Aparte de los labradores, no estaba seguro de que aún hubiera anómalos tan cerca de la Sociedad. En Oria, hacía años que nadie veía o tenía noticias de uno, con la excepción del que mató a mi primo, el primer hijo de los Markham.
—Se lo pregunté a sus padres el día que vi la trucha arcoíris —explica—. La saqué del río y vi sus colores brillar al sol. La devolví al agua de inmediato cuando vi lo que era. Sus padres, cuando se lo conté, dijeron que era un buen augurio. Una señal. ¿Sabes qué es eso?
Asiento. A veces, mi padre me hablaba de señales.
—Ya no he visto más —continúa—, truchas arcoíris. Y, al final, no fue un buen augurio. —Respira hondo—. Solo dos semanas después, me enteré de que los funcionarios venían a buscarnos. Fui a avisarla, pero no estaba. Ni su familia tampoco.
Alarga la mano para coger el trozo de madera. Se lo devuelvo, pese a no haberlo terminado. Vick le da la vuelta y escruta el nombre aún incompleto, LAN, casi todo líneas rectas. Como las muescas de una bota. Y, de golpe, sé qué ha señalado en la suya. No el tiempo que ha sobrevivido en las provincias exteriores, sino el que lleva sin ella.
—La Sociedad me encontró antes de llegar a casa —prosigue—. Me trasladaron a las provincias exteriores de inmediato.
Me devuelve la madera y yo me pongo de nuevo a labrarla. Las llamas se reflejan en mi trozo de ágata como el sol debió de hacerlo en las escamas de la trucha arcoíris cuando Vick la sacó del agua.
—¿Qué le pasó a tu familia? —pregunto.
—Nada, espero —responde—. La Sociedad me reclasificó de forma automática, por supuesto. Pero yo era el hijo. Mis padres deberían de estar bien. —Percibo incertidumbre en su voz.
—Seguro que sí —digo.
Me mira.
—¿Lo dices en serio?
—La Sociedad puede estar deshaciéndose de los aberrantes y los anómalos. Pero, si se deshace de todos sus familiares, no quedará nadie. —Eso espero: de ese modo, es posible que tampoco les haya sucedido nada a Patrick y Aida.
Vick asiente y suspira.
—¿Sabes qué pensé?
—¿Qué? —pregunto.
—Te reirás —responde—. Pero la primera vez que recitaste el poema, no solo pensé que podías estar con el Alzamiento. También creí que habías venido para sacarme de allí. Mi Piloto personal.
—¿Por qué pensaste eso? —pregunto.
—Mi padre ocupa un cargo importante en el ejército —responde—. Muy importante. Estaba seguro de que mandaría a alguien para salvarme. Pensé que eras tú.
—Siento haberte decepcionado —digo, con frialdad.
—No me has decepcionado —aclara—. Nos sacaste de allí, ¿no?
No puedo evitar sentir una cierta satisfacción al oír sus palabras. Sonrío en la oscuridad.
—¿Qué crees que ha sido de ella? —pregunto al cabo de un momento.
—Creo que su familia escapó —responde—. En la base, cada vez había menos anómalos y aberrantes, pero no creo que la Sociedad los cogiera a todos. Es posible que su familia se marchara para intentar encontrar al Piloto.
—¿Crees que lo han encontrado? —Ahora me gustaría no haber insistido tanto en que el Piloto no es real.
—Eso espero —responde. Su voz parece hueca ahora que ya ha contado su historia.
Le doy la madera con el nombre grabado. La mira un momento y se la mete en el bolsillo.
—Bien —dice—. Ahora pensemos en cómo cruzar esta llanura y volver con los nuestros, estén donde estén. Voy a permitir que me guíes un tiempo más.
—Deja de decir eso —le insto—. Yo no guío. Esto lo hacemos juntos. —Miro el cielo preñado de estrellas. Su fulgor es un misterio para mí.
