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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (12 page)

Los tres agentes federales, a quienes no había invitado a sentarse, se miraban entre sí como tratando de decidir quién hablaría primero. Sólo el más delgado y resuelto, de traje obscuro, ajustado, que no había mostrado credenciales, se mantenía distante.

—Buscamos a un leo —dijo finalmente uno de ellos, mostrando una especie de carpeta o archivador a Roth, no como si quisiera que ella lo examinara, sino como un objeto ritual, un símbolo de su propia posición—. Tenemos motivos para creer que dentro de la Reserva hay un leo adulto que se hace llamar Painter. Es homicida y secuestrador. Todo está aquí —golpeteó con los dedos la carpeta—. Secuestró a una criada contratada al norte de la frontera y huyó al sur. Durante su fuga, asesinó con las manos —el agente exhibió las suyas propias, regordetas— a un funcionario de una partida oficial de búsqueda en otra misión.

—¿Lo asesinó en otra misión? —por Dios, odiaba la forma en que hablaban, como si no fueran ellos mismos, sino la manifestación dé alguna hosca y funesta deidad burocrática que se comunicaba a través de ellos, meros oráculos.

—Quiero decir que el funcionario tenía otra misión —aclaró el agente.

—Ah.

—Entendemos que hay que cumplir ciertas formalidades para obtener una autorización o un salvoconducto y entrar en la Reserva...

—No comprenden ustedes —Emma encendió un cigarrillo—. No hay formalidades. Lo que hay es una prohibición absoluta de entrar en la Reserva por cualquier motivo. Esto se funda en un protocolo firmado por el gobierno federal y el autonómico. Opera así: ustedes piden autorización para entrar en la Reserva o la Montaña en lo que ustedes llaman misión oficial; y nosotros negamos la autorización. Así se hace.

Esos protocolos y acuerdos habían costado veinte años de cohecho, presión pública y resistencia pasiva; Roth sabía dónde estaba.

—Perdón, directora —dijo el hombre de negro; era una voz suave y tensa, con un alarmante filo de furia reprimida—. Comprendemos la situación. Deseamos hacer una petición formal. Querríamos que escucharan ustedes nuestras razones. Eso es lo que el agente quería decir.

—No me llame directora —dijo Emma.

—¿No es ése su título, la descripción de la tarea que usted lleva a cabo?

—Mi nombre es Roth. ¿Quién es usted?

—Me llamo Barron —dijo él rápidamente, como si ofreciera a cambio del nombre de ella algo igualmente inútil—. Sindicato de Ingeniería Social, Proyecto de Especies Híbridas. Acompaño a estos agentes en carácter de asesor.

Debería haberlo imaginado. El pelo corto, el traje ajustado y descuidado, el aire de engranaje útil en una máquina todavía no construida.

—Bien —la palabra cayó sobre ellos con toda la carga de censura de su gran voz—. ¿Y qué razones son ésas?

—¿Qué sabe usted —preguntó el hombre del SIS— de la parasociedad que los leos han generado, desde que viven libres?

—Muy poco. Ni siquiera estoy segura de saber qué es una parasociedad. Son nómadas...

Con un gesto de «no importa» cuya impaciencia no pudo ocultar del todo, Barron empezó a hablar rápidamente, amontonando argumentos, enhebrándolos con alusiones a estudios, estadísticas y fallos de los tribunales que Roth ignoraba. Sin embargo, de ese rápido caudal de palabras, Emma pudo extraer algunos hechos, hechos que la pusieron incómoda.

Los leos sólo eran leales a su familia, a su propio orgullo. No se sabía si habían heredado esto de sus antepasados o si lo habían modelado conscientemente como parte de la sociedad de los leones; pero no sentían lealtad hacia la comunidad científica que les había dado vida, liberándolos luego para poder estudiarlos, y no permitían la presencia entre ellos de investigadores humanos que pudieran verificar hipótesis. Ninguna ley humana les concernía. No respetaban ninguna frontera. Y nadie podía determinar si esas actitudes eran deliberadas, o el resultado de una inteligencia demasiado imperfecta para comprender los valores humanos.

Curioso, pensó Emma Roth, «una inteligencia demasiado imperfecta»... ¿Y no podía tratarse también de un corazón demasiado grande?

A causa de la pequeña población, proseguía Barron, de la poligamia de los leos y de las familias numerosas, para los leos jóvenes era difícil aparearse. Normalmente, al llegar a la madurez se apartaban o eran expulsados del grupo, y obviamente vivían en un estado de tensión psíquica. La única lealtad que conocían, el contacto con la manada, se había roto. Los leos jóvenes, agresivos, dotados de enorme fuerza, de inteligencia subhumana, obligados a valerse solos en el Mundo, eran completamente incontrolables y muy violentos. Barron podía dar ejemplos de crímenes violentos, e índices de criminalidad comparados con los de grupos humanos similares, resistencia al arresto, por ejemplo, o ataques a agentes...

—El que usted persigue —interrumpió Emma—, ¿es uno de estos jóvenes?

