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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (22 page)

Una hora después, el gaviero, que había trepado al más alto de los árboles, gritó desaforadamente:

—¡Allí están! ¡Los veo! ¡Los veo!

Allí estaban, en efecto, y pronto todos pudieron distinguirlos remando acompasadamente no lejos de la costa, hasta que de improviso parecieron descubrir la cochambrosa silueta de la frágil empalizada y cesaron al instante de bogar evidentemente desconcertados por tan insólita construcción.

—¡Que nadie se deje ver! —ordenó Don Diego de Arana—. Si descubren que somos más que ellos nos atacarán de frente y corremos el riesgo de tenerlos siempre merodeando por los alrededores.

Los salvajes se aproximaron lo suficiente como para estudiar una edificación que les resultaba totalmente extraña, y fondearon la embarcación casi en el centro de la ensenada, decididos al parecer a aguardar pacientemente la llegada de las sombras.

—No me gusta —refunfuñó malhumorado Benito de Toledo.

—A mí tampoco —admitió
Cienfuegos
—. Si tenemos que pasar otra noche en vela nos cogerán cansados.

—¡Salgamos a hacerles frente! —aventuró el siempre agresivo
Caragato
—. Tenemos una barca.

—Capaz para cuatro remeros y dos tripulantes —le recordó despectivo el gobernador—. Pesada, que hace agua y difícil de maniobrar. ¡No quiero suicidios!

—Usaremos los arcabuces.

—Armas viejas que de cada tres disparos fallan dos —negó Don Diego decidido—. Nos quedaremos aquí. Es una orden.

Para la mayoría de los hombres que atisbaban por entre las junturas de las viejas tablas de la
Marigalante
, la sola idea de tener allí, tan cerca, a las bestias que habían sido capaces de asesinar y devorar a dos de sus amigos, y que además parecían dispuestas a hacer lo mismo con cuantos cayeran en sus manos, sin poder castigarles, constituían en verdad un auténtico suplicio, y más de uno fue de la opinión de que lo mejor que podían hacer era nadar hasta la embarcación para intentar volcarla.

—¡Excelente idea! —masculló irónicamente el maestro armero—. En ese caso los que se darían un banquete serían los tiburones. Aunque sea por una sola vez, el gobernador tiene razón: hay que esperar.

—¡Hundámoslos! —exclamó el
Caragato
.

—¿Cómo?

—Con las bombardas.

—¿A esta distancia? —se asombró el toledano—. Soy armero, y entiendo más que tú de estas cosas. Haría falta un milagro para rozar siquiera a una embarcación tan baja de borda desde aquí. Lo único que conseguiríamos es que escaparan.

—¡Algo es algo! Me ponen nervioso.

—¡No! —intervino decidido el canario—. Hay que evitar que huyan. Tienen que pagar por lo que han hecho.

—¿Cómo?

—¡Acabando con ellos! —La indignación hacía que
Cienfuegos
pareciese otro—. Si hubieses visto con cuánta crueldad asesinaron a esos pobres chicos, y cómo les comían el corazón metiéndoles las manos en el pecho mientras aún palpitaba, ni siquiera se te pasaría por la mente la idea de que pudieran escapar. ¡Hay que machacarlos, destrozarlos y aniquilarlos! Lo que sea, pero que no queden impunes.

—¿Pero cómo? —se impacientó el toledano—. Te repito que están demasiado lejos.

—¿Cuánto necesitaríamos que se aproximasen?

—Por lo menos hasta donde comienzan los arrecifes, y aun en ese caso tan sólo Lucas
Lo-malo
tendría alguna posibilidad de acertarles.

—¡Lucas está proscrito! —se apresuró a intervenir Pedro Gutiérrez que se encontraba a cinco o seis pasos de distancia—. Como se le ocurra aparecer por aquí lo mando ahorcar.

—Habría que ver quién resultaba ahorcado… —fue la seca respuesta del
Caragato
—. Si hay modo de conseguir que esos hijos de puta se acerquen, haré venir a Lucas y quien se atreva a ponerle la mano encima es hombre muerto. —Cruzó los pulgares y se los besó con fuerza—. ¡Por éstas!

El repostero real hizo ademán de desenvainar su espada, pero un amenazante rumor que se extendió entre la marinería le obligó a reflexionar dejando la mano apenas apoyada sobre el puño del arma, al tiempo que Don Diego de Arana se apresuraba a intervenir conciliador.

—¡Haya paz! —rogó—. No es momento de disputas, sino de olvidar viejas rencillas. Por mi parte, estoy de acuerdo: si conseguimos que esos salvajes se aproximen, perdonaré a Lucas e intentaremos hundirlos.

—Sólo hay un medio de que se acerquen —señaló el gomero—. Ponerles un cebo.

—¿Qué clase de cebo?

—Yo.

—¿Tú? —se asombró el maestro armero—. ¿Te has vuelto loco?