Mi padre quería ser quien lo cambiara todo y nos salvara a todos. Era peligroso. Pero creímos en él. El pueblo. Mi madre. Yo. Después, cuando crecí y comprendí que jamás lo conseguiría, dejé de tener fe. No morí con él porque ya no asistía a sus reuniones.
—Está bien —dice Vick—. Pero gracias por traernos hasta aquí.
—Gracias también a ti —añado.
Vick asiente. Antes de dormirse, saca su trozo de ágata y añade una muesca a su bota. Un día más vivido sin ella.
Cassia
—No tienes buen aspecto —dice Indie—. ¿Quieres que vayamos más despacio?
—No —respondo—. No podemos. —Si me paro, seré incapaz de reanudar la marcha.
—Nadie sale beneficiado si te mueres por el camino —afirma Indie, enfadada.
Me río.
—No me voy a morir. —Aunque estoy agotada, hambrienta, sedienta y dolorida, la idea de morirme se me antoja absurda. No puedo hacerlo ahora que quizá me esté acercando a Ky con cada paso que doy. Y, además, tengo las pastillas azules. Sonrío al imaginar qué puede poner en los otros papelitos.
Busco sin cesar más rastros de Ky. Aunque no voy a morirme, quizá esté más enferma de lo que creía, porque veo señales de él en todo. Me parece leer un mensaje suyo en el suelo del cañón, donde llovió y las grietas que se formaron en el barro cuando este se endureció podrían interpretarse como letras. Me agacho a mirarlo.
—¿Qué te parece? —pregunto a Indie.
—Barro —responde.
—No —digo—. Fíjate mejor.
—Piel, o escamas —dice y, por un instante, su idea me fascina tanto que no reanudo la marcha.
Piel, o escamas. Es posible que todo este cañón sea una serpiente larga y sinuosa por cuyo lomo caminamos y que, cuando alcancemos el final, podamos bajarnos de su cola. O puede que lleguemos a la boca y nos engulla enteras.
Por fin veo una verdadera señal cuando el cielo azul se tiñe de rosa y el aire comienza a cambiar.
Es mi nombre, «Cassia», grabado en un joven álamo de Virginia que crece al borde de un estrecho río.
El árbol no vivirá mucho; sus raíces ya se han vuelto demasiado superficiales por tratar de absorber el agua. Él ha grabado mi nombre en la corteza con tanto cuidado que casi parece parte del árbol.
—¿Ves esto? —pregunto a Indie.
Al cabo de un momento, ella dice:
—Sí.
Lo sabía.
Cerca del río veo un pueblecito, un pequeño manzanar en cuyos árboles de troncos retorcidos aún quedan algunas manzanas doradas. Al verlas al alcance de la mano, me entran ganas de llevar unas cuantas a Ky como prueba de que he seguido cada uno de sus pasos. Tendré que encontrar otro regalo para él aparte del poema: no voy a tener tiempo de terminarlo, de pensar en las palabras adecuadas.
Miro el suelo que rodea el álamo de Virginia y descubro pisadas que se adentran en el cañón. Al principio, no he reparado en ellas; están mezcladas con las huellas de otros animales que han ido a beber al río. Pero, entre las marcas almohadilladas y provistas de garras, hay claras pisadas de botas.
Indie salta la cerca del manzanar.
—Vamos —digo—. No hay razón para parar aquí. Sabemos por dónde han ido. Tenemos agua, y las pastillas.
—Las pastillas no van a ayudarnos —arguye mientras arranca una manzana y la muerde—. Al menos, deberíamos llevarnos manzanas.
—Las pastillas sí ayudan —digo—. Me he tomado una.
Indie deja de masticar.
—¿Te has tomado una? ¿Por qué?
—Claro que me he tomado una —digo—. Te alimentan igual que la comida.
Indie corre a mi lado y me da una manzana.
—Cómetela. Ya. —Sacude la cabeza—. ¿Cuándo te la has tomado?
