Asiento. Al mirar lo que han dejado, siento admiración por las personas que vivían aquí. Y decepción. Me habría gustado conocerlas.
Vick siente lo mismo que yo.
—Todos hemos pensado alguna vez en romper con todo —dice—. Ellos lo consiguieron.
Llenamos las mochilas con víveres de los labradores. Cogemos manzanas y una especie de pan plano y consistente que tiene aspecto de aguantar mucho. También encontramos unas cuantas cerillas que debieron de fabricar los propios labradores. Más adelante, quizá habrá un lugar donde sea seguro encender una fogata. Cuando ya no cabe nada más en las mochilas, encontramos varias más en la cueva y también las llenamos.
—Y, ahora, a buscar un mapa y cosas para intercambiar —digo. Respiro hondo. La cueva huele a arenisca, barro y agua, y a manzanas.
—Seguro que está aquí —dice la voz apagada de Eli desde el fondo de la cueva—. Hay otra habitación.
Vick y yo doblamos una esquina y entramos en otra cámara de la cueva. Cuando la alumbramos con las linternas, vemos que está limpia. Bien organizada. Llena de cajas. Cruzo hasta ellas y destapo una. Está repleta de libros y escritos.
Intento no pensar: «Este debe de ser el sitio donde él aprendió. Pudo haberse sentado en ese mismo banco».
—¡Se han dejado un montón de cosas! —susurra Eli.
—No se lo podían llevar todo —digo—. Probablemente, seleccionaron lo mejor.
—A lo mejor tenían un terminal portátil —sugiere Vick—. Tal vez grabaron en él la información de los libros.
—Tal vez —digo.
Aun así, me preguntó cuánto debió de costarles dejar los ejemplares en papel. La información de esta cueva no tiene precio, sobre todo en su forma original. Y todos estos libros fueron traídos aquí por sus propios antepasados. Debió de ser duro marcharse sin ellos.
En el centro de la cámara hay una mesa de madera que debió de montarse dentro de la cueva después de entrarla a piezas. Toda la cámara, al igual que el caserío, da esa misma sensación de estar montada con sumo cuidado. Cada objeto parece preñado de significado. No es un regalo de la Sociedad. Se trabajó por él. Se encontró. Se fabricó.
Alumbro la mesa con la linterna y me detengo en un cuenco de madera lleno de carboncillos.
Cojo uno. Me deja una marquita negra en la mano. Los carboncillos me recuerdan los utensilios que me fabricaba en el distrito para escribir. Reunía varios palitos que recogía en la Loma o cuando un arce del distrito perdía una rama. Los ataba y los introducía en el incinerador para carbonizar las puntas y escribir o dibujar con ellos. En una ocasión, cuando me hizo falta el rojo, robé unos cuantos pétalos de las petunias escarlatas de un parterre y los utilicé para colorear las manos de los funcionarios, las mías y el sol.
—Mira —dice Vick detrás de mí. Ha encontrado una caja que contiene mapas. Saca algunos.
La cálida luz de la linterna modifica la textura del papel y hace que parezcan incluso más viejos de lo que ya son. Los hojeamos hasta encontrar uno que reconozco como la Talla.
—Este —digo mientras lo extiendo sobre la mesa. Los tres nos reunimos alrededor—. Nuestro cañón está aquí. —Lo señalo, pero es el cañón del mapa contiguo al nuestro el que me llama la atención. Tiene un punto que está señalado con recias «X» de tinta negra, como una hilera de puntadas. Me pregunto qué significarán. «Ojalá pudiera reescribir este mapa.» Sería mucho más fácil dibujar el mundo tal como quiero que sea, en vez de intentar averiguar cómo es en realidad.
—Ojalá supiera escribir —dice Eli, y yo lamento no disponer de tiempo para enseñarle. Quizá algún día. Ahora mismo, no podemos demorarnos.
—Es bonito —observa Eli mientras toca el mapa con cuidado—. No es como las pantallas que utilizamos para pintar en la Sociedad.
—Lo sé —digo.
Quienquiera que dibujó el mapa, tenía algo de artista. Los colores y la escala combinan a la perfección.
—¿Sabes pintar? —pregunta Eli.
—Un poco —respondo.
—¿Y eso?
—Mi madre aprendió sola y luego me enseñó a mí —explico—. Mi padre solía venir aquí para intercambiar cosas con los labradores. Una vez le llevó un pincel. Uno de verdad. Pero lo que tenía no bastaba para conseguirle pinturas. Siempre tuvo intención de llevárselas, pero nunca lo logró.
—Entonces, tu madre no pudo pintar —se lamenta Eli, decepcionado.
—No —digo—. Sí pudo. Pintaba con agua en piedra. —Recuerdo los grabados antiguos que decoraban una estrecha grieta próxima a nuestra casa. Ahora me pregunto si no sacaría de ahí la idea de escribir en piedra. Pero ella utilizaba agua y su trazo era siempre delicado—. Sus pinturas siempre se desvanecían —digo a Eli.
—Entonces, ¿cómo sabías cómo eran?— pregunta.
—Las veía antes de que se secaran —respondo—. Eran bonitas.
