—No puedo aceptarla —objeté—. Soy un aberrante. No nos permiten tener esta clase de cosas.
—Da lo mismo —dijo—. Es tuya.
Más adelante, se la regalé a Cassia y ella me regaló su retal de seda verde. Yo sabía que algún día me lo arrebatarían. Sabía que no podría conservarlo. Por eso, la última vez que bajamos de la Loma, me detuve para atarlo a un árbol. Con rapidez, para que ella no se diera cuenta.
Me gusta imaginarlo en la cima de la Loma, expuesto al viento y la lluvia.
Porque, al final, no siempre podemos decidir con qué nos quedamos. Solo podemos decidir cómo desprendernos de ello.
Cassia.
Pensaba en ella cuando he visto la nieve. Pensaba: «Podríamos subir ahí. Aunque se derritiera toda. Nos sentaríamos a escribir palabras en la tierra todavía húmeda. Podríamos hacerlo, si no te hubieras marchado».
«Aunque —he recordado— no eres tú la que se ha ido. Sino yo.»
Una bota aparece al borde de la tumba. Sé a quién pertenece por las muescas del borde de la suela, un método que algunos señuelos utilizan para llevar la cuenta del tiempo que han sobrevivido. Nadie más tiene tantas muescas, tantos días contados.
—No estás muerto —observa Vick.
—No —digo mientras salgo del hoyo. Escupo tierra y cojo la pala.
Vick cava junto a mí. Ninguno de los dos habla de los muertos que no podremos enterrar hoy. Los que trataban de alcanzar la nieve.
Oigo a los señuelos en el pueblo, hablando a gritos.
—Aquí hay otros tres muertos —nos informan, y se quedan callados cuando miran hacia la meseta.
Ni uno solo de los señuelos que han subido regresará. Me sorprendo deseando lo imposible, que al menos hayan saciado su sed antes del ataque aéreo. Que tuvieran la boca llena de nieve limpia y fría al morir.
Cassia
Xander, aquí, delante de mí. Pelo rubio, ojos azules, una sonrisa tan cálida que no puedo evitar acercarme a él incluso antes de que el funcionario nos haya dado permiso para tocarnos.
—Cassia —susurra él, y tampoco espera. Me atrae hacia sí y nos fundimos en un abrazo. Ni tan siquiera evito enterrar la cara en su pecho, en su ropa, que huele a mi hogar y a él.
—Te he echado de menos —añade, y su voz retumba por encima de mi cabeza. Parece más grave. Y él, más fuerte.
Estar juntos es una sensación tan maravillosa que me echo hacia atrás, le cojo la cara entre las manos, se la acerco a la mía y lo beso en la mejilla, peligrosamente cerca de la boca. Cuando me separo, los dos tenemos lágrimas en los ojos. Ver a Xander lloroso es tan poco habitual que se me corta la respiración.
—Yo más —digo, y me pregunto cuánta parte de mi dolor se debe a que también lo he perdido a él.
El funcionario sonríe. A nuestro reencuentro no le falta de nada. Se retira un poco, con discreción, para darnos espacio, y escribe unas líneas en su terminal portátil. Probablemente, algo parecido a: «Ambos individuos han tenido una reacción apropiada al verse».
—¿Por qué? —pregunto a Xander—. ¿Por qué estás aquí? —Aunque verlo es maravilloso, casi lo es demasiado. ¿Es esta otra prueba de mi funcionaria?
—Llevamos cinco meses emparejados —responde—. Todas las parejas que se formaron en nuestro mes están teniendo su primera cita cara a cara. El Ministerio todavía no ha eliminado eso. —Me sonríe con una cierta tristeza en la mirada—. Yo alegué que, como nosotros ya no vivimos cerca, también nos merecíamos una cita. Y es costumbre verse donde vive la chica.
No ha dicho «en casa de la chica». Lo comprende. Tiene razón. Vivo aquí. Pero este campo no es mi casa. Podría serlo Oria, porque es donde vive él, y también Em, porque es donde yo nací. Aunque nunca he vivido en los territorios agrarios de la provincia de Keya, también podría considerarlos mi casa porque son el nuevo hogar de mis padres y Bram.
Y existe un lugar donde vive Ky que considero mi casa, aunque no pueda nombrarlo ni conozca su ubicación.
Xander me coge la mano.
—Nos dejan ir a dar una vuelta —dice—. Si a ti te apetece.
—Por supuesto —respondo entre risas; no puedo evitarlo.
Hace unos minutos, estaba lavándome las manos y sintiéndome sola, y ahora tengo a Xander conmigo. Es como si hubiera pasado por delante de las ventanas iluminadas de una casa del distrito, fingiendo que no me importa lo que he dejado atrás, y, de golpe, me encontrara en esa habitación bañada de cálida luz dorada sin haber siquiera alzado la mano para abrir la puerta.
El funcionario nos señala la salida y advierto que no es el mismo que nos acompañó cuando cenamos en el comedor privado del distrito. Aquello fue un arreglo especial para Xander y para mí, en lugar de nuestra primera comunicación a través del terminal, porque ya nos conocíamos. El que nos acompañó esa noche era joven. Este también lo es, pero parece más amable. Se percata de mi mirada y me saluda con la cabeza, un gesto grave y cortés pero, de algún modo, afectuoso.