—En el otro cañón —respondo, sorprendida de su cara de preocupación.
—Por eso estás enferma —dice—. No lo sabías, ¿verdad?
—¿Saber qué?
—Las pastillas azules están envenenadas —responde.
—Qué va —digo. Eso es absurdo. Xander jamás me habría dado algo envenenado.
Indie frunce los labios.
—Las pastillas están envenenadas —repite—. No tomes más. —Abre mi mochila y mete unas cuantas manzanas—. ¿Qué te hace pensar que sabes por dónde debemos ir?
—Lo sé y ya está —respondo mientras señalo las pisadas con impaciencia—. Estoy clasificando las señales.
Indie me mira. No sabe si creerme o no. Piensa que estoy enferma a causa de la pastilla, que estoy perdiendo la cabeza.
Pero ha visto mi nombre en el árbol y sabe que no lo he escrito yo.
—Sigo opinando que deberías descansar —dice, por última vez.
—No puedo —afirmo, y ella comprende que tengo razón.
Los oigo no mucho después de que hayamos abandonado el pueblo. Pasos detrás de nosotras. Estamos cerca del agua y me detengo.
—Hay alguien —digo mientras me vuelvo hacia Indie—. Alguien nos sigue.
Ella me mira, con expresión recelosa.
—Creo que oyes sonidos que no existen. Igual que has visto cosas que no están.
—No —digo—. Escucha.
Nos quedamos quietas y aguzamos el oído. No se oye nada aparte del susurro de las hojas mecidas por el viento. Cuando este cesa, también lo hace el susurro, pero yo continúo oyendo algo. ¿Pisadas? ¿Una mano que se apoya en una piedra? Algo.
—Ahí está —digo—. Eso debes de haberlo oído.
—Yo no oigo nada —insiste Indie, pero parece desconcertada—. No estás bien. Quizá deberíamos descansar un poco.
Le respondo reanudando la marcha. Estoy atenta por si oigo alguna señal de que nos siguen, pero, aparte de las hojas arrastradas por el viento, no oigo nada.
Caminamos hasta que oscurece y, entonces, encendemos las linternas y seguimos adelante. Indie estaba en lo cierto; ya no tengo la sensación de que alguien nos sigue. Solo oigo mi respiración, siento mi propia presencia, la debilidad de todas las venas de mi organismo, todas mis fibras musculares, todos los pasos de mis pies cansados. No voy a permitir que nada me detenga cuando estoy tan cerca de Ky. Tomaré más pastillas. Creo que Indie se equivoca con respecto a ellas.
Cuando no mira, saco otra pastilla, pero las manos me tiemblan demasiado. Se me cae al suelo, junto con un papelito. Y entonces me acuerdo. «Las notas de Xander. Quería leerlas.»
El viento se lleva el papelito y me siento incapaz de correr tras él o tratar de hallar una mota azul entre tanta negrura.
Ky
Me despierta un rugido de motores en el cielo.
«¿Desde cuándo atacan tan temprano?» pienso, frenético. Es más de día de lo que pensaba. Debía de estar muy cansado.
—¡Eli! —grito.
—¡Estoy aquí!
—¿Dónde está Vick?
—Quería tener un par de horas para pescar antes de irnos —responde—. Me ha dicho que me quedara y te dejara dormir.
—No, no, no —me lamento, y ninguno de los dos dice nada más, porque el rugido de las máquinas que nos sobrevuelan es demasiado fuerte.
Los proyectiles que lanzan no se parecen a los de otras veces. Son pesados. Precisos. No la lluvia dispersa a la que estamos habituados. Esta vez, parece que caigan descomunales piedras de granizo.
Cuando el ataque cesa, no espero el tiempo que debería.
—Quédate aquí —digo a Eli. Corro a la llanura y me arrastro por la hierba hacia el maldito río, hacia el maldito barrizal.
Pero Eli me sigue y no se lo prohíbo. Me arrastro hasta la orilla y, al llegar, no miro.
