Sentado a su otro lado, el funcionario mira al frente. Tamborilea con los dedos en el brazo de su butaca al son de la música.
—Todavía no lo sé —respondo. El archivista ha dicho que no mirara debajo de la butaca hasta que me fuera, pero aún me tienta hacerlo antes—. Gracias por ayudarme.
—Para eso estoy —dice Xander.
—Lo sé —admito. Recuerdo los regalos que me ha hecho: el cuadro, las pastillas azules, ordenadas en sus compartimientos. Me doy cuenta de que incluso me hizo el favor de guardarme la brújula, el regalo de Ky, el día que nos confiscaron las reliquias en el distrito.
—Pero no lo sabes todo de mí —dice. Una sonrisa traviesa le ilumina el rostro.
Observo mi mano envuelta en la suya, su pulgar, que me acaricia la piel, antes de mirarlo de nuevo a los ojos. Aunque sigue sonriendo, su expresión ha adquirido una cierta seriedad.
—No —admito—. Es cierto.
Seguimos cogidos de la mano. La música de la Sociedad nos ahoga con su abrazo, pero jamás podrá influir en nuestros pensamientos.
Cuando me levanto, paso la mano por debajo de la butaca. Hay algo, un papel doblado, que se separa con facilidad cuando tiro de él. Aunque quiero mirarlo ya, me lo meto en el bolsillo con disimulo, preguntándome qué tengo, qué he intercambiado.
El funcionario regresa con nosotros a la sala principal del campo. Al entrar, la recorre con la vista, se fija en las largas mesas y el gigantesco terminal y, cuando me mira, creo percibir lástima en sus ojos. Levanto el mentón.
—Tenéis diez minutos para despediros —dice. Su voz, una vez en el campo, es más severa. Saca su terminal portátil y saluda con la cabeza al militar que aguarda para llevarme a mi cabaña.
Xander y yo inspiramos a la vez y nos echamos a reír. Me gusta oír el eco de nuestras risas en la sala casi vacía.
—¿Qué ha estado mirando tanto rato? —pregunto a Xander después de señalar al funcionario con la cabeza.
—Una vitrina sobre la historia de los emparejamientos —responde en voz baja. Me mira como si yo debiera leer entre líneas, pero no lo hago. No he prestado suficiente atención al funcionario.
—Nueve minutos —nos advierte él sin mirarnos.
—Sigo sin poder creerme que te hayan dejado venir —digo a Xander—. Me alegro de que lo hayan hecho.
—Me venía de paso —explica—. Me marcho de Oria. Solo estoy en Tana de camino a la provincia de Camas.
—¿Qué? —Parpadeo, sorprendida.
Camas es una de las provincias fronterizas, situadas justo al lado de las provincias exteriores. Me siento extrañamente desubicada. Por mucho que me guste mirar las estrellas, jamás he aprendido a guiarme por ellas. Mi rumbo está trazado por personas: Xander, un punto en el mapa; mis padres, otro; Ky, mi destino final. Cuando Xander se mueve, toda mi geografía cambia.
—Ya tengo mi puesto de trabajo definitivo —dice—. Está en Central. Como el tuyo. Pero quieren que antes adquiera experiencia en las provincias fronterizas.
—¿Por qué? —pregunto en voz baja.
Su tono es grave.
—Hay aspectos de mi trabajo que no puedo aprender en ningún otro sitio.
—Y luego irás a Central —digo. La idea de que Xander vaya a Central me parece lógica e irrebatible. Es obvio que su sitio está en la capital de la Sociedad. Es obvio que lo han destinado allí porque han visto su potencial—. Así que nos dejas.
Por un momento, me mira con una expresión que podría ser enfado.
—¿Tienes idea de qué se siente cuando te dejan?
—Claro que sí —respondo, herida.
—No —dice—. No como te dejó Ky. Él no quería irse. ¿Sabes qué se siente cuando alguien decide dejarte?
