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Authors: Ally Condie

Tags: #Infantil y juvenil, #Romántico

Caminos cruzados (5 page)

—¿Qué quieren? —pregunto a Vick mientras lee el mensaje en la pantalla.

—Nos trasladan —responde.

Los otros señuelos forman una fila detrás de nosotros cuando vamos a recibir a las aeronaves que aterrizan sin hacer ruido fuera del pueblo. Los militares tienen prisa, como de costumbre. No les gusta pasar mucho tiempo al raso. No estoy seguro de si es por nosotros o por el enemigo. Me pregunto a quién consideran una mayor amenaza.

Es joven, pero el militar encargado de este traslado me recuerda a nuestro instructor de la Loma en Oria. Su expresión indica: «¿Cómo he terminado aquí? ¿Qué se supone que debo hacer con estas personas?».

—Bien —dice mientras nos mira—. En la meseta. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado? Habría muerto mucha menos gente si os hubierais quedado todos en el pueblo.

—Esta mañana había nieve allí y han subido a buscarla —explico—. Siempre tenemos sed.

—¿Estás seguro de que solo han subido por esa razón?

—No hay muchas razones para hacer las cosas —le responde Vick—. Hambre. Sed. No morir. Eso es todo lo que hay. Así que, si no nos cree, puede elegir entre las otras dos.

—A lo mejor han subido para ver el paisaje —sugiere el militar.

Vick se ríe, y su risa no es agradable.

—¿Dónde están los sustitutos?

—En la aeronave —responde el militar—. Vamos a llevaros a otro pueblo y os daremos más provisiones.

—Y más agua —dice Vick. Aunque no va armado y está a merced del militar, parece que sea él quien da las órdenes.

El militar sonríe. La Sociedad no es humana, pero las personas que trabajan para ella a veces lo son.

—Y más agua —repite el militar.

Vick y yo maldecimos entre dientes cuando vemos a los sustitutos en la aeronave. Son casi unos niños, mucho menores que nosotros. Aparentan trece o catorce años. Tienen los ojos muy abiertos. Están asustados. Uno de ellos, el que aparenta menos edad, se parece un poco al hermano menor de Cassia, Bram. Tiene la piel más oscura que él, incluso que yo, pero sus ojos son igual de brillantes. Antes de que se lo cortaran, debía de tener el pelo rizado como Bram.

—La Sociedad debe de estar quedándose sin gente —digo a Vick sin levantar la voz.

—A lo mejor ese es el plan —sugiere.

Los dos sabemos que la Sociedad quiere a los aberrantes muertos. Eso explica por qué nos deja tirados aquí. Por qué no llegamos a combatir. Pero hay otra pregunta para la que no tengo respuesta: «¿Por qué nos odia tanto?».

No vemos nada durante el vuelo. La aeronave solo tiene ventanillas en la cabina del piloto.

Por eso no sé dónde estamos hasta que me apeo.

No conozco el pueblo, pero sí la zona. El campo por el que caminamos es de anaranjada tierra arenisca y las rocas son negras. Las espigas que verdearon en verano ya están amarillas. Hay campos como este en todas las provincias exteriores. Pero, aun así, sé exactamente dónde estoy por lo que veo delante de mí.

«¡Estoy en mi tierra!»

Es doloroso.

Allí está, en el horizonte, el punto de referencia de mi infancia.

¡La Talla!

Desde mi posición, no la veo entera. Solo diviso las cúspides rojas y anaranjadas de algunas rocas dispersas. Pero si me acercara más, si llegara al borde y me asomara, vería que no se trata de meras rocas, sino de formaciones tan altas como montañas.

La Talla no es un cañón, una montaña, sino muchos, un entramado de formaciones interconectadas con kilómetros de longitud. El terreno sube y baja como el agua y sus picos recortados y hondos cañones alternan los colores de las provincias exteriores: gradaciones de naranja, rojo, blanco. A lo lejos, las nubes tiñen de azul los ígneos colores de la roca.

Sé todo eso porque me he asomado varias veces al borde.

Pero no he bajado jamás.

—¿Por qué sonríes? —me pregunta Vick, pero, antes de que pueda responderle, el niño que se parece a Bram se acerca y se planta delante de él.

—Soy Eli —dice.

—Bien —responde Vick con irritación y, acto seguido, se vuelve hacia la hilera de rostros que lo han elegido como líder aunque él nunca haya querido serlo. Algunas personas no pueden evitar ser líderes. Lo llevan en la sangre, los tuétanos, el cerebro. No tienen alternativa.

Y algunas personas necesitan líderes.

«Tienes más probabilidades de sobrevivir si no eres líder —me recuerdo—. Tu padre se creía un líder. Nunca tuvo suficiente, y mira qué le paso.» Yo siempre voy un paso por detrás de Vick.

—¿No vas a soltarnos un discurso ni nada? —pregunta Eli—. Acabamos de llegar.

—Yo no estoy al mando de este caos —aduce Vick. Y ahí está. El enfado que intenta dominar empleando casi toda su energía aflora por un instante—. No soy el portavoz de la Sociedad.

