Cassia coge los dos panes.
—¿Cómo sabéis que las pastillas están envenenadas? —pregunta, sin estar convencida.
—Me lo dijo Vick —respondo mientras trato de no dejarme llevar por el pánico—. La Sociedad siempre nos decía que, si ocurría alguna catástrofe, la pastilla azul nos salvaría. Pero no es cierto. Te inmoviliza. Y te mueres si no va nadie a salvarte.
—Sigo sin creérmelo —dice Cassia—. Xander no me daría nada que pudiera hacerme daño.
—No debía de saberlo —sugiero—. A lo mejor te las dio para que las intercambiaras.
—La pastilla ya tendría que haberte hecho efecto —dice Indie a Cassia—. No sé cómo, pero debes de haberlo neutralizado andando. No sé de nadie que lo haya hecho. Pero no querías parar hasta encontrar a Ky.
Todos miramos a Cassia. Se encuentra absorta en sus pensamientos y tiene la mirada perdida: clasifica información. Busca datos para tratar de explicar lo que ha sucedido, pero yo ya sé el único dato que necesita: es fuerte en sentidos que ni tan siquiera la Sociedad sabe predecir.
—Solo me he tomado una —susurra—. La otra se me ha caído. Y el papelito también.
—¿El papelito? —pregunto.
Cassia me mira, como si acabara de recordar que no está sola.
—Xander escondió notitas dentro de las pastillas. Llevan información de su microficha.
—¿Cómo? —pregunto. Indie se inclina hacia delante.
—No sé ni cómo consiguió robar las pastillas ni cómo metió los mensajes dentro —dice Cassia—. Pero lo hizo.
Xander. Niego con la cabeza. Sigue jugando sus cartas. Es lógico que Cassia no lo haya olvidado del todo. Es su mejor amigo. Aún es su pareja. Pero cometió un error dándole las pastillas.
—¿Me los devuelves? —pregunta Cassia a Indie—. Las pastillas no. Solo los papelitos.
Por un instante, la mirada de Indie cambia. Percibo desafío en ella. No tengo muy claro si lo que quiere es quedarse con los papelitos o se trata únicamente de que no le gusta que le den órdenes. Pero mete la mano en su mochila y saca el paquete con la base de papel de aluminio.
—Ten —dice—. De todos modos, no necesito nada de esto.
—¿Me dices qué ponía? —pregunto mientras trato de no parecer celoso.
Indie me lanza una mirada y sé que no la he engañado.
—Cosas como su color o actividad preferidos —responde Cassia, con dulzura. Sé que también ha percibido la falsedad de mi tono—. Creo que debía de saber que no llegué a ver su microficha.
Y eso me basta para tragarme mi preocupación. Me siento avergonzado: ella ha venido de muy lejos para encontrarme.
—El chico del otro cañón —dice Indie—. Cuando dijiste que esperó demasiado para tomarse la pastilla, creí que te referías a que había esperado demasiado para suicidarse.
Cassia se tapa la boca.
—¡No! —exclama—. Pensaba que había esperado demasiado y que la pastilla no lo había salvado por eso. —Baja la voz hasta susurrar—. No lo sabía. —Mira a Indie, horrorizada—. ¿Crees que él lo sabía? ¿Que quería morir?
—¿Qué chico? —pregunto a Cassia. Nos han sucedido muchas cosas durante el tiempo que llevamos separados.
—Un chico que escapó con nosotras —responde—. Es el que nos dijo por dónde habías ido.
—¿Cómo lo sabía? —pregunto.
—Era uno de los chicos que abandonasteis —dice Indie, sin rodeos. Se aleja del fuego mortecino. La luz de las llamas apenas le ilumina el rostro. Señala el cañón que nos rodea—. Este es el cuadro, ¿verdad? ¿El número diecinueve?
Tardo un momento en darme cuenta de lo que quiere decir.