—Yo no decidí dejarte. Nos reubicaron.
Xander exhala.
—Sigues sin entenderlo —dice—. Tú me dejaste antes de marcharte de Oria. —Lanza una mirada al funcionario. Cuando vuelve a clavarlos en mí, sus ojos azules están serios. Ha cambiado desde la última vez que lo vi. Se ha endurecido. Se ha vuelto más cauto.
Más parecido a Ky.
Ahora le entiendo. Para él, comencé a dejarlo cuando elegí a Ky.
Mira nuestras manos, que siguen entrelazadas.
Yo sigo sus ojos. Sus manos son fuertes y tienen los nudillos ásperos. No sabe escribir, pero es rápido y seguro con ellas cuando juega y maneja las cartas. Este contacto físico, pese a no ser con Ky, continúa siendo con una persona que quiero. Me agarro a Xander como si no fuera a soltarlo nunca, y hay una parte de mí que no quiere hacerlo.
Hace fresco en la sala principal y tirito. ¿Estamos a finales de otoño? ¿A principios de invierno? No lo sé. La Sociedad, con sus cultivos introducidos, ha desdibujado la línea entre las estaciones, entre cuándo sembrar y cosechar y cuándo sentarse a descansar. Xander me suelta las manos, se inclina sobre mí y me mira con intensidad. Me descubro fijándome en su boca, recordando el beso que nos dimos en el distrito, aquel beso tierno e inocente antes de que todo cambiara. Creo que ahora nos besaríamos de otra forma.
Con un susurro que me acaricia la clavícula, me pregunta:
—¿Aún quieres ir a buscarlo a las provincias exteriores?
—Sí —respondo.
El funcionario nos informa de la hora. Solo nos quedan unos minutos. Xander sonríe de manera forzada y trata de adoptar un tono ligero.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres a Ky, a cualquier precio? —Casi imagino las palabras que el funcionario escribe en su terminal portátil mientras nos observa: «La novia ha manifestado cierta agitación poco después de que el novio le haya hablado de su traslado a Camas. El novio ha podido consolarla».
—No —respondo—. A cualquier precio, no.
Xander respira hondo.
—¿Y hasta dónde piensas llegar? ¿A qué no estás dispuesta a renunciar?
Trago saliva.
—A mi familia.
—Pero no te importa renunciar a mí —dice. Tensa la mandíbula y mira a otra parte. «Vuelve a mirarme —pienso—. ¿No sabes que también te quiero a ti? ¿Que eres mi amigo desde hace años? ¿Que, en ciertos aspectos, aún siento que somos pareja?»
—No —susurro—. No pienso renunciar a ti. Mira. —Y me arriesgo. Abro la bolsa y le enseño lo que aún contiene, lo que he conservado. Las pastillas azules. Aunque me las dio para que encontrara a Ky, siguen siendo su regalo.
Pone los ojos como platos.
—¿Has intercambiado la brújula de Ky?
—Sí —respondo.
Sonríe y en su expresión percibo sorpresa, astucia y felicidad. Lo he sorprendido, y también me he sorprendido a mí. Lo quiero de un modo que quizá sea más complejo de lo que yo pensaba.
Pero es a Ky a quien debo encontrar.
—Ya es la hora —anuncia el funcionario. El militar me mira.
—Adiós —digo a Xander con voz entrecortada.
—No lo creo —replica, y se agacha para besarme como yo le he besado antes, justo al lado de la boca. Si uno de los dos se moviera un poco, todo cambiaría.
Ky
Vick y yo cogemos uno de los cadáveres y lo llevamos a una tumba. Recito las palabras que ahora digo por todos los muertos:
Pues aunque el flujo lejos me arrastre mar adentro
y del Tiempo y Espacio se rebase el umbral,
con mi Piloto espero tener un franco encuentro
cuando mi nave cruce el rompiente final.