—Pero eres el único que lleva uno de esos —objeta Eli mientras señala el miniterminal de su cinturón.

—¿Queréis un discurso? —pregunta Vick, y todos los señuelos nuevos asienten y lo miran. Habrán oído el mismo sermón que nos soltaron a nosotros en la aeronave sobre cómo necesita la Sociedad que finjamos que vivimos aquí para distraer al enemigo. Sobre cómo se trata únicamente de un trabajo de seis meses y regresaremos convertidos en ciudadanos.

Hará falta un solo día de ataques aéreos para que comprendan que nadie ha durado seis meses. Ni tan siquiera Vick está cerca de tener tantas muescas en las botas.

—Observadnos a los demás —dice—. Actuad como si vivierais en el pueblo. Se supone que estamos aquí para eso. —Se queda callado. Acto seguido, se saca el miniterminal del bolsillo y se lo lanza a un señuelo que ya lleva unas dos semanas en el campo—. Llévate esto. Asegúrate de que aún funciona cuando llegues a las afueras del pueblo.

El señuelo echa a correr. Cuando estamos fuera del alcance del miniterminal, Vick añade:

—Las balas son de fogueo. Así que no os molestéis en defenderos.

Eli lo interrumpe.

—Pero hemos hecho prácticas de tiro en el campo de instrucción —protesta. Sonrío, pese a todo, y pese al hecho de que debería repugnarme, y es así, que alguien de su edad haya acabado aquí. Este niño es como Bram.

—Da igual —dice Vick—. Ahora todas son de fogueo.

Eli lo encaja, pero tiene otra pregunta.

—Si esto es un pueblo, ¿dónde están las mujeres y los niños?

—Tú eres un niño —dice Vick.

—No lo soy —objeta Eli—. Y no soy una chica. ¿Dónde están?

—No hay chicas —responde Vick—. Aquí no hay mujeres.

—Entonces, el enemigo debe de saber que no vivimos aquí —arguye Eli—. Debe de haberlo deducido.

—Exacto —dice Vick—. Pero nos mata igualmente. A nadie le importa. Y ahora tenemos trabajo. Se supone que somos un pueblo lleno de campesinos. Así que vamos a cultivar.

Nos dirigimos a las tierras de labranza. El sol cae a plomo. Percibo la mirada airada de Eli incluso cuando nos damos la vuelta.

—Al menos, tenemos suficiente agua potable —digo a Vick mientras señalo la cantimplora llena—. Gracias a ti.

—No me des las gracias —objeta. Baja la voz—. No es suficiente para ahogarnos en ella.

Aquí cultivamos algodón, una planta que es casi imposible que medre en estas tierras. Las fibras que contiene la cápsula son de tan mala calidad que se deshacen enseguida.

—No nos tiene que preocupar que no haya mujeres ni niños —dice Eli detrás de mí—. El enemigo debe de saber que esto no es un pueblo de verdad a simple vista. Nadie sería tan imbécil de plantar algodón aquí.

Al principio, no le respondo. No he caído en la trampa de hablar con nadie mientras trabajamos, aparte de Vick. Me he mantenido alejado del resto de los señuelos.

Pero en este momento me siento vulnerable. El algodón de hoy y la nieve de ayer han vuelto a recordarme lo que Cassia me contó sobre las semillas de álamo de Virginia que nevaron en junio. La Sociedad los odia, pero los álamos de Virginia son precisamente la clase ideal de árboles para las provincias exteriores. Su madera es buena para labrarla. Si encontrara uno, cubriría la corteza con su nombre como solía cubrir su mano con la mía en la Loma.

Comienzo a hablar con Eli para refrenar mi impulso de querer lo que es demasiado difícil de tener.

—Es absurdo —digo—, pero tiene más sentido que algunas de las cosas que ha hecho la Sociedad. Algunos de estos pueblos se fundaron como comunidades agrícolas para aberrantes. El algodón fue una de las plantas que la Sociedad les obligó a intentar cultivar. Entonces había más agua. Así que no es tan raro que aquí haya alguien cultivando estas tierras.

—Ah —dice Eli. Se queda callado.

No sé por qué trato de alimentar su esperanza. Quizá sea por haber recordado las semillas de álamo de Virginia.

O por haberme acordado de ella.

Cuando vuelvo a mirarlo al cabo de un rato, Eli está llorando, pero no es agua suficiente para ahogarse en ella, de modo que no hago nada todavía.

De regreso al pueblo, hago a Vick un gesto brusco con la cabeza, nuestra señal de que quiero hablar sin el miniterminal.

—Ten —dice, y se lo lanza a Eli, que ha dejado de llorar—. Llévatelo. —Eli asiente y echa a correr.

—¿Qué pasa? —pregunta Vick.

—Yo vivía cerca de aquí —respondo mientras trato de disimular mi emoción. Esta parte del mundo era mi hogar. Odio lo que le ha hecho la Sociedad—. Mi pueblo solo estaba a unos kilómetros de aquí. Conozco la zona.

—¿Vas a escapar? —pregunta.

Ahí está. La verdadera pregunta. La que nos hacemos constantemente. ¿Voy a escapar? Me lo planteo todos los días, a todas horas.

