Desde arriba, Indie y yo seríamos demasiado pequeñas para que nos vieran.
—Creo que nos hemos equivocado de cañón —digo a Indie.
Ella no responde enseguida; se ha agachado para coger un frágil objeto gris del suelo. Me lo enseña en las manos ahuecadas.
—Un viejo panal —digo mientras miro las apretadas celdillas finas como el papel.
—Parece una concha. —Indie abre su mochila y mete el panal abandonado—. ¿Quieres que demos media vuelta? ¿Que probemos con otro cañón?
Me detengo. Ya llevamos casi veinticuatro horas andando y nos hemos quedado sin comida. Para reponernos de la larga carrera hasta la Talla, nos hemos terminado toda la que llevábamos, que era para dos días. No quiero malgastar pastillas retrocediendo, sobre todo porque no sé si alguien nos sigue o nos acecha.
—Supongo que deberíamos continuar —digo—. Quizá veamos alguna señal de él pronto.
Indie asiente, se pone la mochila y recoge las dos piedras afiladas como cuchillos que siempre lleva mientras caminamos. Yo hago lo mismo. Hemos visto huellas de animales, aunque seguimos sin ver señales de los anómalos.
No hemos visto señales de nadie, vivo o muerto, aberrante o anómalo, funcionario o rebelde.
Por la noche, trabajo a oscuras en mi poema. Me ayuda a no pensar en lo que he dejado atrás.
Escribo otro primer verso.
«No hallé un modo de volar hasta ti. Por eso he dado cada paso por esta piedra.»
Tantos comienzos... Me digo que, en cierto sentido, es una suerte que todavía no haya encontrado a Ky, porque aún no sé qué susurrarle cuando lo vea, qué palabras serían el mejor regalo.
Indie habla por fin.
—Tengo hambre —dice. Su voz parece tan hueca como el panal vacío.
—Puedo darte una pastilla azul si quieres —sugiero.
No sé por qué soy tan reticente a tomarlas, dado que esta es precisamente la clase de situación para la que Xander me las dio. Quizá sea porque el chico que huyó con nosotras parecía no quererlas. O porque espero tener algo que dar a Ky cuando lo vea después de haber intercambiado su brújula. O porque todavía recuerdo las palabras de mi abuelo cuando hablamos de otra pastilla, la verde: «Eres lo bastante fuerte para pasar sin ella».
Indie me lanza una mirada incisiva y desconcertada.
Se me ocurre una idea y saco la linterna. Alumbro el suelo y vuelvo a reparar en algo que ya había visto y aún recuerdo: una planta. Mi madre no me enseñó muchos nombres de plantas, pero sí me describió los signos generales de toxicidad. Esta planta no muestra ninguno y sus espinas parecen indicar que tiene algo que proteger. Es carnosa y verde, con los bordes morados. No está lozana como la vegetación del distrito, pero es claramente mejor que el mustio amasijo de tallos y hojas al que el invierno ha reducido la mayoría de las plantas. Algunas de ellas tienen pequeños capullos grises colgados de sus peladas ramas, recuerdos de mariposas.
Indie me observa mientras arranco con cautela una de las recias hojas espinosas. Después se agacha a mi lado y hace lo mismo, y ambas utilizamos nuestras navajas de piedra para quitar las espinas. Nos lleva un buen rato, pero, al terminar, cada una tiene un trocito verde grisáceo de planta que parece despellejado.
—¿Crees que es venenosa? —pregunta Indie.
—No estoy segura —respondo—. Creo que no. Pero déjame probarla a mí.
—No —dice—. Las dos tomaremos un trocito a ver qué pasa.
Durante un momento, no hacemos nada aparte de masticar y, aunque no es lo mismo que la comida que llevo toda la vida ingiriendo, la comida de la Sociedad, es suficiente para engañar el estómago y matar el hambre. Si me abrieran en canal, quizá hallarían una chica que, en vez de tener huesos, está sustentada por fibrosos tendones resecos parecidos a las tiras de corteza que aquí cuelgan de los árboles.
Cuando nada sucede al cabo de un rato, damos otro mordisco a la planta. Se me ocurre otra palabra que puede rimar y la escribo, pero la tacho. No rima.
—¿Qué haces? —pregunta Indie.
—Intento escribir un poema.
—¿Uno de los Cien Poemas?
—No. Este es nuevo. Son mis propias palabras.
—¿Cómo has aprendido a escribir? —Se acerca un poco más y mira con curiosidad las letras que he escrito en el suelo.
—Me enseñó él —respondo—. El chico que busco.
Indie vuelve a quedarse callada y a mí se me ocurre otro verso.
«Tu mano envolviendo la mía, enseñándome figuras.»
—¿Por qué eres aberrante? —pregunta Indie—. ¿Eres la primera generación?
Vacilo, porque no quiero mentirle, pero entonces me doy cuenta de que ya no es una mentira. Si la Sociedad ha descubierto mi huida, seguro que me reclasificará como aberrante.
—Sí —respondo—. Soy la primera generación.
—Entonces, ¿la que ha hecho algo eres tú? —pregunta.