—No —respondo—. El paisaje se parece, pero esa talla es incluso más grande que esta. Está más al sur. Yo no la he visto, pero mi padre conocía a gente que la había visto.
Espero a que haga algún otro comentario, pero no dice nada.
—Ese chico —repite Cassia.
Indie se ovilla para descansar.
—Tenemos que olvidarlo —le dice—. Ya no está.
—¿Cómo te encuentras? —susurro a Cassia.
Estoy sentado con la espalda apoyada en la roca. Su cabeza reposa en mi hombro. No logro dormirme. Puede que Indie tenga razón y ya se le haya pasado el efecto de la pastilla. Además, parece recuperada, pero tengo que vigilarla durante toda la noche para asegurarme de que está bien.
Eli se mueve en sueños. Indie no hace ningún ruido. No sé si duerme o escucha, de manera que hablo en voz baja.
Cassia no me responde.
—¿Cassia?
—Quería encontrarte —susurra—. Cuando intercambié la brújula, intentaba reunirme contigo.
—Lo sé —digo—. Y lo has hecho. Aunque el archivista te engañara.
—No lo hizo —arguye—. O no del todo. Me dio un relato que era más que un mero relato.
—¿Qué relato? —pregunto.
—Se parecía al de Sísifo que tú me explicaste —responde—. Pero lo llamaba el Piloto, y hablaba de una rebelión. —Se aprieta contra mí—. No somos los únicos. En alguna parte, existe algo llamado el Alzamiento. ¿Has oído hablar de él?
—Sí —respondo, pero no digo más.
No quiero hablar del Alzamiento. Ha dicho «no somos los únicos» como si eso fuera bueno, pero, en este momento, todo lo que yo deseo es sentir que nosotros somos los únicos del campamento. La Talla. El mundo.
Apoyo mi mano en su cara, la ahueco contra la curva de la mejilla que traté de labrar en piedra hace unos días.
—No te preocupes por la brújula. Yo tampoco tengo el retal verde de seda.
—¿También te han quitado eso?
—No —respondo—. Sigue en la Loma.
—¿Lo dejaste allí? —pregunta, sorprendida.
—Lo até a la rama de un árbol —respondo—. No quería que nadie me lo quitara.
—La Loma —dice.
Por un momento, nos quedamos callados, recordando. Luego añade, con un deje de picardía en la voz:
—Antes no me has recitado nuestro poema.
Me aproximo más a ella y esta vez soy capaz de hablar. Susurro, aunque una parte de mí quiere gritar.
—«No entres dócil.»
—No —asiente.
Su voz y su piel son suaves en esa buena noche. Y me besa con pasión.
Cassia
Ver despertar a Ky es mejor que contemplar la salida del sol. Está quieto y profundamente dormido y, al momento, lo veo retornar de las tinieblas, asomar a la superficie. Muda la expresión, mueve los labios, abre los ojos. Y su sonrisa es como el sol. Cuando se inclina sobre mí, alzo la cabeza y el calor me envuelve al fundirse nuestros labios.
Hablamos del poema de Tennyson y de cómo ambos lo recordamos, de cómo me vio leyéndolo en el bosque de la Loma. Ha oído decir que antes era una contraseña. Lo oyó aquí, cuando era pequeño, y Vick se lo recordó hace mucho menos tiempo.
Vick. Ky habla quedo del amigo que le ayudó a cavar tumbas y de Laney, la chica que Vick amaba. Después, con voz fría y dura, me explica cómo escapó y cómo abandonó a sus compañeros. Arroja una luz despiadada sobre sí y sus actos. Pero yo no veo a los que dejó, sino a quien ha traído. Eli. Ky hizo lo que pudo.
Le cuento la versión del Piloto que me ha explicado Indie y le hablo más del chico que eligió un cañón distinto de la Talla.
—Buscaba algo —digo, y me pregunto si no sabría qué hay detrás de la pared de la Sociedad—. Y murió.
