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Authors: Ally Condie

Tags: #Infantil y juvenil, #Romántico

Caminos cruzados (25 page)

Aunque, en cierto modo, ya me lo esperaba, aún me duele ver sus intercambios reflejados en el libro. Los reconozco por su firma y por las fechas consignadas. Fue uno de los últimos en seguir realizando intercambios con los labradores, incluso cuando vivir en las provincias exteriores empezó a ser peligroso. Creía que dejar de hacerlo parecería una muestra de debilidad.

Como dicen los panfletos, siempre hay un Piloto y varios posibles aspirantes que se preparan para sustituirlo si cae. Mi padre no fue nunca el Piloto, pero sí uno de los candidatos a ocupar su lugar.

—Haz lo que te ordena la Sociedad —le dije cuando fui mayor y comprendí cuánto se arriesgaba—. Así no nos meteremos en líos.

Pero él no podía evitarlo. Poseía inteligencia y astucia, pero era un hombre de acción que carecía por completo de sutileza y nunca sabía cuándo convenía parar. Yo ya me di cuenta cuando era pequeño. No le bastó con ir a los cañones para realizar intercambios: tuvo que aprender a escribir. No le bastó con enseñarme a mí: tuvo que enseñar a todos los niños y después a sus padres. No le bastó con conocer la existencia del Alzamiento: tuvo que contribuir a su expansión.

Fue culpa suya que murieran. Llevó las cosas demasiado lejos y corrió demasiados riesgos. De no ser por él, los vecinos del pueblo no habrían estado congregados en una reunión.

Y, después de aquel último ataque aéreo, ¿quién se presentó para llevarse a los supervivientes?

La Sociedad. No el Alzamiento. Sé qué es que te abandonen cuando ya no te necesitan. El Alzamiento me asusta. Aún más que eso, me asusta quién sería yo en el Alzamiento.

Me dirijo al lugar donde estaba Indie cuando se ha metido algo en la mochila. En la mesa, delante mí, hay una caja impermeabilizada repleta de mapas.

La miro. Está más adelante. Hojea un libro y su cabeza gacha me recuerda la flor acampanada y vuelta hacia el suelo de una yuca.

—Nos queda poco tiempo —digo mientras cojo la caja—. Voy a buscar un mapa para cada uno por si nos separamos.

Cassia asiente. Ha encontrado algo interesante. No veo qué es, pero veo la alegría de su rostro y la tensión que el entusiasmo imprime a su cuerpo. El mero concepto del Alzamiento la hace revivir. Es lo que ella quiere. Quizá incluso sea lo que su abuelo quería que encontrara.

«Sé que has venido a la Talla por mí, Cassia. Pero el Alzamiento es el único lugar al que no sé si puedo ir por ti.»

Capítulo 36

Cassia

Ky extiende un mapa en la mesa y coge un carboncillo.

—He encontrado otro que podemos utilizar —me dice mientras lo corrige—. Tengo que ponerlo al día. Está un poco anticuado.

Cojo otro libro y lo hojeo en busca de información que nos resulte útil, pero, por alguna razón, acabo componiendo un poema. Es sobre Ky, no para él, y me descubro imitando el estilo enigmático del autor del libro.

Marqué cada muerte en un mapa,

cada pesar y cada golpe,

mi mundo era una página en negro

sin rastro alguno de nieve.

Miro a Ky. Mientras corrige el mapa, sus manos se mueven con la misma rapidez y precisión que cuando escribe, con la misma seguridad que cuando me toca.

No alza la vista y el deseo me corroe. Lo deseo a él. Y deseo saber qué piensa y qué siente. ¿Por qué tiene que ser capaz de quedarse tan callado, de permanecer tan quieto, de ver tanto?

¿Cómo puede invitarme a entrar y, a la vez, dejarme fuera?

—Tengo que salir —digo más adelante.

