El miedo le descompuso de inmediato el estómago obligándole a encerrarse durante casi una hora en la minúscula letrina de la esquina del patio, para llamar luego en su ayuda a Pedro Gutiérrez y tres de sus más fieles seguidores.
La reunión se mantuvo en secreto, pero en el patio los diversos corrillos comentaban que sin duda en aquellos momentos se estaba discutiendo el futuro de la recién nacida colonia, y los principios de autoridad que tan erróneamente había implantado el desafortunado e inexperto gobernador.
Más de uno aprestó en secreto sus armas.
Otros,
Cienfuegos
y Benito de Toledo entre ellos, se desentendieron por completo del asunto.
Ocultos en una diminuta cala al este de la amplia bahía, a menos de una legua de distancia, el
Caragato
, Lucas
Lo-malo
y ocho «rebeldes» más se mantenían a la expectativa decididos a no dejarse sorprender, mientras desde las márgenes del villorrio los nativos, que parecían haberse dado perfecta cuenta de que algo grave estaba ocurriendo, aguardaban con los ojos fijos en el muñeco de paja que colgaba del palo mayor, y resultaba evidente que las disputas de los semidioses les fascinaban.
Tras varias horas de tensión y cerca ya del mediodía, hizo su aparición Pedro Gutiérrez, que tras guiñar los ojos al violento sol del trópico pidió voluntarios para organizar una expedición hacia el Sur en busca de nuevas tierras para que pudieran ser repartidas entre aquellos españoles que habían decidido establecerse definitivamente en Haití.
—Hacia el Sur se encuentran los territorios de Canoabó —le hizo notar
Cienfuegos
.
—¿De quién?
—Del Gran Cacique Canoabó, mucho más poderoso y agresivo que Guacaraní —insistió el gomero—. Sinalinga asegura que todos le temen, y establecernos en sus tierras sería como saltar de la sartén para caer al fuego.
—Guacaraní es nuestro aliado, y amigo personal del almirante —replicó el repostero real secamente—. Repartirnos sus tierras significaría arriesgarse a que dentro de un año el virrey nos obligara a devolvérselas.
—Pero Canoabó es muy peligroso. Al parecer es de raza caribe, aunque llegó aquí muy joven y ya no practica el canibalismo.
—Pactaremos con él. Por las buenas o por las malas.
—Un pacto nunca puede hacerse por las malas —intervino Benito de Toledo—. Aparte de que no creo que nos encontremos en situación de imponerle condiciones a nadie. Aquí no hay más de veinte hombres en auténtica capacidad de empuñar las armas, y apenas la mitad con verdaderas ansias de empuñarlas.
—Yo me limito a transmitir órdenes —replicó secamente Pedro Gutiérrez—. Y ahora lo que necesitamos son tres voluntarios. —Se volvió a mirar directamente a
Cienfuegos
—. Tú eres el que mejor se entiende con esos salvajes y el que mejor sabe desenvolverse por riscos y montañas. Serás uno de ellos.
—¿Voluntario? —ironizó el pelirrojo.
—¡Llámalo como quieras! —fue la agria respuesta—. Al fin y al cabo no eres más que un polizón al que nadie invitó a venir y aún no se te ha castigado por ello. Considéralo una forma de rehabilitación.
Se le unieron dos animosos muchachos de Palos de la Frontera que acostumbraban andar siempre juntos; Mesías «el Negro» y Dámaso Alcalde a los que al parecer apetecía mucho más lanzarse a la aventura de explorar nuevas tierras que continuar como hasta el presente ayudando en la cocina o cavando zanjas.
Entre los tres no contaban siquiera medio siglo y el mayor, Mesías, acababa de cumplir dieciocho años, pero al fin y al cabo formaban parte de la tripulación que había cruzado por primera vez el «Océano Tenebroso» sobreviviendo a un naufragio, y demostrando más entereza de ánimo que la mayoría de los hombres que habían conseguido la dudosa gloria de morirse de viejos.
Les proporcionaron espadas, escudos, algunas baratijas y provisiones para dos semanas, y su Excelencia el gobernador Diego de Arana les asesoró personalmente sobre los auténticos fines de su misión recomendándoles encarecidamente que evitaran cualquier tipo de enfrentamiento armado con los aborígenes, ya que la suya era sin duda una expedición exploratoria de fines eminentemente pacíficos.
—Necesitamos un lugar en el que la tierra sea buena tanto para el cultivo como para el ganado, cerca de una bahía y en la desembocadura de un río. Si no se encuentra habitada, mejor que mejor. ¡Que Dios os acompañe!
—Espero que lo haga —masculló a la salida Dámaso Alcalde—. Porque sin toda su ayuda no sé cómo coño vamos a encontrar un lugar semejante. ¡Este gobernador es un iluso!
