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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Canción Élfica (37 page)

¿Qué debía hacer ahora? Su corazón y sus esperanzas no eran lo único que había quedado maltrecho con la traición de Lucía. ¿Debía tratarla como una astuta trucha y dejarle suficiente cuerda para que maniobrara y descubrir así sus malvadas intenciones? ¿O debía llevarla de inmediato ante la justicia? Como espía, sin duda sería juzgada y ejecutada de inmediato. Caladorn dudaba, sin embargo, de que tuviera fuerza suficiente para conducir a su dama a la muerte a pesar de lo que había intentado hacerle, o las razones que la habían conducido a intentarlo.

Con un desgarrador suspiro, Caladorn dio media vuelta y subió la escalera hasta el tercer piso. Si tenía que descubrir el plan de Lucía, debía averiguar qué objeto consideraba ella digno de valer el precio de su vida.

Sin soltar un solo instante la caja que contenía el casco mágico, Lucía Thione corría por las calles tranquilas. Había dejado una de las monedas de Hhune junto al cuerpo de Caladorn, con la esperanza de que la culpa del asesinato recayese en el mercader de Tethyr, pero aun así era importante que nadie la viese por las calles aquella noche. Se abrió paso con rapidez hasta una casa bien vigilada que poseía en las cercanías. Sirvientes armados montaban guardia junto a cada entrada y varios sabuesos de gran fiereza patrullaban los muros que bordeaban la finca.

Pasó junto a uno de los silenciosos centinelas y llegó con rapidez hasta sus aposentos privados. Colocó la caja sobre la cama y se quitó la capa.

—Buenas noches, lady Thione.

La noble dama soltó un grito y giró en redondo, sujetándose la garganta con una mano. Un elfo de la luna alto y esbelto, vestido de negro riguroso, se levantó con movimiento grácil de una silla. Reconoció a Elaith Craulnober, y el terror que sentía se multiplicó por cuatro. Retrocedió en busca del timbre con el que poder llamar a sus sirvientes armados.

—No molestéis a vuestros sirvientes por mí a estas horas —comentó el elfo con una sonrisa de cortesía—. Les di la noche libre.

El eco de las palabras que tan recientemente había dicho ella a Caladorn aterrorizó a Lucía y cruzó su mente la imagen del cuerpo de Antony.

—Están muertos —concluyó con voz apagada.

—Bastante —convino Elaith en tono alegre. Volvió a sentarse y a juguetear con su daga de pedrería—. Sentaos, por favor. Tenemos que discutir un problema común.

Lucía se apoyó en el borde de su cama.

—¿Cómo habéis atravesado las protecciones mágicas que rodean esta casa? —preguntó.

—Coleccionar juguetes mágicos es una de mis aficiones —respondió el elfo—, y me he convertido en un experto en identificarlos e inutilizarlos. Ahora, concentrémonos en el problema. Vos y yo tenemos aliados que han dejado de sernos útiles. Yo me ocuparé del vuestro, si vos sois tan amable de hacer que vuestros agentes se ocupen de mi compañero.

—No tengo por qué hacer eso. Los Señores de Aguas Profundas se ocuparán de Hhune.

—No lo dudo, pero yo estaba hablando del otro, de la bardo que lleva el arpa mágica.

La noble se lo quedó mirando.

—¿Cómo sabéis eso?

—No es importante. Decidme sólo donde está, o quién es. En cualquier caso, os aseguro que no os causará más problemas en el futuro.

La mente de Lucía giraba como un torbellino mientras consideraba la posibilidad. El elfo había sido capaz de acabar con hombres armados y magia de gran poder. Quizá fuera un contrincante digno de la hechicera. Eso, sin embargo, le planteaba otra cuestión.

—Si sois capaz de hacer eso, ¿por qué no os ocupáis vos mismo de ese compañero no deseado?

La sonrisa del elfo tenía un deje de burla por sí mismo.

—Digamos tan sólo que es un tema de honor. Bueno, ¿cerramos el trato?

—Granate es una mujer semielfa de edad media. Se aloja en mi mansión del distrito del Mar. Matadla y os garantizo que os concederé todo aquello que mi poder me permita —repuso con dureza.

—Veo que nos vamos a llevar bien —concluyó Elaith—. Ahora debéis saber una cosa más. Khelben Arunsun será informado en breve de que sois una agente de los Caballeros del Escudo. No todo está perdido —añadió el elfo mientras alzaba una mano al oír la exclamación de la dama—. Tengo una red de casas seguras en la ciudad. Me encantará ofreceros alojamiento y ayudaros a salir sana y salva de la ciudad. Os garantizo que una escolta armada se ocupará de llevaros a un destino apropiado.

El elfo esbozó una plácida sonrisa.

—Por supuesto, haré todo eso después de que hayáis ordenado a vuestros agentes que libren al mundo de un tal Danilo Thann.

