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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (14 page)

Meric sabía que consideraban el Sol como un dios y como un padre. Sin embargo, no advirtió que se tratara de un ritual de culto. Entraron en el torrente hasta que el agua les llegó a las rodillas y se lavaron. No eran abluciones rituales, sino una cuidadosa higiene. Las mujeres lavaban a los niños y a los varones, y los niños mayores a los menores, inspeccionando, frotando, alzando agua a puñados para lavarse unos a otros. Una hembra frotaba calmosamente a la muchacha, que se esquivaba y hacía muecas por la energía del tratamiento, con el cuerpo enrojecido por el frío. Painter estaba inclinado, con las manos en las rodillas, mientras la muchacha y otra hembra le lavaban la cabeza y la espalda: sacudía la cabeza para quitarse el agua; se secaba el rostro. Un niño intentó agarrarlo por el cuello y Painter lo empujó hacia un lado, con rudeza, de modo que el niño cayó bajo el agua; Painter lo alzó y lo volvió a meter en el agua mientras le frotaba la cara. Era imposible saber si era juego o ira. De vez en cuando gritaban, por el frío del agua, o el exceso de fuerza del frotamiento, o quizá sólo por gritar: porque apareció un ascua de Sol, y luego el Sol se elevó, y los gritos aumentaron.

Era risa. El Sol les sonreía, convirtiendo en plata fundida el agua que les corría por los cuerpos dorados, y ellos reían ante el rostro del Sol, elevaban una formidable oración de risa.

Meric, en la costa, se sentía fatigado y sucio, pero privilegiado. Se había preguntado cómo esa muchacha podía elegir ser una de ellos cuando era evidente que no podía; cómo negaba gran parte de su propia naturaleza para vivir como ellos vivían. Veía ahora que no era así. No había hecho más que estar con ellos, imitándolos, como un perro que intenta agradar a un hombre amado, contradictorio, caprichoso, parecido a un dios; porque a pesar de toda la abnegación o las contrariedades, no hay ninguna otra cosa que valga la pena. Las contrariedades, el apartamiento de su propia especie, no eran nada en comparación con el privilegio de oír y compartir esa risa tan elemental como el canto del cuervo o el sabor de la carne.

Cuando regresaron al campamento, permanecieron desnudos, secándose a la caliente luz del Sol. Al fin la muchacha se vistió, y empezó a preparar el fuego. Si miraba a Meric, no parecía verlo; participaba de la indiferencia de los demás.

Sin embargo, cuando él se movió, nadie dejó de advertirlo. Cuando sacó pan y frutos secos de su mochila, los ojos de todos lo miraron. Cuando preparó el equipo de grabación, todos siguieron sus movimientos. Lo hizo lenta y abiertamente, mirando sólo la máquina, para hacerles sentir que nada tenía que ver con ellos.

Painter había entrado en su tienda; y cuando Meric llegó a la conclusión de que sus aparatos funcionaban, se puso de pie cuidadosamente, sintiendo las miradas de los otros, y se dirigió a la entrada de la tienda. Se inclinó, tratando de penetrar la obscuridad interior, en vano. Pensó que quizás el leo advertiría su presencia y acudiría a la puerta, aunque sólo para pedirle que se marchara. Pero nadie lo tomó en consideración. Sintió la indiferencia del leo, tan total que se hacía tangible. Él no estaba presente, ni siquiera para sí mismo; sólo era un ojo atento, una temblorosa brújula sin un norte.

—Painter —dijo por fin—. Quiero hablar contigo —había pensado fórmulas más corteses; parecían insultantes, aun suponiendo que el leo las interpretase como expresiones de cortesía.

Aguardó en el silencio. Sentía sobre él las miradas de todo el grupo.

—Pasa —dijo la débil voz de Painter.

Alzó la cámara con la palma húmeda y abrió la tienda. Entró.

Bree miraba la pantalla. El Sol relucía a través de la tela, de modo que el interior era de color ocre obscuro; las paredes brillaban y los objetos del interior estaban en la sombra, con los contornos resplandecientes, como si toda la escena estuviera dentro de una brasa. El leo era una vasta obscuridad iluminada desde atrás. La cámara estaba abierta al máximo, de modo que la luz era excesiva: las motas de polvo flotaban como diminutos insectos brillantes y los ojos del leo eran dulces, húmedos, vivos.

—No tenías que haber comido esa carne, Meric —dijo Bree—. No era necesario. Les podías haber explicado...

Meric no dijo nada. El peso de la ignorancia de la mujer acerca de él, una ignorancia que él nunca podría disipar, le oprimía el corazón.

—¿Qué quieres? —dijo el leo.

Durante largo tiempo no hubo respuesta. El leo no parecía esperarla. Luego Meric, levemente, fuera del micrófono, dijo:

—Pensamos que matar animales está mal.

El leo no cambió de expresión, ni pareció interpretar la frase como un desafío. Meric agregó:

—No lo permitimos en ninguna parte de la Reserva.

Bree esperaba que el leo argumentara, que dijera, por ejemplo:

«Todas las cosas vivas comen otras cosas vivas.»