Suspiro con frustración: no hemos encontrado nada concreto, solo infinidad de propaganda y la historia del Alzamiento, la Sociedad y los propios labradores. Al principio, era fascinante, pero acabo de darme cuenta de que, fuera, el río cada vez lleva más agua. Me duelen la espalda y la cabeza y el miedo comienza a encogerme el pecho. ¿Estoy perdiendo mi capacidad para clasificar? Primero, mi error con las pastillas azules, ahora esto—. ¿Ha dejado ya de tronar?

—Creo que sí —responde Ky—. Salgamos a ver.

En la cueva llena de víveres, Eli se ha ovillado para dormir, rodeado de mochilas repletas de manzanas.

Ky y yo salimos. Aún llueve, pero la electricidad ha abandonado el aire.

—Podemos irnos cuando amanezca —dice.

Contemplo su perfil oscuro débilmente iluminado por la linterna que lleva. La Sociedad jamás sabría cómo expresar esto en una microficha. «Pertenece a la tierra. Sabe correr.» Jamás sabría describirlo.

—Aún no hemos encontrado nada. —Trato de reírme—. Si alguna vez vuelvo, la Sociedad tendrá que modificar mi microficha. Tendrá que quitar «Dotes excepcionales para la clasificación».

—Lo que estás haciendo es más que clasificar —se limita a decir Ky—. Deberíamos descansar pronto, si podemos.

«Él no está tan motivado como yo para encontrar el Alzamiento —advierto—. Intenta ayudarme, pero, si yo no estuviera, no se molestaría en buscar una forma de unirnos a los rebeldes.»

De pronto, pienso en las palabras del poema. «No te alcancé.»

Me las quito de la cabeza. Estoy cansada, eso es todo; me siento frágil. Y caigo en la cuenta de que aún no he oído toda la historia de Ky. Él tiene motivos para sentirse como se siente, pero yo no los conozco todos.

Pienso en todo lo que sabe hacer, escribir, labrar, pintar, y mientras lo observo en la oscuridad, detenido al borde del caserío vacío, me invade una súbita tristeza. «No hay lugar para alguien como él en la Sociedad —pienso—, para alguien con la capacidad de crear. Sabe hacer muchísimas cosas cuyo valor no se puede medir, cosas que nadie más hace, y a la Sociedad le trae sin cuidado.»

Me pregunto si, cuando mira este caserío vacío, ve un lugar donde podría haberse sentido como en casa. Donde podría haber escrito junto a los demás, donde las bonitas muchachas de las pinturas habrían sabido bailar.

—Ky —digo—. Quiero conocer el resto de tu historia.

—¿Toda? —pregunta, con voz grave.

—Toda la que quieras contarme —respondo.

Me mira. Me llevo su mano a los labios y le beso los nudillos, los arañazos de la palma. Él cierra los ojos.

—Mi madre pintaba con agua —dice—. Y mi padre jugaba con fuego.

Capítulo 37

Ky

Mientras llueve, me permito imaginar un cuento sobre nosotros. El que escribiría si pudiera.

Ambos olvidaron el Alzamiento y se quedaron solos en el caserío. Se pasearon por las casas vacías. Sembraron en primavera y cosecharon en otoño. Metieron los pies en el río. Leyeron poesía hasta estar ahítos. Se susurraron palabras que resonaron en las paredes del cañón vacío. Sus labios y manos se tocaron siempre que quisieron y tanto como quisieron.

Pero ni tan siquiera en mi versión de lo que debería ocurrir puedo cambiar quiénes somos ni el hecho de que también queramos a otras personas.

No transcurrió mucho tiempo antes de que otras personas aparecieran en sus pensamientos. Bram los observó con ojos tristes y expectantes. Apareció Eli. Sus padres pasaron y, al alejarse, volvieron la cabeza para ver fugazmente a sus queridos hijos.

Y también estaba Xander.

Dentro de la cueva, Eli está despierto, rebuscando entre los escritos con Indie.

—No podemos pasarnos la vida aquí —dice. Parece asustado—. La Sociedad va a encontrarnos.

