiva muchacha judía, había preferido compartir el exilio con los de su raza, a convertirse al cristianismo para poder continuar a su lado.

Cienfuegos
sospechaba que al menos cinco de los miembros de la tripulación que habían decidido desembarcar por propia voluntad, eran en realidad judíos o ladinos que fingían haber abrazado una fe que no sentían, y que abrigaban la esperanza de que a este lado del océano las imposiciones de los Reyes y la Iglesia no fuesen tan estrictas.

Luis de Torres le había hablado a menudo del dantesco y bochornoso espectáculo que constituyeron en su día las caravanas de judíos, que por culpa de una ley injusta y racista se habían visto obligados a abandonar sus hogares y la patria de sus antepasados en una masiva emigración hacia las costas del norte de Africa, expulsados por el fanatismo de unos reyes que abrigaban el absurdo convencimiento de que únicamente quien creyera ciegamente en Cristo podía engrandecer a su patria.

Nadie se atrevió a advertir a los todopoderosos soberanos que con aquel cruel y estúpido acto de barbarie condenaban a su país a un negro e interminable período de estancamiento, ya que los judíos habían detentado, por tradición, la mayoría de los oficios directamente relacionados con la ciencia y la cultura.

Obsesionados por los efectos de una larguísima contienda para liberar a la Península del dominio musulmán, los cristianos se habían concentrado preferentemente en la práctica de las artes marciales, relegando a un lado las humanísticas, y ahora, cuando ya el último bastión árabe había caído, en lugar de volver los ojos hacia quienes podían transformar una sociedad eminentemente guerrera en otra más pacífica y evolucionada, los expulsaban.

Mal aconsejados, y cegados sin duda por su reconocida soberbia, Doña Isabel y Don Fernando no habían sabido calcular los demoledores efectos de tan insensata orden, menospreciando a todas luces la firmeza de las creencias de todo un pueblo, hasta el punto de que, cuando al fin comprendieron la magnitud del daño que estaban causando, no demostraron poseer el coraje suficiente como para enmendar su gigantesco error.

La estructura de toda una sociedad se vino por tanto súbitamente abajo, puesto que de pronto desapareció un altísimo porcentaje de sus intelectuales, arquitectos, médicos, científicos y artesanos más cualificados, a la par que un gran número de familias se destruían al impedirse que seres de distintas creencias pudieran compartir un mismo techo.

Si había sido ese el caso de «maese» Benito de Toledo, o si por el contrario se trataba de un simple crimen pasional, el canario jamás conseguiría averiguarlo, pero lo cierto fue que con el transcurso del tiempo aprendió a tomarle un especial afecto al gordinflón toledano, por más que nunca llegara a ocupar el puesto del converso Luis de Torres.

El maestro armero, crítico observador desde su mesa de trabajo de todo cuanto sucedía en el «fuerte», no tardó tampoco en pronosticar que un sinfín de irremediables desgracias se cernían sobre las obtusas cabezas de la diminuta comunidad, lamentando profundamente el hecho de que los seres humanos fueran tan proclives a llevar consigo sus peores instintos y sus más feas costumbres por lejos que pudieran trasladarse.

—Estamos aquí —dijo una noche en que una lluvia caliente y torrencial se desplomaba a chorros sobre la bahía impidiendo poner un pie fuera del tosco chamizo— en otro país y otro clima, rodeados de plantas, animales y hombres diferentes, y en lugar de aprovechar la maravillosa oportunidad que se nos brinda de construir un mundo nuevo y más perfecto, nos limitamos a importar antiguos vicios, esforzándonos por crear una pésima caricatura de nuestra más decadente sociedad.

—No puedo entender de qué me habla —replicó convencido el cabrero—. Yo siempre viví solo.

—¡Dichoso tú, y maldito el día en que decidiste abandonar tu soledad! —fue la respuesta—. Porque de todas las desgracias que pueden ocurrirle a un hombre, el noventa por ciento le suelen acontecer por culpa de otros hombres… —sonrió apenas—, o de una mujer.

Una de estas mujeres había hecho una vez más su aparición en la vida del joven
Cienfuegos
, cuyo destino parecía marcado por la innegable atracción que, sin proponérselo, ejercía sobre la mayoría de ellas, ya que desde el momento en que la pequeña Sinalinga le descubrió cortando un grueso tronco de roble con el torso desnudo, jadeante y sudoroso, no cejó ni un instante hasta acabar compartiendo con él una ancha hamaca.