O:

«Tenemos tanto derecho a cazar como los halcones y las libélulas.»

O:

«¿Qué derecho tiene usted para decirnos qué debemos hacer?»

Ella tenía razones en contra y explicaciones. Sabía que Meric también. Quería que todo se le explicase al leo.

Pero éste dijo en cambio:

—Entonces, ¿por qué has venido solo?

—¿Cómo dices? —se oyó la voz de Meric, distante, confundida.

—He dicho por qué has venido solo.

—No comprendo.

—Si no permites una cosa que yo hago, debes venir con alguien más para impedir que la haga.

En la medida en que se podían leer sus emociones, el leo no parecía agresivo; había hablado como si estuviera señalando un hecho que Meric no había tenido en cuenta. Meric murmuró algo que Bree no pudo entender.

—Tengo que atender a mis necesidades —dijo el leo—. Esto no tiene nada que ver con esas... nociones. Tomo lo que necesito. Lo que debo tomar.

—Tienes derecho a eso —respondió Meric—. Tanto como necesites para vivir, pero...

El leo continuó, casi sonriente:

—Sí —dijo—. Derecho a lo que necesito para vivir. Esa parte es mía. Y otra para mis esposas y mis hijos.

—Está bien —dijo Meric.

—Y otra parte como, bueno, pago por lo que he pasado, por lo que soy. Una compensación. Yo no pedí que me hicieran.

—No sé —dijo Meric—. Pero eso no es todo; hay todavía una parte a la que no tienes derecho.

—Esa parte —respondió el leo— eres libre de quitármela. Si puedes.

Hubo otro largo silencio. ¿Estaba asustado Meric? Bree pensaba: ¿por qué no habló?

—¿Por qué no le explicaste? —susurró—. Tenías que haberlo hecho.

Meric movió una palanca que congeló la mirada fija del leo, y las doradas motas de polvo que revoloteaban en torno. Durante el largo camino de regreso se había preguntado cómo explicarles a Bree, a Emma, a todos. Durante toda su vida había sido alguien que explica, expresa, describe, transforma; un instrumento a través del cual pasaban los acontecimientos, y se hacían significativos en la forma de razones, nociones, programas. Pero no tenía forma de explicar qué le había ocurrido en el campamento de los leos, porque ese acontecimiento no pasaba de largo; nunca lo abandonaría; estaba en su poder.

—No tenía nada que decir —respondió a Bree.

—¡Nada que decir!

—Él tiene razón —razón, razón, qué sin sentido—. Porque si queremos que no lo haga, tenemos que obligarlo. Porque... —no había palabras para decirlo; no era posible expresarlo con palabras; se sentía sofocado, como suspendido en el vacío.

Cuando Bree había empezado a leer la
Biblia
, después de su romance con Grady, y a pensar y hablar acerca de Jesús, había intentado hacer sentir a Meric lo que ella misma sentía.

«Es ser bueno», le había dicho. Meric hacía lo posible por ser bueno, amable, como Cristo; pero nunca había sentido, como Bree, que eso fuera un don, una intensa felicidad, un lugar donde vivir. Y ahora hubiese querido decir que sus sentimientos en la tienda de Painter eran similares a los que ella había tenido cuando conoció a Jesús, cuando ardía constantemente y lloraba, cuando no lo podía explicar.

Pero ¿qué podía significar esto para Bree? El dulce Jesús, el amante que nada le pedía sino estar junto a ella, andar y descansar a su lado... ¿Qué tenía que ver con esa cosa cruel, devoradora y sin palabras que se había apoderado de Meric?

—Es como Jesús —dijo, avergonzado.

Sentía las palabras como polvo en su boca. Oyó que Bree respiraba con fuerza, escandalizada. Pero era verdad. Jesús tenía dos naturalezas, la de Dios y la de hombre; la parte divina ardía a través de la carne hacia sus adoradores, quemándolos. Painter también tenía dos naturalezas: a través de su voz débil, tensa, se expresaba el Mundo obscuro e indiferenciado, las bestias sin voz. Ése era el Mundo que Candy nos había instado a abandonar y del que Jesús nos había prometido liberarnos; ese viejo Mundo retornaba para apoderarse de nosotros, nos hablaba, nos reclamaba. Era como si los pesados Titanes, que olían a tierra, hubiesen retornado para vencer por fin a los dioses de designios nebulosos; como si se hubiese cerrado el círculo que parecía una espiral ascendente; como si un Mesías a la inversa hubiese venido a destrozar para siempre toda inútil esperanza.

Como si, como si, como si. Meric apartó la vista del rostro de la pantalla y soltó un suspiro profundo y trémulo. Las lágrimas le quemaban las mejillas sucias. Al igual que en la tienda de Painter, las cadenas cayeron. Nada que decir, sí; finalmente, nada que decir.

Incapaz de dejar de mirar la pantalla, a pesar de una repugnancia tan honda como el horror, Bree recordó, sin desearlo, la canción infantil que todavía se cantaba a veces antes de dormir: Los pequeños le pertenecen; ellos son débiles pero él es fuerte. Se estremeció ante la blasfemia implícita, y se sintió como si saliera de un sueño opresivo.