—Solo un rato más —sugiere Cassia—. Estoy segura de que aquí hay algo.

Indie deja el libro que había cogido y se echa la mochila al hombro.

—Voy a bajar —dice—. Volveré a mirar en las casas por si se nos ha pasado algo. —Me lanza una mirada al salir de la cueva y sé que Cassia se da cuenta.

—¿Crees que han cogido a Hunter? —pregunta Eli.

—No —respondo—. No sé cómo, pero creo que Hunter va a conseguir lo que se propone.

Eli tiembla.

—La Caverna... estaba mal.

—Lo sé —digo. Eli se frota los ojos con la base de la mano y coge otro libro—. Tendrías que descansar más, Eli —añado—. Seguiremos buscando nosotros.

Él mira las paredes que nos rodean.

—¿Por qué no habrán pintado nada aquí? —se pregunta.

—Eli —digo con más firmeza—. ¡Descansa!

Él vuelve a envolverse en una manta, esta vez en un rincón de la biblioteca para estar cerca de nosotros. Cassia procura no enfocarlo con la linterna. Se ha retirado el pelo de la cara y está ojerosa.

—Tú también deberías descansar —digo.

—Aquí hay algo —afirma—. Tengo que encontrarlo. —Me sonríe—. Tuve la misma sensación cuando te buscaba. A veces, creo que cuando busco es cuando soy más fuerte.

Es cierto. Lo es. Adoro esa cualidad suya.

Por eso he tenido que mentirle sobre el secreto de Xander. De no haberlo hecho, ella no habría descansado hasta averiguar cuál es.

Me levanto.

—Voy a ayudar a Indie —le digo. Es hora de saber qué esconde.

—De acuerdo —dice. Levanta la mano del libro y deja que la página que estaba leyendo se pierda y se confunda con el resto—. Ten cuidado.

—Lo tendré —aseguro—. Vuelvo enseguida.

No me cuesta encontrar a Indie. La luz que parpadea en una de las casas la delata, como ella sabía que haría. Bajo por el sendero, que está resbaladizo a causa de la lluvia.

Cuando llego a la casa, primero miro por la ventana. El cristal parece ondularse debido al desgaste y al agua, pero veo a Indie en el interior. Ha dejado la linterna en el suelo y tiene otro objeto luminoso en la mano.

Un miniterminal.

Me oye entrar. Le quito el terminal de la mano de un golpe, pero no consigo cogerlo al vuelo. El aparato cae al suelo, pero no se rompe. Indie respira, aliviada.

—Adelante —dice—. Míralo si quieres.

Habla quedo. Percibo un hondo anhelo en su voz y, por debajo, oigo el rumor del río del cañón. Me pone la mano en el brazo. Es la primera vez que la veo buscar contacto físico y eso me disuade de hacer pedazos el miniterminal contra el suelo de madera.

Miro la pantalla y veo un rostro familiar.

—¡Xander! —exclamo, sorprendido—. Tienes una foto de Xander. Pero ¿cómo? —Solo me lleva un momento deducir lo sucedido—. Le has robado la microficha a Cassia.

—Es lo que ella me ayudó a esconder en la aeronave —dice, sin ningún remordimiento—. Ella no lo sabía. La escondí con sus pastillas y me la quedé hasta que tuve una forma de verla. —Me coge el miniterminal de las manos y lo apaga.

—¿Es esto lo que has encontrado en la biblioteca? —pregunto—. ¿El miniterminal?

Indie niega con la cabeza.

—Lo robé antes de entrar en los cañones.

—¿Cómo?

—Se lo quité al líder de los chicos en el pueblo, la noche antes de escapar. Tendría que haber estado más atento. Todos los aberrantes saben robar.

«No todos, Indie —pienso—. Solo algunos sabemos.»

—¿Saben dónde estamos? —pregunto—. ¿Transmite la posición? Vick y yo nunca estuvimos seguros de lo que hacían estos mini-terminales.

Se encoge de hombros.

