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Authors: Ally Condie

Tags: #Infantil y juvenil, #Romántico

Caminos cruzados (9 page)

—Podría quitártela sin más —aduce—. Podría quitarte todo lo que quisiera.

—Podrías —digo—. Pero no sería inteligente.

—¿Por qué no? —pregunta.

—Porque nadie te escuchará como yo —respondo—. Nadie más quiere saberlo. Pero yo sí. Yo quiero saber lo que viste.

Vacila.

—Los demás no quieren oír hablar de eso, ¿verdad? —pregunto.

El chico se aparta y se pasa una mano por el pelo, un gesto, creo, que conserva de otra época, porque ahora lo lleva corto, como todos sus compañeros.

—Está bien —dice—. Pero fue en otro campo. El campo donde estuve antes de venir aquí. Quizá no sea la misma persona. El Ky que conozco tenía palabras, como tú has dicho.

—¿Qué palabras tenía? —pregunto.

Se encoge de hombros.

—Unas que decía por los muertos.

—¿Cuáles eran? —insisto.

—Casi no me acuerdo —responde—. Decían algo de un Piloto.

Parpadeo, sorprendida. Ky también conoce el poema de Tennyson. ¿Cómo? Entonces recuerdo la primera vez que abrí la polvera aquel día que estaba en el bosque. Más adelante, Ky me dijo que me vio. A lo mejor también vio el poema, sin que yo me diera cuenta. O puede que yo lo susurrara demasiado alto cuando lo releí tantas veces en el bosque. Sonrío. «Así que también compartimos el segundo poema.»

Los ojos de Indie van del chico a mí, cargados de curiosidad.

—¿A quién se refería con el Piloto? —pregunta.

El chico se encoge de hombros.

—No lo sé. Decía las palabras siempre que alguien moría. Eso es todo. —Comienza a reírse, una risa que carece de humor—. Pero debió de pasarse horas repitiéndolas la última noche.

—¿Qué pasó la última noche?

—Hubo un ataque aéreo —responde, ya sin reírse—. El peor de todos.

—¿Cuándo fue?

Se mira la bota.

—Anteanoche —responde, como si apenas se lo pudiera creer—. Parece que haga más tiempo.

—¿Lo viste esa noche? —pregunto, con el corazón desbocado. Si me puedo fiar de este chico, Ky estaba vivo y cerca de aquí anteanoche—. ¿Estás seguro? ¿Le viste la cara?

—La cara, no —responde—, la espalda. Él y su amigo Vick huyeron y nos abandonaron. Nos sacrificaron para salvarse ellos. Solo sobrevivimos seis. No sé dónde se han llevado los militares a los otros cinco después de que me trajeran aquí. En este campo solo estoy yo.

Indie me lanza una mirada inquisitiva y leo la pregunta en sus ojos: «¿Es él?». No es propio de Ky abandonar a gente, pero sí lo es hallar una oportunidad en una situación desesperada y no dejarla escapar.

—Así que se largó la noche del ataque aéreo. Y os dejó... —No puedo terminar la frase.

Se hace el silencio bajo el cielo.

—Los entiendo —dice el chico mientras su rencor se trueca en agotamiento—. Yo habría hecho lo mismo. Si hubiéramos escapado demasiados, nos habrían pillado. Trataron de ayudarnos. Nos enseñaron a lanzar nuestras pistolas como granadas, para que al menos pudiéramos contraatacar una vez. Aun así, sabían lo que hacían la noche que escaparon. Fue el momento ideal. Murieron tantos señuelos, algunos a causa de nuestras propias pistolas, que es posible que la Sociedad no sepa quién terminó convertido en ceniza y quién no. Pero yo me di cuenta. Los vi escapar.

—¿Sabes dónde están ahora? —pregunta Indie.