No concibo que pueda haber nada más aparte de esto. Que algo de estos cuerpos pueda perdurar cuando mueren con tanta facilidad y se descomponen tan deprisa. Aun así, una parte de mí quiere creer que el flujo de la muerte sí nos lleva a algún lugar. Que alguien nos espera al final. Esa es la parte de mí que dice las palabras por los muertos cuando sé que ellos no las oyen.
—¿Por qué recitas siempre lo mismo? —me pregunta Vick.
—Me parece bonito.
Vick aguarda. Quiere que diga más, pero no pienso hacerlo.
—¿Sabes qué significa? —pregunta, por fin.
—Trata de alguien que espera más —respondo, con indiferencia—. Es una estrofa de un poema anterior a la Sociedad. —No del poema que nos pertenece a Cassia y a mí. Nadie volverá a oírlo de mis labios hasta que pueda recitárselo a ella. Este poema es el otro que Cassia encontró dentro de su reliquia cuando la abrió aquel día en el bosque.
No sabía que yo la espiaba. La observé mientras leía el papel. Vi que sus labios formaban las palabras de un poema que yo no conocía y, después, de otro que sí me sabía. Cuando me di cuenta de que hablaba del Piloto, di un paso y pisé una rama.
—No les sirve de nada —dice Vick después de señalar uno de los cadáveres y apartarse el pelo rubio de la cara con irritación. No nos dan tijeras ni cuchillas para cortarnos el pelo y afeitarnos: es demasiado fácil convertirlas en armas para matarnos unos a otros o suicidarnos. Por lo general, no importa. Solo Vick y yo llevamos aquí tiempo suficiente para que el pelo nos tape los ojos—. Entonces, ¿no es más que eso? ¿Un viejo poema?
Me encojo de hombros.
Es un error.
Por lo general, a Vick le da igual que no le responda, pero esta vez percibo desafío en su mirada. Me pongo a pensar en el mejor modo de derribarlo. La intensificación de los ataques aéreos también le ha afectado a él. Le ha puesto los nervios de punta. Es más corpulento que yo, pero no mucho, y yo aprendí a pelear aquí, en las provincias exteriores, años atrás. Ahora que he regresado lo recuerdo, como la nieve de la meseta. Tenso la musculatura.
Pero Vick abandona su actitud.
—Nunca te cortas muescas en la bota —dice. Sé, por su voz y su mirada, que vuelve a estar tranquilo.
—No —admito.
—¿Por qué?
—No le importa a nadie —respondo.
—¿El qué? ¿Saber cuánto has durado? —pregunta Vick.
—Saber algo de mí —digo.
Nos alejamos de las tumbas y hacemos un descanso para almorzar. Nos sentamos en unos pedruscos próximos al pueblo. Sus colores anaranjados y rojizos son los de mi infancia, y también lo es su textura: seca, áspera y, en noviembre, fría.
Utilizo el estrecho cañón de mi pistola de fogueo para arañar la roca arenisca. No quiero que nadie se entere de que sé escribir, de modo que no escribo su nombre.
En cambio, trazo una curva. Una ola. Como un mar, o un retal de seda verde que ondea al viento.
Cric, cric. Ahora, esta roca, moldeada por otras fuerzas, el agua y el viento, está modificada por mí. Y eso me gusta. Yo siempre me transformo en lo que otras personas quieren. Con Cassia en la Loma: solo que entonces era yo mismo.
No estoy listo para dibujar su rostro. Ni sé si sabría hacerlo. Pero trazo otra curva en la roca. Se parece un poco a la «C», la primera letra que le enseñé a escribir. Vuelvo a dibujar la curva y recuerdo su mano.
Vick se agacha para ver lo que hago.
—No se parece a nada.
—Se parece a la luna —digo—. Cuando está menguante.
Vick mira la meseta. Hace un rato, han venido unas aeronaves para llevarse los cadáveres. Es la primera vez que ocurre. No sé qué ha hecho con ellos la Sociedad, pero ahora me arrepiento de no haber subido a la meseta para escribir alguna cosa que señalara el paso de los señuelos.