—¿Estás pensando en volver a tu pueblo? —pregunta—. ¿Hay alguien allí que pueda ayudarte?

—No —respondo—. Mi pueblo ya no existe.

Niega con la cabeza.

—Entonces, no tiene sentido escapar. No llegaremos muy lejos sin que nos vean.

—Y el río más próximo está demasiado lejos —digo—. No podemos escapar por ahí.

—Entonces, ¿por dónde? —pregunta.

—Por donde no puedan vernos.

Me mira.

—¿Y por dónde es eso?

—Por los cañones —respondo mientras señalo la Talla, próxima a nosotros, con sus kilómetros de longitud y estrechos desfiladeros que es imposible ver desde aquí—. Si nos adentramos lo suficiente, encontraremos agua dulce.

—Los militares siempre nos dicen que los cañones de las provincias exteriores están plagados de anómalos —objeta.

—Yo también lo he oído —confieso—. Pero algunos de ellos han construido un pueblo y ayudan a los viajeros. Se lo oí decir a gente que había estado dentro.

—Un momento. ¿Conoces a gente que ha entrado en los cañones? —pregunta.

—Conocí a gente que había estado —respondo.

—¿Gente de la que podías fiarte?

—Mi padre —digo, como si eso zanjara la conversación, y Vick asiente.

Damos unos pasos más.

—¿Cuándo nos vamos? —pregunta.

—Ese es el problema —respondo mientras trato de disimular cuánto me alivia que me acompañe. Enfrentarme a los cañones es algo que prefiero no hacer solo—. Si no queremos que la Sociedad nos persiga y nos dé un escarmiento, el mejor momento para escapar es durante la confusión de un ataque aéreo. De noche. Pero con luna llena, para que podamos ver. A lo mejor creen que, en vez de escapar, hemos muerto.

Se ríe.

—Tanto la Sociedad como el enemigo tienen rayos infrarrojos. Nos verán desde el cielo.

—Lo sé, pero a lo mejor no se fijan en tres puntitos cuando aquí tienen muchos más.

—¿Tres? —pregunta.

—Eli viene con nosotros. —No lo sabía hasta que lo he dicho.

Silencio.

—Estás loco —dice—. Es imposible que ese crío viva hasta entonces.

—Lo sé —admito. Tiene razón. Solo es cuestión de tiempo que Eli caiga. Es pequeño. Es impulsivo. Hace demasiadas preguntas.

Aunque, por otra parte, también es solo cuestión de tiempo para todos nosotros.

—Entonces, ¿para qué protegerlo? ¿Para qué llevárnoslo?

—Hay una chica de Oria que conozco —explico—. Eli me recuerda a su hermano.

—No es razón suficiente.

—Para mí, sí —afirmo.

—Te estás volviendo débil —opina, por fin—. Y eso podría matarte. Podría impedirte volver a verla.

—Si no cuido de él —digo—, aunque consiguiera volver a verla, ya no sería la misma persona y ella no me conocería.

Capítulo 6

Cassia

Cuando estoy segura de que todas mis compañeras duermen por la profundidad de su respiración, me pongo de lado en la cama y saco del bolsillo el papel del archivista.

La página es rugosa y de mala calidad, no como la recia hoja de color crema que llevaba impresos los poemas de mi abuelo. Es vieja, pero no tanto como el papel de mi abuelo. Es posible que mi padre pudiera determinar su antigüedad; pero no está, dejó que me fuera. Cuando despliego la hoja con cuidado, el ruido inunda el silencio de la cabaña y espero que mis compañeras crean que es el roce de las mantas o un insecto que frota sus alas.

Esta noche, todas hemos tardado mucho en dormirnos. Cuando he regresado de mi paseo con Xander, mis compañeras me han explicado que todavía no se sabe adónde van a llevarnos, que la militar ha dicho que lo sabremos por la mañana. He comprendido su inquietud: yo también la siento. Siempre hemos sabido la noche anterior adónde nos mandarían al día siguiente. ¿Por qué este cambio? Con la Sociedad, siempre hay una razón.

Coloco el papel en el cuadrado de luz que la luna vierte por una ventana. El corazón se me acelera como si, en vez de echada, estuviera corriendo. «Por favor, que el precio haya merecido la pena», suplico a nada y a nadie antes de mirar la hoja.

«¡No!»

Me meto el puño en la boca para no gritar la palabra en la cabaña dormida.

No es un mapa. Ni siquiera se trata de una serie de indicaciones.

Es un relato y, en cuanto leo el primer renglón, sé que no es uno de los Cien:

Un hombre empujó una piedra colina arriba. Cuando llegó a la cima, la piedra rodó hasta abajo y él volvió a empezar. En el pueblo cercano, la gente lo vio. «Un castigo», dijo. Nadie lo acompañó ni trató de ayudarle porque temían a quienes habían impuesto el castigo. El hombre siguió empujando. La gente continuó mirando.

Años después, una nueva generación se dio cuenta de que la colina estaba engullendo al hombre y su piedra igual que la noche engulle al día. Ya solo se veía parte de la piedra y del hombre mientras él la empujaba por la cima.

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