—Ahí, en alguna parte. —El chico señala unas formaciones rocosas que apenas se ven desde aquí—. Nuestro pueblo estaba cerca de esas rocas. Ky llamaba a ese sitio la Talla. Debía de estar desesperado. Aquello es la muerte. Anómalos, escorpiones, crecidas. Aun así... —Se queda callado y mira el cielo—. Se llevaron a un crío con ellos. Eli. No debía de tener ni trece años. El menor de nuestro grupo. Era incapaz de tener la boca cerrada. ¿De qué les servía? ¿Por qué no se llevaron a uno de nosotros?

Es Ky, seguro.

—Pero, si lo viste escapar, ¿por qué no lo seguiste? —pregunto.

—Vi lo que le pasó a un chico que lo intentó —responde, sin inmutarse—. Se decidió demasiado tarde. Las aeronaves lo abatieron. Solo consiguieron llegar ellos tres. —Vuelve a mirar la Talla, recordando.

—¿A qué distancia está la Talla? —pregunto.

—Lejos —responde—. A unos cuarenta o cincuenta kilómetros. —Enarca una ceja—. ¿Crees que puedes llegar sola? Anoche llovió. Sus pisadas se habrán borrado.

—Me gustaría que me ayudaras —digo—. Enséñame dónde fue exactamente.

Él se ríe, una risa que no me gusta pero que comprendo.

—¿Y qué consigo yo a cambio?

—Algo que sirve para sobrevivir en los cañones —respondo—, robado de un centro médico de la Sociedad. Te diré más si consigues llevarnos a la Talla sin percances. —Miro a Indie. No hemos hablado de si va a acompañarme, pero parece que ahora somos un equipo.

—De acuerdo —dice el chico, interesado—. Pero no quiero más sobras de comida con sabor a papel de aluminio. —A Indie se le escapa un grito de sorpresa, pero yo sé por qué me ha costado tan poco convencerlo: quiere venir con nosotras. También desea escapar, pero no lo hará solo. No después de haber estado en el campo de Ky. No ahora. Nos necesita tanto como nosotras a él.

—No lo serán —respondo—. Te lo prometo.

—Tendremos que pasarnos toda la noche corriendo. ¿Podrás?

—Sí —respondo.

—Yo también —afirma Indie. La miro—. Me voy con vosotros —añade, y no es una pregunta. Nadie decide por ella. Y es ahora o nunca.

—Bien —digo.

—Vendré a buscaros cuando esté oscuro y todos duerman —explica el chico—. Buscad un sitio para descansar. Hay un viejo almacén, en las afueras del pueblo. Puede que sea el mejor sitio. Los señuelos que duermen ahí no os harán daño.

—De acuerdo —digo—. Pero ¿y si hay un ataque aéreo?

—Si hay un ataque, iré a buscaros cuando haya terminado. Si no, estáis muertas. ¿Os han dado linternas?

—Sí —respondo.

—Cogedlas. La luna nos vendrá bien, pero ya ha empezado a menguar.

La luna blanca asoma por encima de la negra silueta de la Talla y me doy cuenta de que estaba ahí desde el principio y yo la había olvidado, aunque podría haberla reconocido por la ausencia de estrellas en el espacio que ocupa. Aquí, las estrellas son como en Tana, numerosas y diáfanas en esta noche despejada.

—Vuelvo enseguida —dice Indie y, antes de que pueda detenerla, se escabulle.

—Ten cuidado —susurro demasiado tarde. Ya ha salido.

—¿Cuándo suelen venir? —pregunta una de las chicas.

Estamos todas apiñadas en las ventanas, que ya no tienen cristal. El viento se cuela por ellas, su corriente es un río de aire frío que fluye de una a otra.

—Nunca se sabe —responde un chico. Tiene cara de resignación—. Nunca. —Suspira—. Cuando vienen, el mejor sitio son los sótanos. Este pueblo los tiene. Hay otros que no.

—Pero algunos nos arriesgamos a quedarnos aquí —dice un compañero—. No me gustan los sótanos. No pienso con claridad cuando estoy bajo tierra.

Hablan como si llevaran toda la vida aquí, pero, cuando les alumbro las botas con la linterna, veo que solo tienen cinco o seis muescas.

—Voy un rato afuera —digo al cabo de un momento—. No hay ninguna regla que lo prohíba, ¿no?