—¡No! —sentenció
Cienfuegos
—. De iluso no tiene un pelo. Lo que pretende es que nos pasemos una temporada dando vueltas por ahí mientras las cosas se calman en el «fuerte». Si cuando volvamos ha conseguido hacerse de nuevo con el control de la situación, le importará un carajo lo que hayamos podido o no encontrar.
—¿Crees que en ese caso vale la pena arriesgarse?
—quiso saber Mesías
el Negro
, que en realidad era más bien oliváceo y un tanto agitanado—. Mi madre no me parió para héroe muerto.
—Supongo que la mía tampoco —admitió el gomero—. Y lo mejor que podemos hacer es encaminarnos hacia levante, evitando en lo posible a las gentes de Canoabó. Por lo visto los costeños suelen ser bastante más pacíficos que los de tierra adentro.
Emprendieron por tanto la marcha al amanecer del día siguiente, apenas la primera luz del sol se anunció en el horizonte, alejándose pesadamente monte arriba, para detenerse una hora más tarde en el último recodo del sendero, a contemplar en silencio el ancho valle de un verde lujuriante, la amplia y tranquila ensenada que se abría al Nordeste, los techos del poblado indígena, y la anárquica y un tanto informe silueta de las empalizadas del desvencijado «Fuerte de la Natividad».
Guardaron silencio porque en su ánimo estaba el hecho de que se encontraban a punto de romper todo contacto con los últimos vestigios de su mundo, para adentrarse en una tierra absolutamente ignota y en la que les podían acechar los más fantásticos peligros y las más monstruosas criaturas que la mente humana fuera capaz de imaginar.
Tribus hostiles, bestias desconocidas, oscuras selvas, altísimas montañas y abismos sin fondo, no serían más que los enemigos ciertos que les estaban aguardando, y a los que se unirían probablemente nuevas e insospechadas dificultades y fantasmagóricas criaturas de las que no tenían en aquellos momentos ni siquiera noticias.
El miserable «fuerte» de carcomidas tablas rescatadas de un naufragio y alzado en el confín de una playa perdida, se les antojaba por lo tanto, visto desde allí, un cálido y acogedor refugio al que tal vez jamás regresarían y del que se alejaban ahora con tanto o más dolor del que experimentaran al separarse meses antes de sus auténticos hogares para emprender la imprevisible travesía del océano.
Sin embargo, para el pelirrojo
Cienfuegos
que jamás había poseído más casa ni familia que los riscos y montes de su isla, sentir de nuevo bajo sus pies las piedras de empinados senderos, asomarse a los abismos, y aspirar el limpio aire dé las alturas, fue como regresar al fin a su lugar de origen —el único auténtico «hogar» que había conocido—, el lugar y paisaje en que siempre se había sentido a gusto y en el que se sabía a salvo de todos los peligros.
No había que olvidar que «Ha-i-tí» quería decir «Tierra de Montañas», y en la montaña el agilísimo pastor de La Gomera se había considerado siempre indestructible.
Buscó una rama larga, fuerte y flexible, se fabricó una pértiga, y con ella en la mano se sintió tan seguro como si empuñara el arma más mortífera que jamás se hubiera inventado.
Cuando reemprendieron la marcha rumbo a lo desconocido no le temía ya a nada ni a nadie en este mundo.
Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise por su matrimonio con el capitán León de Luna, cayó muy pronto en cuenta del terrible error que
Cienfuegos
había cometido, ya que durante aquel primer mes en que quedó patente que el cabrero había abandonado La Gomera, tan sólo tres buques —las tres carabelas de aquel iluso genovés que aseguraba que iba a encontrar un camino hacia las Indias a través del «Océano Tenebroso»— habían zarpado de la isla.
Fue ese convencimiento el que le impidió embarcar en la próxima nave con destino a un puerto español, ya que abrigó de inmediato la absoluta certeza de que el hombre a quien tan apasionadamente amaba y sin el cual la vida se le antojaba inútil no podría reunirse con ella —de momento— en Sevilla.
En buena lógica llegó a la conclusión de que si —como el almirante aseguraba— San Sebastián de La Gomera era el último puerto hacia el Oeste, probablemente sería en ese mismo puerto en el que recalaría a su vuelta, y tomó por ello la hermosa costumbre de levantarse cada día poco antes de que comenzara a clarear para ascender a lo más alto del acantilado y otear el horizonte a la espera de aquellas tres viejas embarcaciones que le devolverían el prodigioso cuerpo y los inimitables ojos de su amado.
Pasaba allí sentada varias horas, inmersa en la contemplación del mar o en estudiar un libro que le enseñaba el idioma que le permitiría expresar al fin lo que en verdad sentía, y extrañamente el tiempo no consiguió apagar el fuego que devoraba sus entrañas, sino que, por el contrario, fue transformando hora tras hora la primitiva pasión en un amor tan hondo que amenazaba con trastornar su mente hasta el punto de que incluso su marido llegó a temer por su salud y por su suerte.