16

Durante toda la noche, el muro que rodeaba la torre de Báculo Oscuro se vio asaltado por todo tipo de gente infeliz. Magos de la Vigilante Orden montaban guardia, dispuestos a contrarrestar con hechizos y varitas mágicas otro ataque climático provocado por hechiceros. Un círculo de bardos hacía turnos para cantar las baladas que habían cambiado el respeto que muchos habitantes de Aguas Profundas sentían por Khelben Arunsun por miedo y desconfianza.

La audiencia de los bardos, asustada por la extraña tormenta del Solsticio de Verano y las desapariciones comprobadas de varios Señores de Aguas Profundas, temía que los conflictos de la ciudad fueran ejemplos de un futuro que se suponía preñado de anarquía. Se acusaba a Khelben Arunsun de acontecimientos tan variados como el ataque a la cortesana Larissa Neathal y la muerte de un jefe de caravana en Puerta de Baldur a manos de delincuentes comunes. Varias patrullas de vigilantes montaban guardia en la torre por miedo a que la multitud embravecida emprendiera actos violentos.

En el interior de la torre, Khelben paseaba arriba y abajo por sus aposentos privados.

—Deberías intentar dormir un poco, amor mío —le aconsejó Laeral, dejando a un lado el libro que en vano intentaba leer—. Hace muchos días que no duermes.

—¿Quién puede dormir con todo este jaleo ahí fuera? —replicó mientras señalaba con un ademán la ventana. Al igual que todas las puertas y ventanas de la torre y del muro de alrededor, ésta era sólo visible desde el interior, y cambiaba de ubicación constantemente para permitir que los hechiceros contemplasen desde todos los ángulos la multitud que se apiñaba en el exterior.

»Mientras Piergeiron sopesa asuntos de diplomacia y comercio, Lucía Thione se ha esfumado —se quejó Khelben—. Envié agentes Arpistas para comprobar todas las propiedades que posee en la ciudad, pero nadie ha conseguido encontrar su rastro. Han pasado ya horas, y siguen sin aparecer dos de los agentes.

En una esquina de la habitación, una enorme bola de cristal empezó a brillar con luz intermitente. Khelben se acercó al cristal de espionaje y pasó una mano por encima. El rostro de una conocida comerciante se hizo visible.

—¿Sí? —preguntó el archimago.

—Saludos, Báculo Oscuro. Hemos encontrado a Ariadne y Rix. —La voz de la mujer se oía desgarrada por lágrimas no disimuladas—. Estaban fuera de los muros de la propiedad de Lucía Thione, en el distrito del Mar. Ambos murieron estrangulados y los cuerpos fueron dejados allí, a modo de advertencia. —Se detuvo y se aclaró la garganta varias veces antes de proseguir—. Les habían cerrado los ojos y sobre cada párpado les habían colocado una enorme moneda de oro.

—¿La marca de Hhune? —preguntó Khelben en voz baja.

El rostro de la comerciante se desvaneció en el cristal, pero el archimago no se movió ni pronunció palabra. A medida que pasaban los minutos, Laeral estudiaba a su amante con creciente inquietud. Siempre se sentía muy afectado con la muerte de Arpistas que actuasen siguiendo sus órdenes, pero esta vez se temía que las anchas espaldas de Khelben no pudiesen soportar tanto peso. Se veía superado por todo y se sentía cansado y frustrado por no poder controlar la situación.

Con un súbito y brusco ademán, Khelben dio un manotazo a la bola de cristal, que salió volando por la estancia y fue a estrellarse contra la pared. El archimago se puso una capa y cogió la larga vara de madera negra por la cual se le conocía y se le tenía respeto. Antes de que Laeral pudiese reaccionar a aquel inusual estallido de cólera, el archimago había desaparecido.

Khelben Arunsun se materializó en la sala de baile donde recientemente había celebrado su fiesta Lucía Thione. La estancia se veía muy diferente a aquella hora intempestiva, casi parecía austera sin su multitud de invitados. La única luz que la iluminaba procedía de los rayos de luna que se colaban desde el jardín y que provocaban sombras plateadas sobre el pálido mármol del suelo. El aire nocturno se veía perfumado por el aroma de las vides en flor que había emparradas en los alféizares de las ventanas y los arcos de las puertas, y en el silencio resonaba todavía el eco de alegres risas y música divertida. El archimago se quedó allí un rato, intentando reordenar sus pensamientos y decidir cómo seguir el impulso que lo había llevado hasta aquel lugar.

Como si fuera el fantasma de una melodía olvidada, una retahíla de música de arpa plateada emergió de las sombras en el extremo opuesto de la sala de baile. El archimago siguió el sonido; el eco de sus zancadas servía de sombrío contrapunto a la rítmica canción.

La música parecía proceder de todos los lugares y de ningún sitio en particular y, mientras Khelben giraba por la sala en busca de su origen, se sintió como si caminase en sueños o como si intentara atrapar una sombra.

Al final, llegó a una enorme puerta arqueada que desembocaba en el jardín, y allí descubrió a una mujer de baja estatura, vestida con un atuendo del color del zafiro. Llevaba el cabello ceniciento recogido tras unas orejas ligeramente puntiagudas, y tocaba una diminuta arpa de madera negra.