—A punto estuve el otro día, pero aún estoy en mi sano juicio. —Señaló hacia fuera—. Esas bestias me conocen: saben que maté a uno de los suyos y que otro se estrelló al querer atraparme. —Hizo una pausa—. Si un par de hombres me conducen a la playa y me dejan atado allí, esos animales pensarán que me estáis sacrificando a cambio de que os dejen en paz. Me juego la cabeza a que no resistirán la tentación de venir a por mí.

—Parece una buena idea —admitió el
Caragato
.

—Lo es —insistió el canario.

—Correrás demasiado peligro —se inquietó el toledano—. No me gusta. No me gusta nada.

—No corro ningún peligro —negó
Cienfuegos
—. Si se acercan más de la cuenta puedes jurar que perderé el culo corriendo hacia aquí. —Se volvió al gobernador—. ¿Qué opina, Excelencia?

Don Diego reflexionó unos instantes y al fin asintió con un leve ademán de cabeza.

—¡De acuerdo! —admitió—. Cualquier cosa es mejor que continuar con esta incertidumbre. Que venga Lucas.

—¿Le concede oficialmente el perdón real? —quiso asegurarse el asturiano.

—Concedido.

—¿Empeña su palabra de honor?

—¡Ya basta, timonel! —se impacientó el otro—. He dicho que está perdonado y lo está. ¡Que venga! ¡Rápido!

El
Caragato
hizo un leve gesto a uno de sus fieles que echó a correr hacia la espesura para regresar a los pocos minutos en compañía del artillero que se hizo cargo al primer golpe de vista de la difícil situación.

—Tiene razón «maese» Benito —admitió—. No conseguiré acertarles si no cruzan los arrecifes, y aún así los dos primeros disparos tan sólo me servirán de guía. Tendríamos que recargar a toda prisa, antes de que escapasen. —Se volvió al maestro armero—. Tú te encargarás del cañón derecho, yo del izquierdo y que Dios nos dé suerte.

Cinco minutos después, entre el
Caragato
y el viejo
Virutas
condujeron a un
Cienfuegos
supuestamente maniatado y que se defendía dando gritos, patadas y mordiscos, hasta la orilla del agua, donde lo depositaron sobre la arena bien a la vista de los ocupantes de la embarcación para regresar a toda prisa a la empalizada y desaparecer como si realmente se encontraran presos de un miedo cerval.

El canario cumplió a la perfección su papel de víctima, puesto que no cesó de revolcarse intentando al parecer liberarse de sus ataduras, a la par que lanzaba aullidos de terror, llorando y suplicando a los invisibles ocupantes del «fuerte» para que no le sacrificaran de aquel modo.

—¡Buen actor! —admitió el
Caragato
—. Incluso a mí me está poniendo la carne de gallina.

Sin embargo los caribes no parecieron mostrarse tan impresionables, ya que permanecían inmóviles observando a su víctima, aunque atentos también a cuanto ocurría a su alrededor, como si presintieran una indefinible amenaza.

Una vez más dieron muestras de su infinita paciencia de cazadores natos, ya que tardaron casi media hora en comenzar a moverse, y lo hicieron con total parsimonia, palada a palada, aproximándose a la orilla con tan desesperante lentitud, que más de uno a punto estuvo de sufrir un ataque de nervios en el interior del «fuerte».

Eran como felinos al acecho o tal vez una inmensa anaconda que reptara a ras del agua, con cada sentido y cada músculo listo para emprender la huida a la menor señal de peligro, mientras que al propio tiempo parecían relamerse ante la posibilidad de apoderarse de tan apetitosa presa.

Tumbado cuan largo era junto a las bombardas, Lucas
Lo-malo
no cesaba de hacer cálculos moviendo apenas las cureñas sin permitirse siquiera el gesto de enjugarse el sudor que le corría por la frente.

—¡Vamos, hijos de puta! —mascullaba nervioso—. ¡Acercaos!

Cienfuegos
fingió haberse desmayado o haber perdido hasta el último hálito de fuerza, pero con un ojo entreabierto y el otro cerrado prometió firmemente que, si conseguían su objetivo, aceptaría que el primer cura que se cruzase en su camino le bautizase otorgándole un nombre cristiano.

—¡Mesías! —murmuró seriamente—. Te juro, Señor, que si me permites castigar a esos salvajes, adoptaré el nombre de Mesías en memoria del «Negro». ¡Por favor!

¡Por favor!

Diez metros, veinte, cincuenta y al fin los caribes bordearon los escollos y enfilaron directamente hacia el pelirrojo que contuvo el aliento y a punto estuvo de gritar de alegría.

Lucas
Lo-malo
aferró con fuerza la mecha encendida.

Una docena de hombres rezaron en silencio.

El caníbal de proa alzó el brazo y detuvo la marcha; olfateaba el peligro.

Tres de sus guerreros se deslizaron al agua y comenzaron a nadar muy despacio hacia
Cienfuegos
, al que el corazón le dio un gran vuelco.

—¡Dispara! —ordenó el gobernador a Lucas
Lo-malo
.

—Demasiado lejos —se resistió el artillero.

—¡Dispara he dicho!

—¡Espere!