—Ya no asignan funcionarios específicos a cada pareja —me aclara—. Es más eficaz.
—Ya es muy tarde para cenar —dice Xander—. Pero podemos acercarnos al centro. ¿Adónde te apetece ir?
—Ni siquiera sé qué hay —respondo.
Tengo un vago recuerdo de cuando llegué a la ciudad en el tren de largo recorrido y caminé por la calle hasta el transporte que nos trajo al campo. Recuerdo unos árboles cuyas escasas hojas rojas y doradas parecían encender el cielo. Pero ¿se trataba de esta ciudad o de otra próxima a un campo distinto? Si las hojas tenían unos colores tan vivos, el otoño no podía estar tan avanzado como ahora.
—Aquí es todo más pequeño —dice Xander—. Pero tienen lo mismo que en nuestro distrito: un auditorio, un centro recreativo, un par de cines.
Un cine. Llevo mucho tiempo sin ver una proyección. Por un instante, creo que me decidiré por eso; incluso abro la boca para decirlo. Imagino que la sala se queda a oscuras y el corazón comienza a palpitarme mientras aguardo a que aparezcan imágenes en la pantalla y suene música por los altavoces. Pero me acuerdo del ataque aéreo y de las lágrimas en los ojos de Ky cuando las luces se encendieron, y me asalta otro recuerdo.
—¿Tienen un museo?
A Xander le brillan los ojos, pero no sé por qué. ¿Está contento? ¿Sorprendido? Me acerco más para tratar de averiguarlo: él no suele ser un misterio para mí. Es franco, honesto, un relato que me fascina cada vez que lo releo. Pero, en este momento, no sé qué piensa.
—Sí —responde.
—Me gustaría ir al museo —digo—, si te parece bien.
Asiente.
Hay una buena caminata hasta el centro y el olor a campo lo impregna todo: leña ardiendo, aire fresco y manzanas fermentando para elaborar sidra. Siento un inesperado afecto por este lugar que sé que guarda relación con el chico que me acompaña. Xander siempre mejora los lugares, a las personas. La noche tiene un sabor agridulce a lo que pudo ser y no fue y, cuando Xander me mira bajo la cálida luz de una farola, contengo el aliento. En sus ojos veo que aún no lo ha dado todo por perdido.
El museo solo tiene una planta y el corazón se me encoge. Es minúsculo. ¿Y si aquí las cosas no son como en Oria?
—Cerramos en media hora —dice el empleado. Su raído uniforme parece a punto de abrirse por las costuras, y él tiene el mismo aspecto. Desliza las manos por la mesa y nos acerca un terminal portátil—. Escriban sus nombres —añade, y nosotros lo hacemos después del funcionario. Visto de cerca, parece tener la misma mirada hastiada que el empleado del museo.
—Gracias —digo, después de escribir mi nombre y acercarle el terminal portátil por la mesa.
—No hay mucho que ver —comenta.
—No importa —respondo.
Me pregunto si a nuestro funcionario le ha extrañado que haya decidido venir aquí, pero, para mi sorpresa, se aleja casi de inmediato cuando entramos en la sala principal. Parece que quiera darnos espacio para que hablemos a solas. Se dirige a una vitrina acristalada, se inclina hacia delante y se lleva las manos a la espalda con una naturalidad que es casi elegante. Un funcionario amable. Por supuesto que los hay. Mi abuelo fue uno.
Me invade un gran alivio cuando encuentro lo que busco casi de inmediato: un mapa acristalado de la Sociedad. Ocupa el centro de la sala.
—Ahí está —digo a Xander—. ¿Vamos a verlo?
Él asiente. Mientras leo los nombres de los ríos, ciudades y provincias, se coloca a mi lado y se pasa la mano por el pelo. A diferencia de Ky, que se queda quieto en lugares como este, Xander siempre realiza una serie de seguros movimientos, una breve secuencia de gestos. Es lo que lo hace tan eficaz cuando juega: su forma de enarcar las cejas, de sonreír, de mover constantemente las cartas.
—Hace tiempo que no renuevan la exposición —dice una voz detrás de nosotros, y yo me sobresalto. Es el hombre de la entrada. Miro alrededor en busca de otro empleado. Él se da cuenta y sonríe casi con pesar—. Los demás están en la parte de atrás, cerrando. Si queréis saber alguna cosa, solo estoy yo.
Lanzo una mirada a nuestro funcionario. Sigue delante de la vitrina más próxima a la entrada y parece absorto en su contenido. Miro a Xander y trato de transmitirle un mensaje con el pensamiento. «Por favor.»
Por un momento, creo que no me ha entendido o no quiere hacerlo. Noto que me aprieta la mano y veo que endurece la mirada y tensa un poco la mandíbula. Pero, poco después, la expresión se le dulcifica y asiente.
—Date prisa —dice. Me suelta la mano y se dirige al otro extremo de la sala para hacer compañía al funcionario.