—Han pasado muchos años, Iriador —musitó Khelben Arunsun.

La semielfa siguió tocando.

—Mucho ha cambiado desde entonces, Khelben, y no para bien. —Alzó la vista hacia él y sonrió—. Atácame —sugirió— o inténtalo. Si lo haces, no te podrás mover, ni podrás hablar, aunque a estas alturas poco de lo que pudieses decir serviría de nada.

La magia, con la fuerza del poder que durante cientos de años había manejado, se concentró en el interior del archimago en respuesta a su tácita orden. Khelben alzó las manos para dar forma al hechizo con los dedos, pero su cuerpo mortal demostró ser menos obediente que su magia. Con perplejidad y creciente cólera, se dio cuenta de que la antigua Arpista tenía razón.

El aire que rodeaba al poderoso archimago parecía haberse convertido en piedra sólida, porque no podía moverse ni expresar ninguna palabra. La magia que había invocado circulaba por su cuerpo como si fuera un relámpago atrapado.

Sólo en una ocasión había conocido Khelben un dolor semejante, un dolor que circulaba sin cesar por los conductos de poder de su mente y de su cuerpo y que le quemaba como si tuviera las venas repletas de metal fundido. Con cada pulsación de angustia, la estancia se disolvía en una luz blanca e incluso su tenaz voluntad empezaba a perder el control sobre la conciencia.

Iriador Niebla Invernal vio el espectáculo y un destello de triunfo brilló en sus ojos azules. Se levantó con el arpa en las manos y caminó hacia el hombre, prisionero por causa de la magia que ella había invocado y torturado por su propio poder.

—No reconociste el hechizo que entrañaba mi canción, Khelben Arunsun, de lo contrario habrías salido huyendo. Siempre has menospreciado el arte de los bardos, y en tu ignorancia no preparaste defensa alguna contra el poder del canto hechizador.

Se acercó un paso más.

—Abandonaste a los bardos, Khelben Arunsun, y si a estas alturas todavía no has comprendido tu error, pronto lo harás. Te lo demostraré, no destruyéndote por completo sino apartándote del poder mediante la misma fuerza que has despreciado.

La mujer se acercó a la ventana y, en respuesta a su orden tácita, un caballo blanco llegó al galope desde el jardín. Montó con rapidez en el
asperii
y caballo y jinete desaparecieron a través de la puerta arqueada para perderse en la noche.

Un retazo de melodía se quedó flotando en la habitación. Khelben cayó al suelo, liberado en parte del poderoso embrujo de la canción. Eso le permitió liberar los restos de su propio hechizo, y la magia explotó a su alrededor como si fuera la pesadilla de un alquimista. La energía mágica no canalizada salía a borbotones de su cuerpo y, tras atravesar la sala de baile enviaba luces multicolores al jardín.

Desde el tejado de una mansión cercana, Elaith Craulnober contemplaba el espectáculo de luces con creciente rabia y frustración. Echó una ojeada a la calle de los Murmullos. Ya empezaban a llegar miembros de la patrulla de vigilancia. Profirió un juramento ahogado y echó a correr a través del tejado para dar un salto en la oscuridad y aterrizar sin hacer ruido en el edificio contiguo.

Con una gracilidad y un equilibrio que serían la envidia de cualquier acróbata, corrió por encima de un cercado de madera y saltó sobre el tejado triangular que remataba la casa de la sibarita mansión de la familia Urmbrusk. Siguió a la carrera por encima del tejado y, luego, reuniendo todo su impulso, se lanzó al vuelo. El elfo se encumbró por encima de la calle del Diamante, se agazapó en el último momento y cayó rodando sobre el tejado de un edificio bajo que había a medio camino. En cuestión de pocos minutos, había llegado al recinto cerrado de la mansión de lady Lucía Thione.

Elaith descendió por el muro y corrió por el jardín. Un vigilante armado le salió al encuentro, pero el elfo le lanzó un cuchillo a la garganta sin perder siquiera el paso. Siguió las relucientes volutas rizadas de humo hasta llegar a la sala de baile. Allí se encontró la sala repleta de humo y tuvo que entrecerrar los ojos, pero alcanzó a ver que la habitación estaba vacía, salvo su presencia y la del hombre que había tumbado allí.

¡Demasiado tarde! La hechicera Granate había desaparecido, y con ella su única esperanza de restablecer el derecho de nacimiento de su hija.

El elfo se sacó un puñal de la manga con la intención de desahogar la frustración clavándolo en el cadáver, pero en el último momento reconoció al hombre caído y el cuchillo acabó rebotando inofensivo sobre el suelo de mármol ahumado.

Elaith se arrodilló junto a Khelben Arunsun y puso al hechicero de espaldas. El hombre seguía con vida, pero el corazón le latía débilmente. Mientras el elfo meditaba qué hacer, los ojos oscuros del archimago se abrieron y se fijaron en él. Aunque no habló ni se movió siquiera, pareció darse cuenta levemente de lo que lo rodeaba.

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