Los salvajes no eran buenos nadadores, avanzaban despacio y fatigosamente, y el jefezuelo pareció comprender que no llegarían nunca, por lo que haciendo un brusco gesto ordenó a los remeros que se adelantaran unos metros.

—¿Listo para recargar? —inquirió Lucas.

—¡Listo! —replicó el toledano.

—¡Fuego entonces, coño!

Las explosiones, casi simultáneas, atronaron el mundo, las pesadas bolas de piedra trazaron un arco en el cielo emitiendo un sonoro silbido, y la primera destrozó casualmente a uno de los nadadores, mientras la otra levantaba una columna de agua a espaldas del último remero.

Estupefactos y aterrorizados, los caníbales tardaron unos instantes en reaccionar al tiempo que perdían ligeramente el equilibrio a causa de los esfuerzos que hacían los dos hombres que quedaban en el agua por trepar a bordo, y ello permitió que las bombardas se encontraran a punto de disparar nuevamente en el momento mismo en que la larga embarcación comenzó a girar trazando un amplio círculo.

Lucas
Lo-malo
hizo en esta ocasión honor a su fama, puesto que si bien erró el tercer disparo por cuestión de centímetros, el cuarto acertó de lleno en el costado izquierdo de la oscura embarcación, que pareció dar un brusco salto en el aire, se quebró como una rama reseca y giró de inmediato sobre sí misma arrojando al agua a sus ocupantes.

El canario
Cienfuegos
se puso en pie de un salto aullando como un poseso, y la totalidad de los españoles surgieron en tropel de la empalizada empuñando sus armas.

Fue un brutal espectáculo.

Brutal, dantesco y escalofriante, pero en cierto modo hermoso a los ojos del gomero, que gritó entusiasmado cuando advirtió cómo los tiburones acudían en bandada al olor de la sangre atacando con saña a los desesperados caribes que trataban de alcanzar una orilla en la que les aguardaban unos españoles armados de afiladísimas espadas que les cercenaban de un solo tajo la cabeza en cuanto se ponían a su alcance.

—¡No los matéis a todos! —gritaba una y otra vez el gobernador sin cesar por ello de repartir mandobles—. ¡No los matéis a todos! Necesito interrogarles.

Nadie parecía escucharle.

Las aguas de la bahía se tiñeron de rojo sin que ni una sola de aquellas alimañas de apariencia humana lanzara un grito o solicitara clemencia, como si tuvieran perfectamente asumido el hecho de que, al igual que mataban sin piedad, corrían el peligro de morir de la más cruel manera.

Se salvaron cuatro que quedaron tendidos en la arena con las manos atadas a la espalda, y allí permanecieron hasta que dos horas más tarde los haitianos aceptaron descender de las colinas y formar un círculo a su alrededor sin atreverse ni siquiera a escupirles.

Su miedo a aquellos míticos caribes de dilatadas piernas que durante generaciones les habían perseguido y devorado era tan grande, que ni aun sabiéndoles inermes y vencidos osaban aproximarse a menos de tres metros de distancia, y bastaba con que uno de ellos alzara de improviso la cabeza y les mostrara los amarillos dientes lanzando un feroz rugido, para que retrocedieran al unísono como si estuvieran convencidos de que les saltarían al cuello inesperadamente.

Los esfuerzos del gobernador por obtener algún tipo de información sobre su lugar de procedencia, y si existía o no oro en sus tierras resultó completamente inútil, puesto que no abrieron la boca más que para gruñir, y podría llegar a creerse que en realidad no se trataba más que de animales de injusta apariencia humana que ni siquiera tuvieran uso de razón o posibilidad alguna de comunicarse entre sí.

—¡Está bien! —se resignó al fin Don Diego de Arana—. No vamos a sacar nada en limpio. ¡Acabad con ellos!

En esta ocasión la escena se le antojó cruel incluso al propio
Cienfuegos
cuya sed de venganza parecía haberse saciado, y que asistió incómodo y desasosegado al espectáculo, porque una cosa era la lucha y la muerte, y otra el sadismo.

Entre Pedro Gutiérrez, el
Caragato
y cinco hombres más condujeron a los prisioneros a lo alto de una roca, y desde allí los fueron empujando al mar uno por uno para sentarse a observar cómo los tiburones los despedazaban en cuestión de minutos.

A cada muerte los haitianos lanzaban un sonoro grito de entusiasmo, pero al canario continuó impresionándole el hecho de que hasta el último de los caribes afrontara su espantoso final sin siquiera un lamento.

Realmente, había algo en ellos de inhumano.

—Hay que matar a Don Diego.

Siete pares de ojos se clavaron en el ceñudo rostro del
Caragato
que soportó las miradas con anormal sangre fría, y tras un corto paréntesis durante el cual pareció dar tiempo a que tomasen plena conciencia de cuál era la situación, insistió:

—Mientras Don Diego exista nada va a cambiar y nos tendremos que limitar a sobrevivir de mala manera aguardando el regreso del almirante, si es que no anda ya, en el fondo del mar. ¿Qué somos: perros falderos?

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