Tengo que intentarlo, aunque no creo que este hombre cansado de pelo gris tenga respuestas para mí y mis esperanzas parezcan estar desvaneciéndose.
—Quiero saber más cosas de la gloriosa historia de la provincia de Tana.
Una pausa. Un latido.
El hombre respira y comienza a hablar.
—La provincia de Tana tiene una bella geografía y también es famosa por su agricultura —dice, con voz apagada.
«No sabe nada.» Se me encoge el corazón. En Oria, Ky me dijo que los poemas que me regaló mi abuelo podían ser valiosos y que preguntar por la historia de la provincia era una forma de comunicar a los archivistas la intención de hacer tratos con ellos. Esperaba que aquí fuera igual. Ha sido una estupidez. A lo mejor no hay archivistas en Tana y, si los hay, deben de tener mejores ocupaciones que esperar a que este patético museo cierre sus puertas hasta mañana.
El empleado continúa.
—Antes de la Sociedad, había inundaciones periódicas en Tana provocadas por las mareas, pero ya llevan muchos años controladas. Somos una de las provincias agrícolas más productivas de la Sociedad.
No me vuelvo para mirar a Xander. Ni al funcionario. Solo miro el mapa que tengo delante. Ya he tratado de hacer esto una vez y tampoco dio resultado. Pero entonces se debió a que no pude despojarme del poema que Ky y yo compartíamos.
Advierto que el empleado ha dejado de hablar. Me mira a los ojos.
—¿Alguna cosa más? —pregunta.
Debería darme por vencida. Debería sonreír, volver con Xander y olvidarme de esto, aceptar que el empleado no sabe nada y pasar página. Pero, por alguna razón, pienso de golpe en una de las hojas rojas de aquellos árboles casi pelados. Respiro. La hoja cae.
—Sí —respondo en voz baja.
Mi abuelo me regaló dos poemas. A Ky y a mí nos gustó mucho el de Thomas, pero también había uno de Tennyson, que es el que ahora me viene a la memoria. No lo recuerdo todo, pero sí una estrofa, con mucha claridad, como si siempre la hubiera llevado escrita en el pensamiento. Quizá me la haya recordado el empleado al mencionar las inundaciones provocadas por las mareas:
Pues aunque el flujo lejos me arrastre mar adentro
y del Tiempo y Espacio se rebase el umbral,
con mi Piloto espero tener un franco encuentro
cuando mi nave cruce el rompiente final.
Mientras susurro las palabras, el empleado cambia de cara. Se torna sagaz, se espabila, revive. Parece que la memoria no me ha fallado.
—Es un poema interesante —dice—. Creo que no es uno de los Cien.
—No —confirmo. Me tiemblan las manos y me atrevo a abrigar de nuevo esperanzas—. Pero aún tiene algún valor.
—Me temo que no —dice—. A menos que tengas el original.
—No —respondo—. Fue destruido. —Lo destruí yo. Recuerdo el momento en la biblioteca en ruinas y cómo el papel danzó en el aire antes de caer para ser pasto de las llamas.
—Lo siento —dice, y me parece sincero—. ¿Por qué esperabas intercambiarlo? —pregunta, con cierta curiosidad en la voz.
Señalo las provincias exteriores.
—Sé que están llevando a los aberrantes ahí —susurro—. Pero quiero saber adónde exactamente, y cómo ir. Un mapa.
El empleado niega con la cabeza. «No.»
¿No me lo puede decir? ¿O no quiere?
—Tengo otra cosa —digo.
Me vuelvo del todo para que ni Xander ni el funcionario me vean las manos. Meto una en la bolsa. Palpo el papel de aluminio de las pastillas y la dura superficie de la brújula y vacilo.
«¿Qué debo intercambiar?»
Me siento aturdida, confusa, recordando la vez que tuve que clasificar a Ky. El vapor del recinto, el sudor, la agonía de tener que decidir...
«No te precipites», me digo. Miro a Xander de soslayo y, por un instante, veo el azul de sus ojos antes de que él se vuelva otra vez hacia el funcionario. Recuerdo a Ky mirándome desde el andén del tren aéreo antes de que se lo llevaran y vuelve a atenazarme la angustia de que el tiempo se me agota.
Me decido y saco el objeto que quiero intercambiar. Lo sostengo a la altura justa para que el empleado lo vea mientras intento que no me tiemblen las manos y convencerme de que puedo renunciar a él.
Él sonríe y asiente.
—Sí —dice—. Esto sí tiene algún valor. Pero tardaría días, incluso semanas, en conseguir lo que quieres.
—Solo tengo esta noche —aclaro.
Antes de que pueda decir nada más, el empleado coge el objeto y me deja la mano vacía—. ¿Adónde vais después?
—Al auditorio —respondo.
—Mira debajo de la butaca cuando te marches —susurra—. Haré todo lo posible. —Las luces del techo se apagan. También lo hacen sus ojos antes de añadir, en el mismo tono neutro del principio—: Estamos cerrando. Tendréis que marcharos.
Xander se inclina hacia mí mientras suena la música.
—¿Has conseguido lo que querías? —pregunta en voz baja. Tiene la voz grave y su respiración me acaricia el cuello.