—Sí —respondo—. Yo he provocado mi reclasificación. —Eso también es cierto, o lo será. Cuando mi estatus cambie, no será culpa de mis padres.
—Mi madre construyó una barca —dice Indie, y la oigo tragarse otro trozo de planta—. Vació el tronco de un árbol viejo. Tardó años en terminarla. Luego, zarpó y los funcionarios la encontraron en menos de una hora. —Suspira—. La recogieron y la salvaron. Nos dijeron que solo quería probar la barca y que estaba agradecida de que la hubieran encontrado a tiempo.
Oigo un sonido extraño en la oscuridad que no logro identificar, un movimiento delicado parecido a un susurro. Tardo un momento en darme cuenta de que lo hace ella al pasarse el panal de una mano a otra.
—Nunca he vivido cerca del agua —digo—. Ni del mar.
—Te llama —susurra. Antes de que pueda preguntarle a qué se refiere, añade—: Después, cuando los funcionarios se fueron, nos contó a mi padre y a mí lo que pasó de verdad. Ella les había dicho que quería marcharse. Dijo que lo peor fue que, cuando la encontraron, ni tan siquiera había perdido de vista la orilla.
Siento que estoy al borde de un mar y que algo, una certeza, me lame los pies. Casi veo a la mujer de la barca, alejándose, sin ver nada detrás de ella aparte de mar y cielo. Casi oigo su hondo suspiro de alivio cuando deja de mirar el lugar donde antes estaba la costa y pienso que ojalá se hubiera alejado lo suficiente para eso.
Indie susurra:
—Cuando los funcionarios descubrieron lo que nos había contado, nos dieron una pastilla roja a todos.
—Oh —digo. ¿Debía actuar como si supiera lo que sucede después? ¿La amnesia?
—Yo no olvidé —continúa. Y, aunque la oscuridad ya es demasiado densa para que le vea los ojos, sé que me está mirando.
Debe de pensar que conozco el efecto que surten las pastillas rojas. Es como Ky y Xander. Es inmune.
«¿Cuántos más son como ellos? ¿Lo soy yo?»
La pastilla roja que guardo con las azules me tienta en ocasiones, tal como ocurrió la mañana que se llevaron a Ky. Pero ahora no es porque quiera olvidar. Es porque quiero saber. ¿Soy también inmune?
Pero podría no serlo. Y ahora no es momento de olvidar. Además, quizá la necesite más adelante.
—¿Te disgustó que intentara marcharse? —pregunto mientras pienso en Xander y en lo que dijo sobre mi modo de irme. Al instante querría no haber preguntado eso, pero Indie no se molesta.
—No —contesta—. Siempre tuvo intención de venir a buscarnos.
—Oh —digo.
Nos quedamos calladas y, de pronto, recuerdo una vez que Bram y yo esperábamos a mi madre junto al pequeño estanque del arboreto. Bram quería arrojar una piedra al agua pero sabía que se metería en un lío si alguien lo veía. De modo que esperó. Observó. Justo cuando yo creía que había desistido, echó rápidamente el brazo hacia atrás y lanzó la piedra, que cayó al agua y rizó la superficie del estanque.
Indie lanza primero.
—Había oído hablar de una rebelión en una isla próxima a la costa. Quería encontrarla y volver para llevarse a su familia.
—Yo también he oído hablar de una rebelión —digo, incapaz de contener mi entusiasmo—. La llaman el Alzamiento.
—Es la misma —confirma Indie, y parece ilusionada—. Alguien le dijo que está en todas partes. Estos cañones son justo la clase de sitio donde podría estar.
—Yo también pienso eso —digo. Imagino una lámina de papel traslúcido colocada sobre uno de los mapas de la Sociedad, con señales que indican lugares que la Sociedad desconoce o no quiere que veamos.
—¿Crees que existe un líder al que llaman el Piloto? —pregunto.
—¡Sí! —exclama Indie, emocionada. Y entonces, para mi sorpresa, recita unas palabras en una voz dulce muy distinta a su tono brusco habitual:
Día a día luce el sol
pero de él no queda huella.
Noche a noche un arrebol
anuncia la primera estrella.
Llegará el día en que un farol
por fin la lleve a la orilla.
—¿Lo has escrito tú? —pregunto, con un inesperado ataque de celos—. Sé que no es uno de los Cien Poemas.
—No lo he escrito yo. Y no es un poema —puntualiza Indie.
—Lo parece —digo.
—No.
—Entonces, ¿qué es? —pregunto. Ya me he dado cuenta de que es inútil discutir con Indie.
—Algo que mi madre me decía todas las noches antes de dormirme —responde—. Cuando tuve edad suficiente para preguntarle qué significaba, me explicó que el Piloto es la persona que estará al frente del Alzamiento. Mi madre creía que sería una mujer que vendría del mar.
—Oh —digo, sorprendida. Yo siempre he pensado que el Piloto vendría del cielo. Pero es posible que Indie tenga razón.
Vuelvo a recordar el poema de Tennyson. Tiene el sonido del mar.
Indie está pensando lo mismo.