Apenas comía, la eterna y dulce sonrisa que había sido el principal adorno de su rostro se esfumó para siempre, y las noches de insomnio marcaron bajo sus ojos oscuras sombras de desdicha.
El capitán la amaba más que nunca.
La sencillez con que una noche le comunicó que estaba dispuesta a renunciar a su título, su posición y su fortuna por compartir su vida con un cabrero analfabeto sin importarle en absoluto la miseria, la deshonra o el desprecio, no consiguieron más que reafirmarle en la idea de que había tenido la inmensa suerte de casarse con una criatura realmente excepcional, y no podía por tanto permitirse el lujo de rechazarla.
Dejó a un lado su espada y su ballesta, y se armó de cariño y de paciencia.
De encontrarse en la capital, sujeto a las críticas y la maledicencia de una sociedad retrógrada e intransigente, tal vez se hubiese comportado de un modo diferente, pero habitando en lo que constituía la última frontera conocida del universo, y sabedor de que si perdía a aquella inimitable mujer, el resto de su vida no sería más que un vagar por bosques y montañas eternamente en busca de su recuerdo, le hizo tomar conciencia de lo que en verdad era importante para su futuro, y decidió por tanto amordazar su orgullo e intentar salvar un matrimonio sin el cual nada de cuanto pudiera ocurrir merecería la pena.
No volvió a tocarla nunca.
La dejó sola en el inmenso dormitorio matrimonial, y se retiró a una de las torres que miraban al mar y en la que a menudo pasaba las noches contemplando el balcón al que ella solía asomarse, envidiando íntimamente a un miserable bastardo que nada poseía en este mundo más que un amor por el que él hubiera dado hasta la vida.
Algunas noches se vio incluso en la obligación de cerrar por dentro la gruesa puerta de roble y lanzar la llave al jardín para evitar la tentación de atravesar enloquecido los oscuros pasillos y salones, penetrar en la tibia estancia y hundir su rostro una vez más entre los muslos que ocultaban la única gloria que había conocido, y durante aquellos meses el vizconde de Teguise demostró más que nunca ser un hombre de temple manteniendo su entereza siempre a la espera de que un día fuera ella la que le invitara a regresar a su alcoba.
Si alguna vez alguien tuvo sobradas razones para desear que la expedición que habría de concluir con el descubrimiento de un nuevo mundo concluyera en un sonoro fracaso, y nadie regresara jamás de semejante aventura, ese alguien fue sin duda el poderoso capitán León de Luna, señor de «La Casona», dueño de media isla de La Gomera y emparentado por línea materna con el rey Don Fernando el Católico.
Y si alguien rezó día y noche para que la loca empresa alcanzara éxito o que al menos todos sus participantes regresaran con vida, ésa fue su esposa Ingrid, que comenzó a frecuentar una iglesia en la que el pobre Don Gaspar de Tudela se esforzaba por pasar lo más inadvertido posible, avergonzado por la parte de culpa que le correspondía en la desgracia y la deshonra de su joven feligresa.
Luego, una soleada mañana de abril, los tripulantes de una carraca malagueña trajeron la sorprendente noticia de que dos de los navíos de la escuadra de Colón habían regresado a Cádiz, donde se hablaba ya de nuevas y maravillosas tierras que demostraban que efectivamente el mundo era redondo y La Gomera y El Hierro no constituían el confín del Universo.
Por primera vez desde que su amante se marchara, la vizcondesa regresó a la laguna del bosque y fue a tumbarse sobre la hierba en el punto exacto en que tantas veces se entregaron el uno al otro, y le habló como casi a diario solía hablarle; como si no les separasen un inmenso océano y dos idiomas muy distintos, pidiéndole consejo sobre lo que debía hacer a partir de aquel momento, ya que en lo más íntimo de su ser la alemana se sentía protegida por
Cienfuegos
pese a que le superase en edad, poder y experiencia, puesto que al fin y al cabo, ella no era más que una mujer enamorada, y él sería siempre su hombre.
Al regresar a casa buscó a su marido en la torre que daba al mar, y le espetó sin mas preámbulo:
—Me voy…
El capitán León de Luna, que se encontraba sentado junto a la chimenea con los dos enormes dogos a sus pies, dejó a un lado el libro que estaba leyendo, y tras invitarle con un gesto a que se acomodara, replicó con absoluta calma:
—¿A dónde?
—A Sevilla.
—Si te vas, te seguiré. Me resultará más fácil que a ti localizar a ese bastardo, y en cuanto lo encuentre, lo mataré. —La miró fijamente—. Sabes que lo haré, ¿verdad?
—Sí. Sé que lo intentarás, pero aun así tengo que irme.
—No pienso aceptarlo —fue la firme respuesta—. He sufrido más de lo que imaginé soportar nunca, e incluso estoy dispuesto a esperar el tiempo que haga falta hasta que se te pase esa locura, pero mi sentido del honor no admite que vuelvas a reunirte con él. Puedes jurar que ninguno vivirá para verlo.