—No te separes de las sombras ni enciendas la linterna —me aconseja el chico al que no le gustan los sótanos—. No llames la atención. Podrían estar sobrevolándonos, esperando.

—De acuerdo —digo.

Indie llega justo cuando voy a salir y suspiro con alivio. No ha vuelto a huir.

—Esto es precioso —dice, casi alegre, y sale conmigo.

Tiene razón. Si se puede dejar de lado todo lo que sucede, el paisaje es precioso. La blanca luz de la luna baña las aceras de cemento y veo al chico. Es cauteloso. Dejo de verlo, pero percibo su presencia. No me sorprendo cuando me susurra al oído; Indie tampoco.

—¿Cuándo nos vamos? —le pregunto.

—Ahora —responde—. O no llegaréis antes de que amanezca.

Lo seguimos cuando se dirige a las afueras del pueblo; veo que hay otros señuelos moviéndose al amparo de las sombras, empleando el poco tiempo que les queda de distintas formas. Nadie parece reparar en nosotros.

—¿Nadie intenta fugarse? —pregunto.

—No a menudo —responde el chico.

—¿Y rebelarse? —pregunto cuando llegamos al final del pueblo—. ¿Se habla alguna vez de eso?

—No —responde con voz apagada—. No se habla de eso. —Se detiene—. Quitaos los abrigos.

Nos quedamos mirándolo. Él se ríe mientras se quita el suyo y lo pasa por la correa de su mochila.

—Pronto dejarán de haceros falta —dice—. Entraréis en calor enseguida.

Indie y yo nos quitamos los abrigos. Nuestra ropa negra de diario se confunde con la noche.

—Seguidme —dice el chico.

Y echamos a correr.

Al cabo de unos dos kilómetros, solo mis manos siguen frías.

En el distrito, corrí descalza por la hierba para tratar de ayudar a Ky. Aquí, llevo unas pesadas botas y tengo que sortear piedras para no torcerme el tobillo, pero me siento más ligera que entonces, y mucho más ligera de lo que nunca me sentí corriendo en la lisa cinta de la pista dual. La adrenalina y la esperanza me inundan; podría correr eternamente de esta forma, hacia Ky.

Nos detenemos a beber y siento cómo el agua helada se abre paso por mi cuerpo. Puedo seguir su curso entre mi garganta y mi estómago, una estela de frío que me hace temblar, una vez, antes de volver a tapar la cantimplora.

Pero comienzo a cansarme demasiado pronto.

Tropiezo con una piedra, no logro esquivar un arbusto. Este me hinca sus dientes, sus espinosos frutos, en la ropa y la pierna. La escarcha cruje bajo nuestros pies. Tenemos suerte de que no haya nieve; y el aire es tan frío como en un desierto, un frío penetrante que me induce erróneamente a creer que no tengo sed porque respirar es como beber hielo.

Cuando me llevo las manos a los labios, los tengo secos.

No miro atrás para ver si alguien nos persigue o surca el cielo para abatirse sobre nosotros. Lo que tenemos delante exige toda mi atención. La luz de la luna nos basta para ver, pero, en ocasiones, nos arriesgamos a encender las linternas cuando las sombras son demasiado densas.

El chico enciende la suya y suelta un taco.

—Se me ha olvidado mirar arriba —dice.

Cuando lo hago yo, veo que, en nuestro esfuerzo por evitar pequeños barrancos y rocas afiladas, hemos comenzado a dar vueltas.

—Estás cansado —observa Indie—. Deja que vaya yo primera.

—Puedo ir yo —sugiero.

—Espera —me dice ella, con la voz tensa y fatigada—. Creo que tú vas a ser la única con ánimo suficiente para tirar de nosotros al final.

La ropa se nos engancha en duros arbustos espinosos; el penetrante olor del aire es inconfundible, seco. «¿Puede ser salvia? —me pregunto—. El olor que Ky prefiere de su tierra.»

