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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (7 page)

Mika se acercaba a la carrera. Sten, atento a lo que ocurría, pisó mal un estribo; ayudándose con ambas manos, se instaló en la montura y espoleó brutalmente el caballo. Loren silbaba imperiosamente a Chet y Martha, para que no intervinieran. La perdiz no se atrevió a buscar un nuevo refugio; su única esperanza era elevarse rápidamente a mayor altura que el halcón, para que éste no pudiera atacar otra vez. Toda la partida seguía a las aves: Sten, Mika, Loren, a pie, y los perros.

Halcón ganó altura describiendo grandes círculos alrededor de la perdiz ascendente. Mucho más fuerte y rápido, la superó con facilidad; pero tenía que alcanzar la altura suficiente para volver a dejarse caer. Eran sólo puntos en el cielo, aunque Sten veía claramente la posición de las aves, protegiéndose los ojos con el guante de halconero.

—¡Mira, está vencida! —gritó Loren—. ¡Mira!

La perdiz perdía altura, caía, exhausta. Derrotada en el ascenso, buscaba nuevamente abrigo, volando fatalmente debajo del halcón, que se cernía en lo alto. Al borde del prado había una hilera de árboles, y la perdiz aleteó hacia allí, pero estaba condenada. Sten se preguntó, en un momento de fría claridad, qué sentía la perdiz. ¿Solamente espanto? ¿Qué?

Estaba cerca de los árboles cuando el halcón se abatió sobre ella transformándose, con un batir de alas que todos pudieron oír, de proyectil en hacha. Los espolones hirieron a la perdiz con la precisión de mil generaciones, matándola en el acto. Luego la llevó al suelo, dejando una estela de plumones flotando en el aire.

Sten se acercó cuidadosamente, con el corazón encogido y dichoso, y la garganta enronquecida por el aire frío. Halcón desgarraba la presa, una bola ensangrentada de plumaje pardo, con el largo pico abierto. Sten buscó el señuelo en el bolsillo.

—¿Debo llamarlo?

—Sí —dijo Loren.

Halcón quebró el ala de la perdiz y se apartó de ella para mirar a Sten. Se cubrió con las alas; no deseaba subir al guante, pero saludaba —Sten trató de reprimir la idea—, contento de ver a su amo. Luego volvió los ojos líquidos a la perdiz, y regresó a su tarea con el pico y las garras. Las campanillas tintineaban. De mala gana, sin querer estropear la diversión de Halcón, pero sabiendo que tenía que hacerlo, Sten cogió el señuelo. Miró a Mika, que sostenía los caballos, y a Loren, que vigilaba a los perros.

—Halcón —dijo; fue lo único que se le ocurrió—. Halcón.

Durante el regreso, permitió que Loren llevara el halcón, porque el brazo le temblaba ahora con el peso del ave, pero iba atrás llevando el caballo de la brida, mientras Mika se adelantaba. Cuando estuvieron cerca de la casona, vio que Mika miraba hacia el sendero, cubierto de hierba, que más allá de la casa se reunía con el camino de grava. Un fino coche negro de tres ruedas había salido de la carretera, acercándose. Aminoró la marcha como si pensara detenerse, pero aceleró otra vez en silencio y entró en el camino de acceso bordeado de olmos.

—¿Es ese el consejero? —preguntó Mika.

—Supongo —dijo Sten.

—¿Qué quiere? Nadie puede venir aquí.

—¿Por qué no? Tal vez él puede. Sólo las personas no pueden. Si él no es exactamente una persona...

—Tampoco —por alguna razón, no por el frío, aunque tenía las piernas desnudas bajo los pantalones cortos de cuero, Mika se estremeció.

El consejero usaba una capa de Inverness porque los abrigos corrientes, aunque se podían hacer a medida, sólo acentuaban su rareza. El conductor abrió la puerta del pequeño compartimiento de pasajeros del coche de tres ruedas y lo ayudó a bajar; el consejero habló un momento en voz baja con el conductor, y empezó a subir, con sus pequeños pies, los anchos escalones de la entrada ayudándose con un bastón. Los guardias de la puerta ni lo detuvieron ni lo saludaron, aunque lo miraron con fijeza. Se les había explicado que no era protocolario saludarlo: no era, oficialmente, miembro del gobierno de la Autonomía. No lo detuvieron porque era inconfundible —no había dos como él en el Mundo—, y precisamente por eso lo miraban con fijeza.

Había penumbra dentro de la mansión, lo que convenía a los ojos del consejero. Indicó al criado que lo recibió que conservaría la capa y el bastón, y fue guiado, a través de varios salones, hasta el centro de la casa.

Los salones lo fascinaban. Le gustaban los olores, los muebles que nadie usaba, las pinturas indiferentes a que alguien las mirara (en este caso, la caza del zorro en los viejos tiempos, y en todos sus aspectos, al menos desde el punto de vista del cazador). No, no tenía inconveniente en esperar en otra sala un momento, como le preguntaron con sobrias excusas. Se sentó en una silla y contempló un jarro negro tapado colocado sobre ¿qué? ¿un aparador? ¿una cómoda? y se preguntó para qué podría servir.