Porque ahora no hay nada que atestigüe su presencia allí. La nieve se ha derretido antes de que hayan podido pisarla. Sus vidas han concluido antes de que supieran siquiera en qué podían convertirse.
—¿Crees que aquel chico tuvo suerte? —pregunto a Vick—. El que murió en el campo, antes de que nos trasladaran a los pueblos.
—Suerte —dice Vick, como si desconociera el significado de la palabra. Y quizá sea así. Suerte no es una palabra que la Sociedad fomente. Y no es algo que abunde por aquí.
El enemigo atacó la primera noche que pasamos en los pueblos. Todos echamos a correr para ponernos a cubierto. Unos cuantos señuelos salieron a la calle con las pistolas desenfundadas y dispararon al cielo. Vick y yo acabamos refugiados en la misma casa con uno o dos chicos más. No recuerdo sus nombres. Ahora ya no están.
—¿Por qué no estás en la calle, disparando? —me preguntó Vick. No habíamos hablado mucho desde que dejamos al chico en el río.
—No tiene sentido —respondí—. Las balas son de fogueo. —Dejé mi pistola reglamentaria en el suelo junto a mí.
Vick también dejó la suya.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Desde que nos las dieron en el tren —respondí—. ¿Y tú?
—Igual —dijo Vick—. Deberíamos habérselo dicho a los demás.
—Lo sé —admití—. He sido un estúpido. Pensaba que tendríamos un poco más de tiempo.
—Tiempo —dijo Vick— es lo que no tenemos.
Fuera, el mundo se hizo añicos y alguien empezó a gritar.
—Ojalá tuviera una pistola que funcionara —dijo Vick—. Me cargaría a todos los que van en esas aeronaves. Sus pedazos caerían como fuegos artificiales.
—Listo —dice Vick mientras dobla su envase de papel de aluminio hasta convertirlo en un fino cuadrado plateado—. Será mejor que volvamos al tajo.
—No sé por qué no se limitan a darnos pastillas azules —observo—. Así no tendrían que molestarse en hacernos la comida.
Vick me mira como si estuviera loco.
—¿No lo sabes?
—¿Saber qué? —pregunto.
—Las pastillas azules no te salvan la vida. Te inmovilizan. Si te tomas una, vas cada vez más despacio y te quedas parado hasta que alguien te encuentra o te mueres esperando. Dos son fulminantes.
Niego con la cabeza y miro el cielo, pero no busco nada. Solo lo hago para contemplar el azul. Levanto la mano y tapo el sol para ver mejor el cielo que lo rodea. No hay nubes.
—Lo siento —dice Vick—, pero es cierto.
Lo miro. Me parece percibir preocupación en su rostro pétreo. Es todo tan absurdo que empiezo a reírme y Vick también lo hace.
—Debería habérmelo imaginado —digo—. Si a la Sociedad le ocurriera algo, no querría que nadie siguiera viviendo sin ella.
Unas horas más tarde, oímos el pitido del miniterminal que lleva Vick. Él se lo saca de la trabilla del cinturón y mira la pantalla. Es el único señuelo que tiene un miniterminal, un aparato del mismo tamaño aproximado que un terminal portátil. No obstante, a diferencia de este, no solo almacena información sino que también sirve para comunicarse. Vick casi siempre lo lleva encima, pero, de vez en cuando, por ejemplo cuando revela a los nuevos señuelos la verdad sobre el pueblo y las pistolas, lo esconde temporalmente en alguna parte.
Estamos bastante seguros de que la Sociedad sigue nuestros movimientos a través del miniterminal. No sabemos si también escucha nuestras conversaciones, como hace con los terminales grandes. Vick cree que sí. Cree que la Sociedad siempre nos vigila. Yo no creo que se tome la molestia.