Eli y Vick se quedan callados y sé que quizá no me creen. Quizá piensan que estoy inventándomelo y recordando pinturas que me gustaría haber visto. Pero digo la verdad. Casi parecía que sus pinturas tuvieran vida, por su forma de brillar y desvanecerse antes de que apareciera otra bajo sus manos. Las pinturas eran hermosas tanto por su aspecto como por su provisionalidad.
—En fin —digo—. Hay una forma de salir. —Les muestro que este cañón continúa hasta una llanura situada en el otro extremo de la Talla. A juzgar por el mapa, allí hay más vegetación y también otro río, más caudaloso que el de este cañón. Las montañas representadas al final de la llanura tienen dibujada una casita oscura, que yo interpreto como un pueblo o un lugar seguro, ya que es el mismo símbolo que los labradores han utilizado para señalar su caserío en el mapa. Y más allá, al norte de las montañas, hay un lugar donde pone SOCIEDAD. Una de las provincias fronterizas—. Creo que tardaremos uno o dos días en alcanzar la llanura. Y varios días más en atravesarla y llegar a las montañas.
—En la llanura hay un río —dice Vick. La mirada se le ilumina mientras inspecciona el mapa—. Es una pena que no podamos utilizar una de las barcas de los labradores para descender por él.
—Podríamos intentarlo —aventuro—, pero creo que las montañas son la mejor opción. Hay un pueblo. Y no sabemos adónde lleva el río. —Las montañas ocupan el margen superior del mapa; el río fluye hacia abajo y se corta en la base del mapa.
—Tienes razón —dice Vick—. Pero quizá podamos parar a pescar. El pescado ahumado aguanta mucho.
Acerco el mapa a Eli.
—¿Qué opinas? —le pregunto.
—Hagámoslo —contesta. Pone el dedo en la casa oscura de las montañas—. Espero que los labradores estén allí. Quiero conocerlos.
—¿Qué más deberíamos llevarnos? —pregunta Vick mientras hojea algunos de los libros.
—Ya buscaremos algo por la mañana —respondo.
Por algún motivo, estos libros tan bien ordenados que los labradores han abandonado me entristecen. Me hastían. Me gustaría que Cassia estuviera aquí conmigo. Volvería todas las páginas y leería todas las palabras. La imagino a la débil luz de la cueva, con sus ojos brillantes y su sonrisa, y cierro los ojos. Este vago recuerdo quizá sea lo más cerca que estaré nunca de volver a verla. Tenemos un mapa, pero la distancia que aún nos queda por recorrer parece casi insalvable.
—Ahora deberíamos dormir —digo mientras aparto la duda. No me hace ningún bien—. Tenemos que salir en cuanto amanezca. —Miro a Eli—. ¿Qué opinas? ¿Quieres bajar a dormir a las casas? Tienen camas.
—No —responde mientras se ovilla en el suelo—. Quedémonos aquí.
Comprendo el motivo. Por la noche, el caserío abandonado parece expuesto: al río, a la soledad que lo habitó cuando los labradores se marcharon, a los fantasmales ojos y manos de las pinturas que ellos crearon. Esta cueva, donde los labradores protegían sus cosas, también parece el lugar más seguro para nosotros.
Me paso toda la noche soñando con murciélagos que entran y salen de la cueva. Algunos vuelan bajo, con pesadez, y sé que están ahítos de la sangre de otros seres vivos. Otros vuelan un poco más alto y sé que el hambre los vuelve livianos. Pero todos hacen ruido al batir las alas.
Al final de la noche, poco antes de que amanezca, me despierto. Vick y Eli aún duermen y me pregunto qué habrá interrumpido mi sueño. ¿Un ruido en el caserío?
Me dirijo a la entrada de la cueva y miro abajo.
Una luz parpadea en la ventana de una de las casas.
Cassia
Espero a que amanezca, encogida dentro del abrigo. Aquí, en la Talla, camino y duermo en las profundidades de la tierra y la Sociedad no me ve. Comienzo a creer que no sabe dónde estoy. He escapado.
Es una sensación extraña.
Me han observado durante toda mi vida. La Sociedad me vio ir a la escuela, aprender a nadar y subir la escalinata para asistir a mi banquete de emparejamiento; espió mis sueños; cuando mis datos le parecieron interesantes, como ocurrió con mi funcionaria, introdujo cambios y observó mi reacción.
Y, pese a no ser lo mismo, mi familia también me observaba.
Al final de su vida, mi abuelo solía quedarse sentado delante de la ventana mientras el sol se ponía y yo me preguntaba si no se pasaba toda la noche despierto para ver cómo volvía a salir. Durante una de aquellas largas noches en vela, ¿decidió darme los poemas?
Finjo que, en vez de haber desaparecido, mi abuelo flota por encima de todo y que, de entre todas las cosas del mundo que pueden verse desde tan alto, decide ver a una muchachita ovillada en un cañón. Se pregunta si me despertaré y me levantaré cuando se hace evidente que, después de todo, hay un nuevo día en camino.
¿Quería mi abuelo que yo terminara aquí?