—Eso aún no ha sido determinado.

—Es miembro de un pride, como saben —en el acto deseó no haberlo dicho.

Los agentes cambiaron miradas; era evidente que no lo sabían. Pero, ¿por qué debía ella mantenerlo en secreto? ¿Sólo porque la Montaña no daba ni siquiera un fragmento de información a esa sociedad externa de la que nada tomaba? De todos modos ya estaba dicho.

—¿Cómo supieron que estaba en la Reserva?

—No estamos autorizados a decirlo —respondió el hombre del SIS—, pero la información es digna de confianza —se inclinó hacia adelante, entrelazando los dedos; sus ojos parecían un arma que disparara una incesante honestidad—. Directora: comprendo sus sentimientos sobre la inviolabilidad de la zona. Los respetamos. Queremos ayudarla en ese sentido. Ese leo o leos transgreden esa inviolabilidad. Y ustedes son personas que aman la paz —aquí una fugaz sonrisa cómplice—, y en esto coincidimos, pues el SIS, por supuesto, es eminentemente pacifista. Pensamos que estos leos, que como hemos señalado son violentos y están armados, no pueden ser controlados por ustedes, gente pacífica y por tanto inadecuada. El gobierno federal le ofrece la posibilidad de suprimir esta intrusión. Por supuesto —terminó—, usted debe desear que la intrusión sea suprimida.

Por algún motivo, Emma vio en su mente los largos dedos pacientes de Meric Landseer buscando, con afinada sensibilidad, el fallo en una máquina anticuada, bien amada y muy usada.

—Y también podría señalar —agregó Barron, ya que Emma guardaba silencio—, que es parte de su acuerdo con el gobierno federal no hacer de la Montaña un refugio de criminales o transgresores de la ley.

—No los estamos escondiendo —dijo Emma—. Tenemos medios para controlarlos.

—¿Sí?

Sobre su escritorio estaba el despacho del guardia rural:
...y la mayor parte de los músculos largos. El resto se encontraba en avanzado estado de descomposición...
Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.

—No hay manera —dijo— de que pueda emitir autorizaciones o pasaportes en mi propio nombre. Tendrán que esperar. Llevará cierto tiempo —miró a Barron—. No somos muy eficientes aquí para tomar decisiones —se puso de pie con una extraña inquietud; sentía una odiosa urgencia, y no quería demostrarlo—. Supongo que puede usted quedarse aquí unos días hasta que nuestros propios guardias rurales, y otros investigadores, retornen con lo que hayan averiguado. Tenemos una especie de alojamiento para huéspedes —se trataba, en realidad, de un sector reservado a la cuarentena, y tan alegre como una cárcel; a Emma Roth le parecía un lugar ideal; de mala gana consintieron en esperar.

Roth, con una lentitud que evidentemente les irritaba, empezó a enviar mensajes y a llenar formularios. Pensaba: cuando las bacterias te invaden, invades conscientemente tu propio cuerpo con antibióticos. Ninguna de las dos cosas es agradable. Un gramo de prevención vale por un kilo de curación. Aceptó sombríamente extender esos pases, muy restringidos. Quizás, después de todo, pensaba Emma, la curación no será necesaria. Perdónanos nuestras transgresiones, rezó, así como nosotros perdonamos a nuestros transgresores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal...

La criatura que Meric contemplaba era joven. No habría podido decir por qué eso era obvio. Estaba tan quieto que Meric tuvo la tentación de ponerse de pie y acercarse sonriendo. Ignoraba qué podía sentir cerca de un leo; había visto fotografías, por supuesto, pero eran en su mayor parte vagas y distantes y sólo había sentido curiosidad. No había esperado, entonces, que su primera impresión fuera de profunda, incomparable, serena belleza. Era una belleza extraterrena que producía un efecto desconcertante, como el horror a lo extraño; pero era indudablemente belleza.

—Hola —dijo, sonriendo; Meric advirtió que la breve palabra y la fatua expresión no tenían ningún sentido para el leo; ¿cómo acercarse a él?—. No pienso hacerte ningún mal —tampoco podía, incluso estaba indefenso; se preguntó si era posible que él lo comprendiera; ¿y si no era posible?, ¿por qué había pensado que podía ser invisible para ellos?, y, en definitiva, ¿qué había venido a buscar?

El leo se puso de pie, y sin saludos ni preludios fue con pasos breves y seguros hasta donde estaba Meric, agazapado junto a la cerca de piedra. Se aproximó con la incontenible deliberación de las cosas malas en los sueños, directamente hacia Meric, y Meric, como en un sueño, no pudo moverse ni gritar, aunque sentía algo parecido al terror. Estaba a punto de protegerse la cara con los brazos y lanzar ese grito que interrumpe las pesadillas, cuando el leo se detuvo y con curiosa delicadeza le quitó de la mano la lente telescópica. La examinó atentamente, apartando con un vigoroso movimiento una mosca que le rondaba la cara. Luego se la devolvió.

