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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (19 page)

—Nunca he deseado hacerte sufrir —musitó ella dulcemente—. Eres un hombre bueno y un magnífico esposo; pero hay cosas contra las que a menudo no podemos luchar, y ésta es una de ellas.

—Lo olvidarás.

—Lo dudo. Yo soy la primera en desearlo, pero lo dudo.

—Continuamente me pregunto qué pudiste ver en él para que te endemoniara de esa forma: es casi una bestia.

—Te equivocas; es una de las criaturas más tiernas de este mundo, pero eso tú no puedes entenderlo. —Se puso lentamente en pie y se encaminó de nuevo a la salida—. Tan sólo he querido advertirte, para que no te sientas nuevamente engañado: haré cuanto esté en mi mano para volver a reunirme con él.

Por unos instantes el capitán León de Luna, vizconde de Teguise, estuvo a punto de darle una seca orden a sus perros, que no hubieran dudado un segundo a la hora de destrozarla a dentelladas, pero se limitó a observar cómo abandonaba la estancia cerrando la puerta a sus espaldas, e infinidad de veces tuvo que arrepentirse en los años venideros de no haber seguido aquel primer impulso que le hubiera ahorrado innumerables sufrimientos.

Dos días más tarde, cuando la alemana se encontraba sentada sobre un viejo árbol del bosque más cercano a «La Casona», inmersa como siempre en estudiar uno de aquellos libros que se habían convertido en silenciosos cómplices de su necesidad de comunicarse con la persona a la que tanto amaba, un hombre extraordinariamente flaco, que vestía ropas de marino y se cubría con una vieja gorra desteñida, hizo su aparición entre la espesura encaminándose directamente a ella.

—¿La vizcondesa de Teguise?

Asintió en silencio.

—Me llamo Tragacete; Domingo de Tragacete, segundo oficial del «Buenaventura». —Se presentó el otro quitándose la gorra—. Traigo un mensaje para usted de Don Luis de Torres.

—No conozco a ningún Luis de Torres —replicó Ingrid Grass en su dificultoso castellano—. ¿Quién es?

—El intérprete real de la escuadra del almirante Colón. Vino a verme dos días antes de zarpar de Cádiz.

Las manos de la vizcondesa temblaron visiblemente y el libro estuvo a punto de resbalar al suelo, pero aferrándolo con fuerza indicó al recién llegado que tomara asiento a su lado.

—Usted dirá… —pidió.

El llamado Tragacete obedeció, y tras unos instantes en que resultó evidente que le intimidaba la nobleza de la hermosa extranjera, añadió:

—El señor De Torres me pidió qué le comunicara que durante el viaje hacia el Cipango hizo amistad con un grumete llamado
Cienfuegos
, por el que al parecer usted siente un gran interés.

—¿Le ha ocurrido algo? —La voz de Ingrid Grass pareció a punto de quebrarse—. ¿Algo grave?

—No, que yo sepa, pero según el señor De Torres fue uno de los tripulantes de la nao capitana que tuvieron que quedarse en un enclave llamado «Fuerte de la Natividad» que su Excelencia el almirante fundó al otro lado del océano.


Mein Gott!

—¿Cómo ha dicho?

La alemana, que había palidecido hasta quedar de color ceniciento, hizo un supremo esfuerzo y concluyó por agitar la cabeza como esforzándose por desechar un mal pensamiento.

—Nada. No es nada. Continúe por favor. ¿Qué más sabe?

—No mucho; el tal
Cienfuegos
asegura que se encaminará a Sevilla en cuanto le sea posible, pero se supone que eso no ocurrirá hasta que el almirante esté en condiciones de organizar una nueva expedición.

—¿Tiene alguna idea de cuándo piensa hacerlo?

—Lo ignoro, señora, pero conociendo el mar dudo que sea antes del otoño, cuando los vientos soplen hacia Poniente.

—¡Otoño! —se horrorizó ella—. ¡Pero para eso aún falta más de medio año!

—En efecto. Pero todo marino sabe que antes de esa época navegar hacia el Oeste por estas latitudes resulta casi imposible.

—Entiendo. —Le miró a los ojos—. Vuelva mañana a esta misma hora y le compensaré por las molestias.

—No es necesario, señora —replicó el otro—. Zarpamos al amanecer y ya me pagaron por ello. —Sonrió levemente—. Y en todo caso, el simple placer de serle de utilidad ya es compensación suficiente. ¡Suerte!

Se alejó por donde había venido dejándola inmersa en confusos y amargos pensamientos, ya que las noticias de las que había sido portador tenían la virtud de destruir todos sus proyectos, obligándola a replantearse las posibilidades de encontrarse con el hombre que se había adueñado de hasta el último rincón de su corazón y de su mente.

Saber que le habían abandonado al otro lado del llamado «Océano Tenebroso», en una tierra desconocida de la que se decía que se encontraba poblada por extrañas bestias y salvajes desnudos que incluso se devoraban entre sí, la sumió de pronto en una profunda angustia, y consiguió que pese a la firme promesa que se había hecho de no volver a llorar nunca, pesadas lágrimas fueran a ensuciar las páginas del libro que aún mantenía sobre su regazo.