Por último, le hablo de los anómalos marcados de azul que encontramos en lo alto de la Talla y de su posible vinculación con el Alzamiento.
Después, nos quedamos callados. Porque no sabemos qué va a pasar.
—Veo que la Sociedad ya ha metido la nariz en los cañones —dice Ky.
Eli pone los ojos como platos.
—Y en nuestros abrigos.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, y Ky y Eli nos hablan de los cables que nos abrigan y registran nuestros datos.
—Yo me los arranqué —dice Ky, y encuentro una explicación a los cortes de su abrigo.
Miro a Eli, que parece haberse puesto a la defensiva y se cruza de brazos.
—Yo he dejado los míos como están —afirma.
—No hay nada de malo en eso —dice Ky—. Es tu decisión. —Me pregunta con la mirada qué quiero hacer.
Le sonrío, me quito el abrigo y se lo doy. Él lo coge y me mira fijamente, como si aún no creyera lo que ve. Me quedo de pie frente a él, sin apartar los ojos. Una sonrisa asoma a sus labios antes de dejar el abrigo en el suelo y cortar la tela con rapidez y precisión.
Cuando termina, me da un amasijo de cables azules y un pequeño disco plateado.
—¿Qué hiciste con los tuyos? —pregunto.
—Los dejé debajo de una piedra —responde.
Asiento y me pongo a escarbar para enterrar los míos. Cuando acabo, me enderezo. Ky me sujeta el abrigo y yo me lo vuelvo a poner.
—Debería seguir abrigándote —dice—. No he tocado los cables rojos.
—¿Y tú? —pregunta Eli a Indie.
Ella niega con la cabeza.
—Voy a hacer como tú —responde, y Eli esboza una sonrisa.
Ky asiente. No parece sorprendido.
—¿Y ahora qué? —pregunta Indie—. No creo que debamos intentar atravesar la llanura después de lo que le ha pasado a vuestro amigo.
Eli se estremece ante su franqueza y la voz de Ky, cuando habla, parece crispada.
—Eso es cierto. Pueden volver y, aunque no lo hagan, ahora el agua está envenenada.
—Pero hemos sacado parte del veneno —dice Eli.
—¿Por qué? —pregunta Indie.
—Para intentar salvar el río —responde Ky—. Ha sido una estupidez.
—No lo ha sido —dice Eli.
—No hemos sacado el suficiente para cambiar nada.
—No es cierto —se obstina Eli.
Ky saca un mapa de su mochila y lo desenrolla. Es una lámina bonita con colores y señales.
—Ahora estamos aquí —dice mientras señala un punto situado al borde de la Talla.
No puedo evitar sonreír. Estamos aquí, juntos. Por ancho que sea el mundo, hemos conseguido reunirnos. Alargo la mano y paso el dedo por el camino que he recorrido para encontrarlo hasta que mi mano tropieza con la suya en el mapa.
—Buscaba una forma de volver contigo —explica Ky—. Quería atravesar la llanura y volver a la Sociedad. Nos llevamos algunas cosas del caserío de los labradores para intercambiarlas.
—El pueblo abandonado —dice Indie—. Nosotras también pasamos por allí.
—No está abandonado —matiza Eli—. Ky vio una luz. Alguien no se fue.
Me estremezco al recordar la sensación de que nos seguían.
—¿Qué os llevasteis? —pregunto a Ky.
—Este mapa —responde—. Y esto. —Vuelve a meter la mano en su mochila y me da algo distinto: libros.
—Oh —exclamo mientras los huelo y paso los dedos por los bordes—. ¿Tienen más?
—Lo tienen todo —responde Ky—. Libros de cuentos, tratados de historia, todo lo que puedas imaginar. Los guardan desde hace años en una cueva de la pared del cañón.
—En ese caso, volvamos —dice Indie, con decisión—. La llanura todavía no es segura. Y Cassia y yo necesitamos cosas para intercambiarlas.