Al cabo de varios kilómetros, dejamos de correr en fila. Lo hacemos uno al lado del otro. No es eficaz. Pero nos necesitamos demasiado.

Todos nos hemos caído. Todos sangramos. El chico se ha lastimado el hombro; Indie tiene las piernas llenas de rasguños; yo me he caído a un barranco poco profundo y me duele todo el cuerpo. Corremos tan despacio que casi andamos.

—Una maratón —resuella Indie—. Así se llaman las carreras como esta. Me sé una historia sobre una.

—¿Me la explicas? —pregunto.

—Mejor no.

—Mejor sí. —Lo que sea para dejar de pensar en lo duro que es esto, en lo mucho que todavía nos queda. Aunque nos acercamos, nos parece que cada nuevo paso va a ser el último. Me asombra que Indie sea capaz de hablar. El chico y yo hemos dejado de hacerlo hace horas.

—Ocurrió cuando se acababa el mundo. Había que llevar un mensaje. —Jadea y sus palabras se tornan entrecortadas—. Alguien corrió más de cuarenta kilómetros para comunicarlo. Como nosotros. Lo consiguió. Lo comunicó.

—¿Y lo recompensaron? —pregunto, entre jadeos—. ¿Bajó una aeronave y lo salvó?

—No —responde—. Comunicó el mensaje y se murió.

Comienzo a reírme, lo cual es un derroche de aire, e Indie también lo hace.

—Te he dicho que mejor no te lo contaba.

—Al menos, el mensaje llegó —aduzco.

—Supongo —dice. Cuando me mira, aún sonriente, advierto que lo que yo había percibido como frialdad es, de hecho, calor. Indie tiene un fuego dentro que la mantiene con vida y en movimiento incluso en un lugar como este.

El chico tose y escupe. Lleva más tiempo aquí que nosotras. Parece débil.

Dejamos de hablar.

Cuando todavía nos quedan varios kilómetros para alcanzar la Talla, el aire comienza a oler distinto. Ya no es puro ni huele a plantas como antes. Se ha vuelto denso y humeante, como si algo ardiera. Cuando miro al frente, me parece ver ascuas que brillan en la oscuridad, destellos de luz ambarina bajo la luna.

Percibo otro olor, un olor que no conozco bien, pero que intuyo que podría ser a muerte.

Ninguno de nosotros dice nada, pero el olor nos empuja a seguir corriendo como casi ninguna otra cosa lo haría y, durante un rato, no respiramos hondo.

Corremos durante una eternidad. Recito los versos del poema al ritmo de mis pasos. Mi voz casi me parece la de otra persona. No sé de dónde saco las fuerzas y mezclo las palabras: «Pues aunque el flujo lejos me arrastre cañón adentro y de la muerte y el espacio se rebase el umbral», pero no me importa. No sabía que las palabras podían no importar.

—¿Lo recitas por nosotros? —resuella el chico. Es la primera vez que habla desde hace horas.

—No estamos muertos —digo. Ningún muerto se siente tan cansado.

—Hemos llegado —dice el chico, y se detiene. Miro hacia el lugar que señala y veo unos pedruscos por los que será difícil, pero no imposible, bajar.

Lo hemos conseguido.

El chico se dobla, extenuado. Indie y yo nos miramos. Creo que está enfermo y alargo la mano para tocarle el hombro, pero se yergue.

—Vamos —digo, sin estar segura de por qué espera.

—No voy con vosotras —me informa—. Me voy por ese cañón. —Señala detrás de él.

—¿Por qué? —pregunto, e Indie dice:

—¿Cómo sabemos que podemos fiarnos de ti? ¿Cómo sabemos que este es el cañón correcto?

El chico menea la cabeza.

—Lo es —afirma mientras alarga la mano para que le paguemos—. Daos prisa. Ya es casi de día. —Habla en voz baja, sin emoción, y eso es lo que me convence de que dice la verdad. Está demasiado cansado para mentir—. Al final, el enemigo no ha atacado esta noche. Se darán cuenta de que no estamos. Puede que informen por el miniterminal. Tenemos que bajar a los cañones.

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