—No lo creo. De todas formas, después de lo que ha pasado en la Caverna la Sociedad va a venir. Pero el miniterminal no es lo que quería enseñarte. Solo estaba pasando el rato hasta que vinieras. —Comienzo a reprenderla por haber robado a Cassia, pero ella mete la mano en su mochila y saca un cuadrado de recia tela doblada. Lona.

—Esto es lo que quiero que veas. —Despliega la tela. Es un mapa—. Creo que indica cómo llegar al Alzamiento —dice—. Mira.

Los términos del mapa están en clave, pero conozco el paisaje: el borde de la Talla y la llanura adyacente. En vez de mostrar las montañas a las que se dirigieron los labradores, abarca más parte del río donde murió Vick, que atraviesa la llanura y sigue hacia el sur. Desemboca en una mancha negra donde hay palabras cifradas escritas en blanco.

—Creo que es el mar —dice mientras toca el espacio negro del mapa—. Y estas palabras señalan una isla.

—¿Por qué no se lo has dado a Cassia? —pregunto—. Ella es clasificadora.

—Quería dártelo a ti —dice—. Porque sé quién eres.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

Mueve la cabeza con impaciencia.

—Sé que puedes descifrar el código. Sé que sabes clasificar.

Tiene razón. Sé clasificar. Ya he deducido qué significan las palabras escritas en blanco: «a su casa retorne».

Pertenecen al poema de Tennyson. Señalan el territorio del Alzamiento. Lo han llamado «casa». Y, para llegar, hay que seguir el río en el que la Sociedad arrojó veneno y murió Vick.

—¿Cómo sabes que sé clasificar? —pregunto mientras dejo el mapa y finjo que todavía no lo he descifrado.

—He estado atenta —responde. Y entonces se inclina hacia mí. Sentados así, iluminados únicamente por la linterna, parece que el resto del mundo se haya vuelto negro y yo me haya quedado a solas con ella y su concepto de mí—. Sé quién eres. —Se acerca todavía más—. Y quién deberías ser.

—¿Quién debería ser? —pregunto. No me aparto. Sonríe.

—El Piloto —responde.

Me río y me retiro.

—No. ¿Qué me dices del poema que recitaste a Cassia? Habla de una mujer Piloto.

—No es un poema —dice con vehemencia.

—Una canción —me corrijo—. Las palabras iban acompañadas de música. —Debería haberlo sabido.

Indie exhala, frustrada.

—No importa cómo llega el Piloto ni si es hombre o mujer. La idea es la misma. Ahora lo entiendo.

—Aun así, yo no soy el Piloto.

—Lo eres —dice—. No quieres serlo y por eso huyes del Alzamiento. Alguien tiene que convencerte de que te unas a la rebelión. Es lo que intento hacer yo.

—El Alzamiento no es lo que imaginas —arguyo—. No son unos cuantos aberrantes, anómalos, rebeldes e inconformistas que campan a sus anchas. Es una estructura. Un sistema.

Se encoge de hombros.

—Sea lo que sea, quiero formar parte. Llevo toda la vida pensando en él.

—Si crees que esto va a conducirnos al Alzamiento, ¿por qué me lo das a mí? —pregunto, con el mapa en la mano—. ¿Por qué no se lo das directamente a Cassia?

—Somos iguales —susurra—. Tú y yo. Nos parecemos más que tú y Cassia. Podríamos irnos ahora mismo.

Tiene razón. Me veo reflejado en ella. Siento una compasión tan honda que quizá sea un sentimiento completamente distinto. Empatía. Hay que creer en algo para sobrevivir. Ella ha elegido el Alzamiento. Yo, a Cassia.

Indie lleva mucho tiempo guardando silencio. Escondiéndose. Huyendo. Desplazándose. Pongo mi mano junto a la suya. No le toco los dedos. Pero ella ve las marcas de los míos. Tengo cicatrices por haber vivido aquí que ningún ciudadano de la Sociedad tendría.

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