Alzó luego el rostro hacia los altos riscos que caían a pico sobre el mar, y se preguntó si no sería mejor trepar hasta ellos y acabar de una vez con todos sus sufrimientos, porque era tal el dolor que sentía al no poder hacer el amor con aquel muchacho que parecía haberse convertido en su única droga, que más soportable se le antojaba la muerte que continuar padeciendo por más tiempo una separación sin esperanzas.

Cuando al oscurecer emprendió, muy despacio, el regreso a «La Casona», arrastraba pesadamente los pies y aparecía encorvada como si de improviso hubiera envejecido treinta años.

Llovía mansamente.

Llovía en silencio, como sin ganas, pero eran ya tantos los días que aquel agua cálida y quieta se dejaba caer aburridamente sobre la selva y la montaña, que incluso el aire parecía haber sido sustituido por un espeso velo de humedad gris y plomiza que homogeneizaba los contornos como en una vieja acuarela emborronada por los años.

La tierra, oscura masa de lodo y anchas hojas putrefactas, se había transformado en una pasta viscosa y maloliente en la que se hundían los pies o resbalaban como en un millón de cáscaras de plátano, y trepar por las empinadas laderas en busca de una cumbre que jugaba a ocultarse más allá de las nubes se convirtió muy pronto en un martirio incluso para alguien tan acostumbrado a la montaña como él propio
Cienfuegos
.

A menudo, ascender treinta metros traía de inmediato perder pie, aferrarse a una rama que se quebraba con un seco chasquido y deslizarse otros cien pendiente abajo en un loco tobogán a riesgo de estamparse los sesos contra un árbol, y tan sólo jadeos y reniegos se escuchaban porque incluso el aliento para emitir una palabra se hacía imprescindible atesorarlo avaramente con el fin de utilizarlo en dar un nuevo paso o en izarse a pulso agarrándose a un tronco.

Aquél constituía quizás el primer auténtico enfrentamiento de un europeo con la húmeda selva tropical del nuevo continente, mucho más densa, poblada e impenetrable que todas las selvas africanas que hubiera conocido anteriormente, porque allí, en la interminable cadena de montañas de Haití o La Española, como su Excelencia el almirante Don Cristóbal Colón la había bautizado, los árboles y la maleza crecían apiñados en eterna y feroz disputa por un pedazo de tierra en el que hundir sus raíces o un rayo de sol del que obtener la vida, sin ofrecer a veces ni siquiera un resquicio por el que un hombre medianamente corpulento pudiera introducirse.

Enlodados hasta las mismas cejas, arañados, pringosos, hambrientos y agotados, los tres muchachos no encontraban ni siquiera un repecho en el que detenerse a tomar un bocado y reponer fuerzas, porque podría creerse que aquellas montañas no estaban hechas, como todas las otras montañas de este mundo, de roca y piedras cubiertas de un manto de tierra y vegetación, sino que constituían tan sólo ingentes aglomeraciones de barro eternamente reblandecido y al que incluso las raíces se veían obligadas a aferrarse con la misma desesperación con que lo hacían los hombres.

Todo un largo día emplearon en coronar una cima barrida por una tibia brisa que llegaba del Oeste, para extender al fin la mirada por una interminable y ondulada extensión de elevaciones de un verde intenso que parecían ir a perderse, muy a lo lejos, en un oscuro picacho que al gomero se le antojó casi tan alto como el mismísimo Teide que tantas veces había contemplado desde las vertientes de su isla.

—¡Mierda! —exclamó.

Tomó asiento, luchó con la yesca hasta conseguir encender un grueso tabaco de los que la eficiente Sinalinga le había preparado una abundante provisión, y lanzó por último una burlona mirada a sus sucios compañeros, cuyos cansados ojos eran lo único que destacaba de la masa terrosa en que parecían haberse convertido.

—¡Mierda! —repitió Mesías
el Negro
, cuyo auténtico color resultaba ahora absolutamente indefinible—. ¡Jamás imaginé que pudiera existir un lugar semejante! Estoy de fango hasta los huevos.

—Pues tenemos para rato —señaló el canario indicando con un gesto el paisaje que se extendía bajo ellos—. ¡Selva, selva y selva! Barro, barro y barro…; montes y montes. —Lanzó un grueso chorro de humo y añadió escéptico—: El que pretenda establecerse aquí, debe estar loco.

—Todo el que se apuntó a esta absurda empresa de cruzar el océano lo estaba ya de antes —sentenció Dámaso Alcalde—. Y aún me pregunto por qué demonios lo hicimos.

—Por hambre.

Se volvió a su inseparable compañero, amigo al parecer desde la infancia, y asintió convencido.

—Por hambre, sí, pero al menos en Moguer teníamos la posibilidad de robar de tanto en tanto una gallina… Aquí, ni eso…: no hay gallinas.

—Los tiempos cambiarán —señaló
el Negro
seguro de sí mismo—. Encontraremos oro. —Hizo una corta pausa—. O la «Fuente de la Eterna Juventud» que está por aquí cerca… Un indio me contó que tierra adentro se encuentran tribus donde no existen ancianos.