—También podríamos coger más comida —sugiere Eli. Frunce el entrecejo—. Pero esa luz...
—Iremos con cuidado —afirma Indie—. Tiene que ser mejor que intentar cruzar las montañas en esta época del año.
—¿Qué opinas? —me pregunta Ky.
Me acuerdo del día que visité la vieja biblioteca de Oria y vi cómo los trabajadores rompían los libros y las páginas se soltaban. E imagino que las hojas remontaron el vuelo y recorrieron kilómetros hasta posarse en un lugar seguro y oculto. Se me ocurre otra idea: puede que incluso haya información del Alzamiento entre los libros reunidos por los labradores.
—Quiero ver todas las palabras —digo a Ky, y él asiente.
Por la noche, Ky y Eli nos muestran un cobijo que Indie y yo no hemos visto al pasar en la dirección contraria. Es una cueva, espaciosa una vez dentro; y cuando Ky la alumbra con la linterna, se me corta la respiración. Está pintada.
Jamás había visto pinturas como estas: son auténticas, no imágenes de terminal ni impresiones en papel. Rebosan colores. Son grandiosas: cubren las paredes y parte del techo.
Miro a Ky.
—¿Cómo es posible? —pregunto.
—Debieron de pintarlas los labradores —dice—. Sabían fabricar pinturas con plantas y minerales.
—¿Hay más? —pregunto.
—Muchas de las viviendas del caserío están pintadas —responde.
—¿Y estos? —pregunta Indie— Señala una serie de grabados más alejados de la entrada de la cueva que representan figuras primitivas en movimiento.
—Son grabados más antiguos —responde Ky—. Pero tratan de lo mismo.
Tiene razón. Las pinturas de los labradores son menos toscas, más refinadas: toda una pared de muchachas con bonitos vestidos y hombres descalzos con coloridas camisas. Pero sus movimientos parecen imitar los que ilustran los grabados más antiguos.
—Oh —susurro—. ¿Crees que pintaron un banquete de emparejamiento? —Nada más decirlo, me siento tonta. Aquí no tienen banquetes de emparejamiento.
Pero Indie no se ríe de mí. Su expresión mientras pasa los dedos por las paredes y las pinturas es compleja. En sus ojos se mezclan la nostalgia, la rabia y la esperanza.
—¿Qué hacen? —pregunto a Ky—. Las dos series de figuras están... moviéndose. —Una de las chicas tiene las manos alzadas. Yo levanto las mía, para intentar averiguar qué hace.
Ky me observa con una mirada que ya conozco, la que está cargada de tristeza y también de amor, la que me lanza cuando sabe algo que yo no sé, algo de lo que cree que me han privado.
—Bailan —responde.
—¿Qué? —pregunto.
—Algún día te enseñaré —dice, y su voz, tierna y grave, me hace temblar de la cabeza a los pies.
Ky
Mi madre sabía bailar y cantar, y salía a contemplar la puesta de sol todos los días. «No tienen puestas de sol como estas en las provincias interiores», decía. Siempre encontraba un lado bueno a todo y luego miraba hacia ahí cada vez que tenía ocasión.
Creía en mi padre y asistía a todas sus reuniones. Él iba al desierto con ella después de las tormentas y la acompañaba mientras buscaba hoyos llenos de agua de lluvia y pintaba con ella. Él quería hacer cosas, cambios, que perduraran. Ella siempre supo que lo que pintaba se desvanecería.
Cuando veo a Cassia bailando sin saber que lo hace, girando alborozada mientras mira las pinturas y los grabados de la cueva, comprendo por qué mis padres creyeron el uno en el otro.
Es hermoso, y real, pero el tiempo que pasemos juntos podría ser tan efímero como la nieve de la meseta. Podemos tratar de cambiarlo todo o limitarnos a aprovechar al máximo el tiempo que tenemos, sea el que sea.