—No importa —dijo—. De todos modos, pronto se habrán marchado.

—¿Qué quieres decir?

—Grady me lo dijo —continuó Bree—. Hay gente del gobierno federal aquí. Uno de esos... animales cometió un crimen, o algo por el estilo. Los federales quieren ir a arrestarlo, o expulsar a todos los demás, o algo por el estilo.

Él se puso de pie. Ella apartó la vista.

—Grady irá con ellos. Sólo esperaban que regresaras. ¿Qué haces?

Meric había empezado a abrir armarios, a buscar ropa y equipo.

—No he regresado —dijo.

—¿Qué quieres decir?

Él anudó los cordones de un par de gruesas botas, para poder llevarlas.

—Tienen pistolas? —preguntó—. ¿Cuántos son? Dime.

—No sé. Creo que tienen armas. Grady irá con ellos. Todo está bien —Meric parecía enojado; ella quería tocarlo, calmarlo; pero no se atrevía—. Has regresado —dijo.

Meric tomó una manta acolchada.

—No —dijo—. Vine a buscar cosas —metió rápidamente en la mochila una cinta óptica, lentes, diversos objetos—. Pensaba quedarme una o dos noches. Hablar con Emma —dejó lo que estaba haciendo, pero no la miró—. Despedirme de ti.

Una ola de miedo le contrajo el corazón.

—¿Despedirte de mí? —dijo.

—Ahora he de marcharme de prisa —continuó Meric—. He de llegar hasta ellos antes que Grady y esos otros —aún no la había mirado—. Lo siento, Bree —dijo de modo rápido, cortante.

—No —dijo ella—. ¿Qué ocurre?

—Tengo que volver con ellos. Volver y... registrarlo todo. Para que la gente pueda ver —se echó la mochila al hombro, y se llenó los bolsillos con el pan que ella le había servido—. Y ahora debo ir a advertirles.

—¡Advertirles! ¡Son ladrones, son asesinos! —dijo Bree—. ¡No deben estar aquí, tienen que marcharse, tienen que acabar con eso! —Meric se había girado para marcharse; ella le aferró la manga—. ¿Qué te han hecho?

Él se limitó a apartarse, con el rostro contraído. Salió del apartamento a los anchos y bajos corredores que atravesaban el nivel. Por las largas hileras de ventanas penetraban barras de luz de Luna. No había otra luz. Sus pasos resonaban en el silencio, pero los pies desnudos de Bree no hacían ruido.

—Meric —dijo ella—. ¿Cuándo volverás?

—No lo sé.

—No vuelvas con ellos.

—Debo hacerlo.

—Deja que vaya Grady.

Él se giró.

—Dile a Grady que no vaya —dijo—. Habla con Emma. Dile que no permita la entrada de esos hombres en la Reserva. Son ellos los que no deben estar aquí. No tienen derecho.

—¿Que no tienen derecho? —Bree se detuvo a cierta distancia de él, como si fuera peligroso.

También él se detuvo, sabiendo que todo lo que había dicho estaba equivocado, sabiendo que le estaba haciendo daño, avergonzado pero indiferente.

—Adiós —dijo, y giró por el pasillo que conducía a los ascensores nocturnos.

Ella no lo siguió.

Él continuó el camino de descenso nocturno de la Montaña, obedeciendo a los espectrales signos luminiscentes, cambiando de ascensor; los diurnos estaban cerrados. En cada nivel de cambio debía elegir el camino al siguiente, yendo hacia abajo, de lado a lado, como una hoja en lenta caída. Cuántas veces había soñado que recorría de noche espacios semejantes, encontrando niveles desconocidos, viendo con sorpresa pero sin asombro lugares que jamás había visto, vastas e insensatas divisiones del espacio, salones inaccesibles, grandes máquinas a medio construir, procesiones de rostros ignorados, mientras el buen camino lo eludía constantemente y reaparecía de otro modo... ah, ahora recuerdo... hasta que, oprimido por la confusión y el misterio, despertaba.

Despertaba: mientras descendía, le parecía que la Montaña había perdido toda su solidez, y era ahora tan ilusoria como un pensamiento, una noción. Las continuas, sensatas, largamente pensadas divisiones del espacio, el aspecto sencillo y honesto de las máquinas, las largas trampas de Sol con pantallas negras, las superficies desnudas, las señales del trabajo y el arte que les habían dado vida; todo era tenue, con la falsa solidez de los sueños. Él ya no cabía en la Montaña, vasta como era.

Salió a través del enorme, ventoso atrio central, entre pilas de provisiones y materiales. El atrio estaba siempre repleto de cosas que se transformaban entre las manos de los artesanos: madera en paredes; metal en máquinas; suciedad en limpieza; inutilidad en uso; uso en desperdicio, y desperdicio en nuevos materiales. Ante él se alzaba el frente transparente, de varias plantas de altura, hecho de piedra, acero y losas verdes de vidrio moldeado, con fallas por las que se podía ver una Luna verde y torcida que brillaba fríamente. Salió.

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