Creo en lo que veo. Si no veo a Vick muerto, no será verdad.
Prefiero mirar el lugar del río donde ha estallado un proyectil. Hay tierra mezclada con matojos pardos y verdes que asoman como las cabelleras enredadas de cadáveres semienterrados.
La fuerza de la explosión ha echado tierra al río y lo ha cegado. Lo ha convertido en charcas. Pedacitos de río sin escapatoria posible.
Camino unos pasos por la orilla, los suficientes para comprobar que han bombardeado el río entero.
Oigo los sollozos de Eli.
Me vuelvo y miro a Vick.
—Ky —dice Eli—. ¿Puedes hacer algo por él?
—No —respondo.
Lo que ha caído lo ha hecho con tanta fuerza que Vick ha salido despedido por los aires. Tiene el cuello roto. Debe de haber muerto en el acto. Sé que eso debería alegrarme. Pero no lo hace. Miro sus ojos vacíos, que reflejan el azul del cielo porque ya no queda nada de él.
¿Qué lo ha empujado a salir? ¿Por qué no ha pescado bajo los árboles en vez de hacerlo en este lugar tan expuesto?
Veo la razón en la charca próxima a él, atrapada en el agua remansada. Sé de qué pez se trata, pese a no haber visto nunca ninguno.
Una trucha arcoíris. Sus colores brillan al sol mientras se retuerce.
¿La ha visto Vick? ¿Por eso ha salido a campo abierto?
La charca se oscurece. Hay algo en el fondo del agua, una esfera de gran tamaño. Al mirarla con más atención, veo que suelta una toxina de liberación lenta.
No pretendían matar a Vick. Pretenden matar este río.
Mientras la miro, la trucha arcoíris se da la vuelta y veo su vientre blanco. Flota hasta la superficie.
Muerta como Vick.
Quiero reír y chillar al mismo tiempo.
—Tenía esto en la mano —dice Eli. Lo miro. Me enseña la madera que lleva grabado el nombre de Laney—. Se le ha caído cuando lo han alcanzado. —Coge la mano de Vick y la sostiene un momento. Luego, le cruza los brazos en el pecho—. Haz algo —dice mientras las lágrimas le corren por la cara.
Me aparto y me quito el abrigo.
—¿Qué haces? —pregunta, horrorizado—. No puedes dejarlo así.
No tengo tiempo para responder. Arrojo el abrigo al suelo y me meto en la charca más próxima, donde yace la trucha muerta. El frío duele. «El agua que corre rara vez se hiela, pero esta agua ya no corre.» Con ambas manos, cojo la esfera mientras aún escupe veneno. Pesa, pero la hago rodar para sacarla del agua. La dejo cerca de una piedra y me pongo a buscar la siguiente. No puedo retirar toda la tierra que ha cegado el río, pero puedo sacar el veneno de algunas de las charcas. Sé que esto es igual de inútil que todo lo que he hecho. Como tratar de reunirme con Cassia en una Sociedad que me quiere muerto.
Pero no puedo dejar de hacerlo.
Eli se acerca y también se mete en el agua.
—Es demasiado peligroso —digo—. Vuelve a los árboles.
En lugar de responder, Eli me ayuda a sacar la siguiente esfera. Me acuerdo de Vick cuando me ayudaba con los cadáveres y dejo que se quede.
Vick se pasa todo el día hablándome. Sé que eso significa que estoy loco, pero no puedo evitar oír su voz.
Me habla mientras Eli y yo sacamos esferas del río. Me cuenta su historia sobre Laney, una y otra vez. Lo imagino enamorándose de una anómala y declarándole su amor. Viendo la trucha arcoíris y corriendo a hablar con los padres de su amada. Poniéndose en pie para celebrar su contrato matrimonial y sonriendo al cogerle la mano, decidido a ser feliz pese a la Sociedad. Descubriendo, a su regreso, que ella no está.