—Será porque se los han comido —sentenció
Cienfuegos
a quien el humo del tabaco comenzaba a reconfortar haciéndole encontrarse más a gusto y recuperar su sentido del humor—. A mí lo único que de verdad me importa es llegar a Sevilla.

—Sevilla, sin dinero, es aún peor que esto —le hizo notar Dámaso Alcalde—. Jamás regresaré a Sevilla hasta que sea rico. Odio ser pobre.

—Yo nunca he sido pobre —admitió el canario—. Donde vivía no hacia falta dinero. Aquí tampoco. Los indios viven muy bien sin él.

—¡Natural! Son salvajes.

Caía la tarde, y lo hacía con la increíble rapidez con que solía oscurecer en el trópico; rapidez a la que aún no habían logrado habituarse, y que una vez más les sorprendió sin que hubieran conseguido acondicionar tan siquiera un precario refugio, por lo que se vieron obligados a pasar la noche a la intemperie tumbados sobre un empapado suelo y recibiendo encima aquel agua tibia y obsesionante que parecía dispuesta a no cesar ni siquiera un segundo.

Dámaso Alcalde tosió continuamente.

Mesías
el Negro
tiritaba y maldecía por lo bajo.

El pelirrojo
Cienfuegos
acostumbrado desde siempre a dormir al aire libre, cerró los ojos, permitió que su mente volara al encuentro de Ingrid, sonrió dulcemente al evocar su luminosa sonrisa, y se quedó dormido en un instante.

Al amanecer, llovía.

Se dejaron deslizar por la resbaladiza pendiente, atentos tan sólo a no cobrar nunca tanta velocidad que acabaran por estrellarse contra un árbol, para ir a precipitarse al fin al centro del cauce de un rumoroso riachuelo de aguas turbias que se entretenía en ir desgajando a su paso hojas y ramas que emprendían de inmediato una loca carrera en busca del océano.

Se lavaron a conciencia despojándose de la infinita cantidad de lodo acumulada en cada poro del cuerpo, y a instancias del gomero se aplicaron luego a la pesada tarea de construir una tosca balsa que les permitiera dejarse arrastrar por la corriente.

Fue un viaje placentero.

La selva, que parecía nacer de las mismas aguas, se alzaba ávidamente en busca de un cielo que iba perdiendo su tonalidad plomiza a medida que descendían hacia los profundos valles, y cuando al fin la espesa bruma dio paso a un violento sol rojo y picante, las mil tonalidades de una jungla que se había mostrado hasta esos momentos de un verde oscuro, monótono y pastoso, estallaron con tal fuerza que incluso dañaba a unos ojos que parecían haberse habituado en exceso a la grisácea penumbra.

Atravesaron un alto farallón por el que el riachuelo se angostaba rugiente, temiendo por un momento que la improvisada y frágil embarcación volcase, pero más allá del estruendo y la espuma las aguas se abrieron, amansándose, por una ancha llanura cubierta de suave hierba que ascendía perezosamente en busca de diminutas colinas en cuyas cimas anidaban millones de grandes garzas de blanco plumaje y rojos ibis de larguísimo pico.

—¡Dios, qué sitio! —exclamó Dámaso Alcalde—. Jamás vi nada igual.

Atracaron en la orilla y se tumbaron sobre la hierba a permitir que el sol les calentara los huesos mientras contemplaban embobados el majestuoso vuelo de unas aves que eran capaces de posarse en la punta de una minúscula rama sin quebrarla.

Cienfuegos
encendió otro de sus gruesos tabacos, aspiró profundamente y señaló con un gesto la más alta de las colinas que aparecía dominada por un rojo flamboyán de inmensas flores bajo cuya sombra dormitaba un almiquí de amarilla cabeza, negro cuerpo y afilado hocico que le proporcionaban el más cómico aspecto que hubiera ofrecido jamás mamífero alguno.

—Yo le construiría a Ingrid una casa allí —dijo—. Haríamos el amor bajo aquel árbol contemplando los pájaros y luego bajaríamos a bañarnos al río.

—Yo me pido aquel recodo —intervino Mesías
el Negro
—. Cultivaría los campos hasta la falda del monte y viviría con cuatro o cinco nativas cariñosas.

—Yo traería cerdos de Huelva —sentenció Dámaso Alcalde—. Y vacas. ¡Me gusta el olor de las vacas! Con estos pastos se pondrían enormes…

—Podríamos hacerlo —puntualizó el canario seriamente—. Aquí hay tierra para todos; mucha más tierra de la que pueda tener el mismísimo vizconde de Teguise. Es sólo cuestión de decir: «Es mía», y no permitir que nadie te la quite.

—No es tan fácil.

—¿Por qué?

—Están los Reyes.

—Ningún rey va a venir a disputártelas —replicó el pelirrojo seguro de sí mismo—. A ellos lo único que les importa es el oro y los honores. Si les enviásemos oro nos permitirían quedarnos con las tierras.

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