La secretaria del director, una mujer con cierta tensión envarada, común en los subordinados poderosos, lo saludó con visible emoción, y lo condujo por unas viejas y pulidas puertas dobles que tenían nuevos ojos metálicos, a través de su propio despacho repleto de papeles y donde había una cosa metálica debajo de una arcada, hasta la presencia del director.

Hola, Isengrim
, pensó Reynard. No lo dijo. Susurró un saludo convencional, con voz débil y áspera, como papel de lija de grano fino frotado sobre acero.

—Gracias —dijo el director de pie—. He pensado que era mejor que nos encontráramos aquí. Espero que no haya sido una molestia.

La voz de Jarrell Gregorius tenía un leve acento; había aprendido inglés en la escuela, cuando su padre —cuyo retrato estaba junto al de sus hijos sobre un escritorio, por otra parte desnudo e impersonal— había venido con la comisión internacional que intentaba arbitrar la partición. Por supuesto, la comisión había fracasado, aunque la idea de las autonomías había subsistido, a pesar de las complicadas sugerencias de la comisión. Cuando el miembro de Malagasia fue secuestrado y ejecutado, y se hizo evidente que las autonomías se estaban convirtiendo inevitablemente en naciones en disputa, la comisión se disgregó y Lauri Gregorius retornó a su país, para dedicarse al esquí, abandonando a los demás a su locura. Jarrell —Jarl, como había sido bautizado— se quedó. El retrato del escritorio tenía veinte años de edad.

—¿Qué quiere usted? ¿Algo de comer? ¿Alguna bebida?

—Para ambas cosas es muy temprano, en mi caso.

—Lamento haberlo llamado demasiado temprano.

Reynard se sentó, aunque el director seguía de pie. Estaba entre sus privilegios la exención de la cortesía y el protocolo; la gente suponía que no podía comprenderlos, que no apreciaba las sutilezas del intercambio humano. Se equivocaban.

—Es difícil creer que sobrevivan en mí los hábitos nocturnos. Pero así es. Aunque no se puede gobernar sólo de noche.

—Entonces, café.

—Si no es una molestia... —apoyó las manitas cubiertas de vello rojizo en el puño del bastón que sostenía entre las rodillas.

—He visto a sus hijos cuando me acercaba al portal.

—¿Sí?

—Había alguien con ellos, un adulto, con un ave en la muñeca.

—Un tal señor Casaubon. El preceptor.

—Unos jóvenes hermosos. El famoso hijo se parece a usted tanto como dicen. No había una película...

—Un videotape. Me alegro de que estén aquí ahora. Creo que la publicidad empezaba a afectar al chico. Aquí puede llevar una vida normal.

—Ah.

—La chica tiene otra madre. Puertorriqueña. Está aquí sólo desde hace... ¿cuánto? ¿un año y medio? —Gregorius estaba caminando a paso regular ante las altas ventanas, cerradas con placas metálicas, que daban a los bunkers de hormigón desnudo donde se alojaban los hombres de azul; Gregorius habría quedado bien de azul, ese color le hubiera destacado la piel impecable quemada por el aire y el pelo leonado; pero vestía en cambio un traje negro bien cortado, discreto, algo desconcertante.

—¿Cómo haremos hoy? —dijo—. ¿Podemos comenzar así? La gente del SIS llegará muy pronto.

—¿Traerán el salvoconducto?

—Han dicho que sí.

—¿Y cuáles serán las condiciones?

—Una declaración jurada de mi parte, apoyando las finalidades generales de la Conferencia de Reunificación.

—Tal como las interpreta el SIS.

—Por supuesto.

—¿Firmará usted esa declaración?

—No tengo opción. El acuerdo del SIS con el gobierno federal consiste en que el SIS aceptará los términos de la reunificación a que llegue la conferencia siempre que sea el SIS quien emita los salvoconductos.

—Y como todas las autonomías tienen que enviar representantes a la conferencia...

—Exactamente. Cuando lleguen ya estarán defendiendo, al menos públicamente, el punto de vista del SIS.

Reynard apoyó el largo mentón rojizo sobre las manos unidas en el puño del bastón.

—Usted puede negarse. Si trata de ir sin el salvoconducto...

Gregorius dejó de caminar.

—¿Lo dice para probarme, o para qué? —cogió del escritorio una pequeña caja redonda de acero y golpeteó la tapa—. Sin el salvoconducto me detendrán en cualquiera de las fronteras. Con guardia armada o sin ella. Ciertamente no me propongo abrirme paso a la fuerza hasta allí —abrió la caja, cogió una pizca de brillantes cristales azules, y la inhaló; posó los ojos en el retrato de su padre—. Soy un hombre de paz.

—Bien.

—Yo sé —continuó Gregorius— que usted no es amigo del Sindicato de Ingeniería Social —se pasó la mano por la soberbia cabellera—. Me ha alejado de ellos.

—Ha hecho usted bien.

—Los miembros del directorio que están bajo la influencia del SIS me habrían castrado, con ayuda del SIS.

—Pero las cosas han cambiado —Reynard podía decir cosas como ésta sin ironía y sin sentirse implicado; era una de sus habilidades.