—No es nada —dijo Meric—. Una lente —ahora el leo estaba bastante cerca para que Meric oyera el leve silbido del aire que aspiraba regularmente por las angostas ventanas de la nariz; el olor, como el rostro, era raro e intensamente real; y sin embargo no era lo que él esperaba, no era monstruoso.

—¿Qué querías ver? —dijo el leo.

Al principio Meric no pensó que estuviera hablando; la voz del leo era débil y entrecortada, como la de un adolescente con un resfriado. Además, él había esperado que el leo le hablara en alguna lengua misteriosa, alguna forma de discurso tan extraña y única como la criatura misma.

—A ti —dijo Meric—. A todos vosotros —empezó a hablar rápidamente sobre él mismo, la Reserva, la Montaña; pero en la mitad el leo se alejó y se sentó en la cerca de piedra; con el rifle sobre las rodillas, miró colina abajo hacia el campamento.

Allí, donde no había habido nadie, estaban ahora los leos. Uno, con una larga bata, como una criada de años atrás, y una especie de turbante en la cabeza, estaba en cuclillas junto a la puerta de la casa sin techo. Otros, más pequeños, aparentemente niños, iban y venían cerca de ella (¿por qué suponía que el de turbante era una hembra?). La prole corría, jugaba, luchaba, regresaba junto a ella, se aquietaba. Ella parecía pasiva, como si no los tuviera en cuenta. Parecía mirar a cierta distancia. En un momento, alzó las manos para protegerse los ojos. Meric miró también y vio a otros dos, con largas batas y rifles terciados a la espalda, y otro más atrás, con ropas corrientes en apariencia, vestido como el que estaba junto a él. Uno de los que llevaban turbante traía varios conejos entre los brazos.

El leo de la cerca los miró con interés. Las ventanas de la nariz se le abrían y cerraban, y las anchas orejas venosas se volvían hacia ellos. Si era un guardia, pensó Meric, no miraría a los leos; estaría atento a cualquier otra cosa. Por lo tanto, no era un guardia. Daba, sin embargo, la impresión de estar pendiente de algo. Todo lo que ocurría más abajo le interesaba. Sin embargo, no intentaba acercarse a los demás. Parecía haber olvidado completamente a Meric.

Preguntándose si el leo se ofendería, esperando que no fuera así, sin saber cómo preguntarlo, Meric volvió a mirar por la lente. La hembra de la puerta estaba inmóvil pero atenta, mientras los otros entraban en el campamento. Cuando estuvieron bastante cerca como para saludar, no saludaron. El macho —el que no tenía una larga bata— se acercó y se sentó juntó a ella, bajando graciosamente hasta el suelo. Ella alzó el brazo y lo apoyó en el hombro de él. En un instante quedaron tan inmóviles que parecían haber estado así durante horas.

Meric movió levemente su campo visual. Podía verse apenas a alguien en la puerta rota; aparecía y desaparecía; luego salió y se apoyó en la jamba de la puerta, con los brazos cruzados.

No era un leo, sino una mujer humana. Asombrado, Meric la examinó con interés. Parecía estar cómoda; los leos no le prestaban atención. Llevaba el pelo negro corto, y Meric podía ver que sus ropas eran fuertes, pero viejas y gastadas. Aunque no se hablaron, la mujer sonrió a los que llegaban; cuando el leo de los conejos los arrojó al suelo, ella se arrodilló, sacó un cuchillo tan usado que era sólo una línea y empezó, sin vacilar, a despellejarlos. Era algo que Meric nunca había visto, y que ahora observó fascinado. La lente creaba la ilusión de que miraba algo en otra parte, en otra dimensión; pues de otro modo no podría haber mirado cómo la muchacha cortaba la piel con destreza y luego la arrancaba, como si estuviera desvistiendo a un niño que surgía rojo y huesudo de sus pañales. Pronto los dedos de la muchacha estuvieron manchados de sangre; ella se los chupó descuidadamente.

El leo que estaba cerca de Meric, sentado en la cerca, se puso de pie. Aparentemente, estaba muy emocionado. Echó a andar colina abajo con deliberación —ninguno de ellos parecía poder hacer nada sino deliberadamente— pero luego se detuvo. Permaneció inmóvil un rato, y luego regresó, volvió a sentarse y continuó esperando.

Caía la tarde. La casa sin techo arrojaba una larga sombra tenue sobre la hierba inclinada; más lejos, los bosques estaban obscuros. De vez en cuando, bandadas de estorninos remontaban el vuelo y volvían luego a un bullicioso descanso. No había otro ruido que ése, y el del viento.

En un acceso de valor, sintiéndose bruscamente capaz en la luz incierta, Meric se puso de pie. Ahora estaba a la vista de los leos. Uno lo miró, pero no pareció alarmado. Sin otra opción —se había puesto al alcance de la percepción de los leos como un nadador vacilante que se zambulle en el agua helada recogió la mochila y echó a andar, lenta y deliberadamente, imitando sus francos movimientos, hacia el campamento. Miró al leo de la cerca, hacia atrás: lo miraba, pero no se movió para seguirlo o detenerlo.

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