—¿Estás despierta? —pregunta Indie.
—No he dormido nada —respondo, pero, nada más decirlo, no estoy segura de si es cierto. Porque, ¿y si en vez de imaginarme a mi abuelo lo he soñado?
—Podemos empezar en unos minutos —dice Indie. En los segundos que han pasado desde la primera vez que hemos hablado, la luz ha cambiado. Ya la veo mejor.
Indie elige un buen sitio; hasta yo sé eso. Las paredes son mucho menos altas y verticales que en otras partes y un antiguo desprendimiento de rocas ha dejado una serie de pedruscos apilados que facilitan el ascenso.
Aun así, las paredes del cañón son intimidantes y yo apenas he practicado: solo un rato anoche antes de irnos a dormir.
Indie alarga la mano con gesto imperioso.
—Dame tu mochila.
—¿Qué?
—No estás acostumbrada a escalar —dice, sin alterar la voz—. Meteré tus cosas en la mía para que lleves la tuya vacía. Así será más fácil. No quiero que te caigas por culpa del peso.
—¿Estás segura? —De pronto, siento que, si tiene la mochila, tiene demasiado. No quiero desprenderme de las pastillas.
Indie parece impaciente.
—Sé lo que me hago. Como tú con las plantas. —Frunce el entrecejo—. Vamos. En la aeronave te fiaste de mí.
Tiene razón. Y eso me recuerda una cosa.
—Indie —pregunto—, ¿qué llevabas tú? ¿Qué me pasaste en la aeronave?
—Nada —responde.
—¿Nada? —repito, sorprendida.
—Pensé que no te fiarías de mí a menos que creyeras que también tenía algo que perder —dice, con una sonrisa.
—Pero, en el pueblo, fingiste que cogías algo de entre mis cosas —insisto.
—Lo sé —dice, sin ningún atisbo de arrepentimiento.
Niego con la cabeza y, pese a todo, me echo a reír mientras me quito la mochila y se la doy.
Ella la abre y mete en la suya todo lo que contiene: la linterna, las hojas de plantas, la cantimplora vacía, las pastillas azules.
De pronto, me siento culpable. Yo podría haberme largado con todas las pastillas, pero ella ha confiado en mí.
—Deberías quedarte con parte de las pastillas después de esto —sugiero—. Para ti.
Su expresión cambia.
—Oh —dice, con voz recelosa—. Vale.
Me devuelve la mochila vacía y yo me la pongo. Vamos a escalar con los abrigos puestos, lo cual nos hace más voluminosas, pero Indie cree que es más fácil que cargar con ellos. Se coloca la mochila a la espalda, por encima de su larga trenza, que tiene un brillo casi tan ígneo como el de estos farallones cuando sale el sol.
—¿Preparada? —pregunta.
—Eso creo —respondo mientras miro la pared.
—Sígueme —ordena—. Te iré dando instrucciones.
Se agarra a la roca y comienza a subir. En mi ansia por seguirla, derribo un montoncito de piedras. Estas se esparcen y yo me aferro a la pared.
—No mires abajo —dice Indie.
Se tarda mucho más en escalar que en caer.
Me sorprende el tiempo que invertimos en esperar agarradas a la pared, en decidir el próximo movimiento antes de llevarlo a cabo. Me aferro a la roca con fuerza y doblo cuanto puedo los dedos de los pies. Me concentro en lo que tengo que hacer y, por alguna razón, eso significa que, aunque no pienso en Ky, lo tengo constantemente en la cabeza. Porque, en este momento, soy como él.
Aquí, las rocas son rojizas y están salpicadas de negro. No estoy segura de a qué se debe el negro; casi parece que un mar lleno de alquitrán hubiera lamido estos farallones en una época lejana.
—Vas bien —dice Indie cuando trepo a una repisa junto a ella—. Ahora viene la parte más difícil —añade mientras señala con el dedo—. Deja que pruebe yo primero.
Me siento en la repisa y me apoyó en la pared. Me duelen los brazos del esfuerzo. Me gustaría que la roca nos sostuviera, nos acunara cuando nos aferramos a ella, pero no lo hace.
—Creo que ya lo tengo —susurra Indie—. Cuando subas...
Oigo un ruido de piedras que caen, de carne que se rasguña contra la roca. Me pongo de pie. La repisa es estrecha y mi equilibrio es inestable.
—¡Indie!
Está colgando por encima de mí, agarrada a la pared. Casi me roza con una pierna. La tiene arañada, ensangrentada. La oigo jurar entre dientes.
—¿Estás bien? —pregunto.
—Empuja —me dice, con voz entrecortada—. Empújame hacia arriba.
Coloco las palmas de las manos bajo la suela de su bota, que está desgastada después de la carrera y embadurnada de tierra del cañón.
Hay un momento terrible en el que Indie apoya todo su peso en mis manos y sé que no encuentra ningún asidero al que aferrarse. Después, ya no está; el peso de su bota abandona mi mano; su suela se me queda grabada en la palma.
—Ya estoy arriba —dice—. Ve hacia tu izquierda. Te indicaré cómo subir desde ahí.