—Esta vez —dijo el director—, esta vez la reunificación podría lograrse. A causa... bueno, a causa de mi poder, que usted me ha ayudado a conquistar; si se llega a un plan, yo sería el candidato lógico para la dirección. La dirección general —se sentó; la mirada se le volvió hacia adentro—. Yo podría ser la curación.

Los dos jóvenes, trayendo a pie sus caballos, pasaron ante la guardia; Gregorius miraba en esa dirección, pero no los vio porque —Reynard se asombró al advertirlo— tenía los ojos brillantes de lágrimas.

Sten y Mika habían pedido un último paseo a caballo antes de comenzar la lección de la tarde, y Loren lo había autorizado; siempre lo hacía con lo «último» de cualquier cosa, a condición de que fuera verdaderamente lo último, y no una treta. Éste era el acuerdo, que los jóvenes, en general, cumplían.

—¿Cómo puede ser eso que me dices? —preguntó Mika.

—Bueno, lo es. Me lo ha dicho Loren.

—Cómo —era una negativa, una orden, no una pregunta.

—Lo han hecho ellos. Los hombres de ciencia. Con células de zorro. Y células de una persona...

—¿Qué persona?

—No importa. De alguien.

—Sí importa, porque esa persona sería su madre. O su padre.

—Como sea. Cogieron esas células y de algún modo hicieron una combinación.

—No es posible.

—¡Pueden hacerlo! ¿Por qué te obstinas?

—Porque no me gusta.

—Jesús. Una excelente razón para no creer que es lo que es. Bueno, lo que importa es que combinaron las células, y las células crecieron. Y ahí está él.

—¿Y cómo crecieron? Loren dice que los ciervos no pueden tener hijos con las yeguas. Ni los perros con los zorros. ¿Cómo puede ser, entonces, entre un hombre y un zorro?

—No es lo mismo. No se trata de óvulos y espermatozoides. Es distinto... Una mezcla.

—Sin óvulos ni espermatozoides —en los ojos de Mika había una chispa de diversión.

—Así es —él estaba resuelto a mantener la conversación en un nivel adulto.

—Una mezcla, como los leos. Crees en ellos, ¿verdad?

—Los leos. Hay muchos. Tienen padres. Y también óvulos y espermatozoides.

—Ahora los tienen. Pero así los hicieron al principio: con leones y hombres. Y el consejero es igual, sólo que es nuevo. ¿Cómo crees que consiguieron inicialmente a los leos?

—Óvulos y espermatozoides —dijo ella, abandonando la seriedad—, óvulos y espermatozoides. Hola, espermatozoides. Vamos a jugar a los mongoles. ¡Mira! —señaló con la mano enguantada; colina abajo, más allá de otra derruida pared de piedra, parecían costuras que recorrían toda la vasta propiedad, veían apenas a Loren que acababa de salir de la casona de piedra y barría el patio con una gran escoba; vestía la larga túnica azul, a la que llamaba su bata de maestro—. Mira. Un pobre campesino.

—Acaba de recoger la cosecha —Sten volvió el caballo; éste era su juego favorito, los juegos peligrosos eran los únicos que le gustaban.

—Pobre bastardo —dijo Mika—. Pobres óvulos y espermatozoides. Lo lamentará.

—Quemad a las mujeres y a los niños. Violad las casas y cabañas.

Tenía un nudo en la garganta, no sabía si de risa o de ferocidad. Golpeó los duros talones contra los flancos del pony. Mika ya estaba adelante, apretando las costillas del bayo con muslos fuertes y atezados («trigueños», decía ella; «de color de nuez» traducía Loren; «como una nuez —decía Sten—, está bien»). Volaba junto a la pared; Sten la pasaría. Lanzó el grito mongol y se inclinó sobre el perfilado caballo. El grito mongol era sólo un grito, sin palabras, sostenido mientras les duraba el aliento; entonces, continuaba Mika, con una nota alta y clara que ningún varón adolescente podía alcanzar, y cuando ella no podía más, él ya había recomenzado, de modo que el sonido era ininterrumpido, manteniendo así en alto el espíritu mongol y asustando a los pobladores. Galopaban tan juntos como podían, para ser un ejército, casi tocándose, y el ruido de los cascos era tan continuo como el aullido.

Llegaron juntos al muro derruido y lo saltaron, Mika bien sentada y confiada; Sten perdió el equilibrio y durante un espantoso segundo se quedó sin aliento. El pobre campesino Loren alzó los ojos. Llevaba leña a la casona, para encender el fuego durante las lecciones, pero cuando los vio, la dejó caer y se lanzó a través del patio, con la bata revoloteando, en busca de la escoba.

Ésta era la parte más temible: correr directamente hacia el patio, sin acortar la rienda, tan rápido como se atrevieran, ellos y los caballos, hasta encontrarse a punto de ser derribados por la excitación de los animales, y de asesinar al preceptor, a quien todos adoraban.

—Ah, no —gritó Loren—, no lo conseguiréis, este año no... —hacía volar la escoba alrededor, asustando a los caballos, que resoplaban y describían círculos levantando tierra con los cascos.

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