—El poema que has recitado mientras corríamos —dice—. No lo conocía, pero demuestra que el Piloto podría venir del mar. Un rompiente es el lugar donde rompen las olas. Y un Piloto es la persona que gobierna un barco.
—No sé mucho sobre el Piloto —aduzco, lo cual es cierto, pero sí tengo mis ilusiones con respecto al líder de la rebelión y no coinciden del todo con las de Indie. Aun así, el concepto es el mismo y, según el relato que me dio el archivista, el Piloto siempre cambia. Tanto Indie como yo podríamos tener razón—. Pero no creo que importe. Podría ser un hombre o una mujer, y venir del cielo o del mar. ¿No crees?
—¡Sí! —exclama Indie en tono triunfal—. Lo sabía. No buscas únicamente a un chico. También buscas otra cosa.
Alzo la vista para mirar el estrecho río de cielo salpicado de estrellas. «¿Es cierto eso? Estoy muy lejos del distrito —pienso, con una inesperada sensación de euforia y asombro—, pero no lo suficiente.»
—Podríamos escalar la pared —sugiere Indie en voz baja—. Atravesar por arriba. Podríamos probar en otro cañón. A lo mejor los encontramos allí, a él o al Alzamiento. —Enciende la linterna y alumbra la pared de roca—. Sé escalar. En Sonoma, mi provincia, nos enseñan. Podemos encontrar un buen sitio mañana, donde las paredes no sean tan altas ni verticales.
—Yo no he escalado nunca —digo—. ¿Crees que sabré?
—Si vas con cuidado y no miras abajo —responde.
El silencio se dilata cuando miro arriba y advierto que incluso este gajo de cielo contiene más estrellas de las que jamás llegué a ver en el distrito. Por algún motivo, eso alimenta mi esperanza de que hay muchas más cosas de las que veo. Lo mismo espero para mis padres y Bram, para Xander, para Ky.
—Intentémoslo —digo.
—Buscaremos un sitio de madrugada —explica Indie—. Antes de que haya mucha luz. No quiero atravesar en pleno día.
—Ni yo —digo, y escribo un primer verso en el suelo y, por primera vez, también un segundo:
Escalo en la oscuridad por ti.
¿Me esperas tú en las estrellas?
Ky
Las paredes del cañón son negras y anaranjadas. Como un fuego sorprendido mientras ardía y que ha sido transformado en roca.
—Qué profundo es —se asombra Eli al mirar arriba. En esta parte, las paredes son más altas que cualquier edificio que yo haya visto, más incluso que la Loma—. Es como si un gigante hubiera hecho cortes en la tierra y nos hubiera dejado en uno.
—Lo sé —digo.
Dentro de la Talla, vemos ríos, cuevas y piedras que es imposible divisar desde arriba. Es como si, de pronto, estuviéramos viendo el funcionamiento de nuestro organismo desde muy cerca, observando cómo fluye nuestra sangre y escuchando los latidos del corazón que la bombea.
—En Central no hay nada parecido a esto —dice Eli.
—¿Eres de Central? —preguntamos Vick y yo a la vez.
—Me crié allí —responde—. No he vivido en ninguna otra parte.
—Esto debe de parecerte muy solitario —digo mientras recuerdo que, a su edad, me mudé a Oria y sentí otra clase de soledad, la soledad de hallarme entre demasiada gente.
—Cambiando de tema, ¿cómo terminaron aquí los anómalos? —pregunta Eli.
—Los anómalos originales eligieron ser anómalos, en la época en que se formó la Sociedad —explico. También recuerdo otra cosa—. Y los que viven en la Talla no utilizan ese nombre. Prefieren llamarse labradores.
—Pero ¿cómo pudieron elegir? —pregunta Eli, fascinado.
—Antes de que la Sociedad se hiciera con el control de todo, hubo personas que lo vieron venir y no quisieron tener nada que ver. Comenzaron a almacenar cosas dentro de la Talla. —Señalo algunas curvas y recodos de las paredes areniscas—. Aquí hay cuevas secretas por todas partes. Los labradores acumularon suficiente comida para sobrevivir hasta poder sembrar y cosechar algunas de las semillas que se llevaron. Llamaron caserío a su pueblo porque tampoco querían utilizar los términos de la Sociedad para eso.
—Pero ¿no los encontró la Sociedad?
—Al final, sí. Pero los labradores le llevaban ventaja porque habían llegado primero. Podían dar esquinazo a cualquiera que intentara seguirlos. Y la Sociedad creía que todos los labradores acabarían muriendo antes o después. No es fácil vivir aquí. —Se me ha despegado una parte del abrigo y me detengo delante de un pino para coger más resina—. Además, cumplían una función para la Sociedad. Muchos de los habitantes de las provincias exteriores no se atrevían a intentar huir a la Talla porque la Sociedad comenzó a difundir rumores sobre la crueldad de los labradores.
—¿Crees que intentarán matarnos? —pregunta Eli, preocupado.
—Antes eran muy crueles con los ciudadanos —respondo—. Pero nosotros ya no somos ciudadanos. Somos aberrantes. En principio, no mataban a aberrantes ni a otros anómalos a menos que les atacaran.