Fue ésta en principio una aventura en cierto modo frustrada, ya que pese a que el cabrero había admirado desde su llegada a Guanahaní la aparente comodidad de las extrañas redes en las que los nativos acostumbraban a dormir a salvo de la humedad y el ataque de hormigas, alacranes o escorpiones, jamás se había decidido a utilizarlas, y mucho menos aún en compañía de una mujer.

Hacer por tanto el amor sobre una de ellas se le antojó empresa más propia de funambulistas que de seres normales, y las tres primeras intentonas concluyeron dando con sus huesos en tierra, lo que trajo aparejado de inmediato la falta de concentración en el acto y la consiguiente decepción por parte de la ardiente nativa.

Era ésta una mujer de corta estatura pero rotundas formas, cintura estrecha, magníficas caderas y un firme trasero que causaba la admiración y provocaba los silbidos de la marinería, pero era al propio tiempo una mujer que sabía muy bien lo que buscaba, puesto que al advertir que la aventura de la hamaca no daba el resultado apetecido, se apresuró a aferrar al muchacho por las muñecas arrastrándolo al suelo y llevando a feliz término su primitivo propósito hasta el punto de que al día siguiente el orondo Benito de Toledo no pudo por menos que asombrarse ante el demacrado aspecto y las notorias dificultades con que su único alumno parecía moverse.

—¿Qué te ocurre? —inquirió preocupado.

—Nada. ¿Por qué?

—Tienes un aspecto horrible. ¿Estás enfermo?

—Me caí de un «chinchorro» —fue la extraña respuesta—. Y lo peor no estuvo en la caída, sino en lo que me esperaba abajo. A poco más no me levanto nunca.

—¿La indiecita?

—La indiecita es como toda una tribu hambrienta, y a veces me pregunto si no tendrá algo de sangre de esos caribes de los que se comen a la gente.

—Pues ándate con ojo porque tengo entendido que es hermana del cacique Guacaraní, y ése es un pájaro de cuenta del que no me fío un pelo: sonríe demasiado.

—Es que es amable.

—«De los tipos amables líbreme Dios, que de los jodidos ya me libraré yo» —sentenció el cazurro toledano—. Cada vez que aparece por aquí puedo advertir cómo sus ojillos chispean de codicia, porque debe estar convencido que si se apoderara de tanta chuchería como guardamos en el almacén, se convertiría en el reyezuelo más poderoso de la región. Le gusta más un espejo que a un cura un entierro con caballos.

A decir verdad,
Cienfuegos
tampoco simpatizaba con el pintarrajeado jefezuelo de la tribu, un tipo untuoso y servil por el que el almirante había demostrado siempre una especial deferencia, pero que desde que éste había desaparecido en el horizonte había comenzado a modificar sensiblemente su amistosa actitud.

Una cosa debía parecerle mostrarse hospitalario con los gigantescos «semidioses» que realizaban una corta visita a sus costas ofreciendo maravillosos regalos a cambio de unos cuantos adornos de oro o multicolores papagayos, y otra muy distinta tenerlos como ruidosos e incómodos vecinos que no cejaban ni un momento en su empeño de molestar a las mujeres o pedir más y más alimentos.

Para Guacaraní lo que las muchachas solteras hicieran o dejaran de hacer con los ansiosos españoles era cosa que tan sólo a ellas incumbía, pero cuando alguno de sus guerreros acudía a quejarse de que los extranjeros habían asaltado en la espesura a su mujer disponiendo de ella contra su voluntad, comenzaba a inquietarse.

El era realmente un gran cacique, pero si como tal tenía derecho a exigir respeto y un trato especial, también tenía la obligación de proteger la vida, la hacienda y el honor de los miembros de su tribu y estaba claro que los recién llegados no se mostraban muy dispuestos a respetar gran cosa.

En especial, a las mujeres.

O a los niños.

Una tarde el cadáver de un muchachito apareció oculto entre la espesura. Debía llevar por lo menos tres días allí y resultaba evidente que, había sido golpeado, violado y estrangulado, lo que provocó de inmediato que un clamor de ira se extendiera como una inmensa ola sobre el poblado indígena, y al poco el desnudo y emplumado Guacaraní acudió al «fuerte» en compañía de media docena de ancianos consejeros, exigiendo aclaraciones por parte de sus nuevos vecinos.

Don Diego de Arana montó en cólera lanzando espumarajos por la boca y amenazando con despellejar vivo al maldito salvaje que osara acusar de asesino y sodomita a un español bajo su mando, puesto que era cosa bien sabida que «El pecado nefando no existía ni existiría nunca» entre los católicos súbditos de sus Católicas Majestades.

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