Este libro describe una América futurista y anárquica en que el protagonista es una nueva especie, parte león, parte hombre.
Norteamérica ha sido destruida por la guerra civil. Los animales han sido transformados biológicamente en criaturas híbridas. Violentas bandas de bárbaros combaten contra los agentes de ingeniería social. Pero unos y otros odian por igual a los leones y a todas las últimas criaturas depredadoras, que los hombres llaman
Bestias
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John Crowley
Bestias
ePUB v1.0
GONZALEZ05.05.12
Título original:
Beasts
© 1976, John Crowley
Traducción: Carlos Peralta
ePub base v2.0
Para mi madre
Si fueras el león, el zorro te engañaría;
si fueras la oveja, el zorro te comería;
si fueras el zorro, el león sospecharía de ti
si, por casualidad, el asno te acusara.
Si fueras el asno, tu estupidez te atormentaría,
y además sólo vivirías para servir de desayuno al lobo...
¿Qué bestia podrías ser que no estuviera sometida a una bestia?
Timón de Atenas, IV, III
Loren Casaubon se consideraba un enamorado de la soledad. No había elegido la etología sólo por esa razón, pero le parecía que el hecho de que pudiera soportar —y creyera preferir— la compañía de lo salvaje y lo inhumano, era una ventaja. La vieja torre de las municiones, y sus nuevos feroces habitantes, a quienes Loren tenía que nutrir durante todo el verano, le convenían exactamente. Se había echado a reír cuando vio la torre por primera vez, y por otra parte había respondido en seguida a su solitaria intransigencia: sintió que había llegado a casa.
Como estaba escondida entre los últimos escasos pliegues de las colinas arboladas antes de que comenzara el terreno llano, la torre de las municiones, a pesar de sus treinta metros de altura, aparecía de golpe a la vista. Parecía brotar bruscamente del granito de la montaña para bloquear el camino, o haberse incorporado de pronto, arrancada del sueño por los pasos del hombre. Durante dos siglos no había tenido compañía humana. Las vastas llanuras picadas de marismas que se deslizaban desde las laderas hacia el mar, y que la torre custodiaba como la última atalaya de un belicoso señor de las cumbres, sólo estaban habitadas por seres salvajes.
El poco previsor pionero que había planeado esa empresa industrial abortada por las marismas, mucho tiempo antes, no había pasado de la torre y algunos pocos edificios externos de piedra. Todo lo que había sido hecho de madera había desaparecido. El canal con que había contado para comunicarse con el resto del mundo manufacturero había concluido a cuarenta millas de distancia. De todos modos, decidió Loren cuando vio la torre por vez primera, ese hombre había sido sin duda un soñador más que un industrial. La torre no era sólo una estructura puramente utilitaria, una fábrica de perdigones de plomo; tenía una forma alta y esbelta sólo para que el plomo fundido, vertido por cribas en la parte superior, llegara a formar, mientras caía, bolillas perfectamente redondas, como pesadas gotas de lluvia, antes de alcanzar un tanque de agua de refrigeración gradual, en la base de la torre. Pero el constructor había sido incapaz de resistir las evidentes asociaciones románticas y había construido, en realidad, un torreón de castillo, sombríamente gótico, con estrechas troneras ojivales y un remate almenado. Era una falsa torre feudal en un mundo nuevo, cuya única afinidad verdadera con los castillos reales era su razón de existir: la guerra.
Esa razón había desaparecido mucho antes. La ingeniosidad de la torre y de sus municiones de plomo había sido reemplazada tiempo atrás por ingeniosidades más espantosas. Hasta la llegada de Loren, no había tenido otra función que su absurdo pintoresquismo. Loren le encontró otro uso: la de servir de acantilado suplente a cuatro miembros de una raza casi extinguida de habitantes de acantilados. Alcanzó a sentir un movimiento dentro de la caja de cartón cuando la alzó del portaequipajes de la bicicleta. Puso la caja en el suelo y la abrió. En el interior, las cuatro aves blancas, erizadas y furiosas, graznaron roncamente. Vivas y en buen estado. Había sido toda una hazaña traerlas en bicicleta, pero no había otra manera de llegar a la zona; había tenido el corazón en la boca en cada desnivel, cuidadosamente sorteado, de ese camino de huellas profundas. Ahora se reía de sus propios escrúpulos. Sanos y vigorosos como jóvenes demonios, los cuatro pichones de halcón peregrino, dos machos y dos hembras, parecían criaturas dañinas a las que no se podía hacer daño. Los picos ganchudos y las frentes fieramente ceñudas desmentían la extrema juventud de las aves; los gritos eran furiosos y no lastimeros. Por supuesto, ellos no podían saber que se contaban entre los últimos de la especie.
El proceso de criar halcones peregrinos en cautividad y devolverlos luego a la libertad —una especie de cetrería al revés, que empleaba muchas técnicas de los viejos halconeros— se había iniciado años antes, durante la marea sentimental por la vida salvaje y el paisaje natural que había hecho inútil la palabra «ecología». Como todas las mareas sentimentales, había tenido una vida corta. El programa de cría de halcones había sido restringido, juntamente con otros mil programas más ambiciosos, pero no había muerto del todo. La cría de aves de cetrería era un arte tan exigente, un desafío tan compulsivo, que había sido capaz de perpetuarse a sí misma, como en el pasado. El pequeño grupo de aficionados a los halcones era una hermandad: el oficio era difícil, esotérico, absorbente, como el de los monjes Zen o los maestros de Go. Con certeza casi completa, sólo los esfuerzos de esta gente mantenían vivo al halcón peregrino; casi con igual certeza, si ellos abandonaban el oficio, la consecuencia sería la extinción. Los halconeros eran muy pocos, y las aves que devolvían a la libertad eran demasiado escasas para que pudieran aparearse fácilmente una vez liberadas. Algunos estudios que Loren había leído asignaban un veinte por ciento a la probabilidad de supervivencia de los grandes depredadores aéreos. Quizás la décima parte de los sobrevivientes se apareaba y reproducía. De modo que, sin Loren y sus colegas, sostenidos todos por fundaciones quijotescas o temerarios departamentos de universidades, el halcón desaparecería del continente. De alguna extraña manera, la más orgullosa e independiente de las criaturas aladas se había hecho parásita del hombre.
Sosteniendo horizontalmente la caja, Loren se inclinó para entrar en la torre por el arco de la puerta. En el interior, ni siquiera las estrechas y espectrales barras de luz solar polvorienta que salían de las troneras podían ocultar que la torre había sido ante todo una fábrica. La angosta escalera en espiral que conducía a la cima era de hierro; resonaba sordamente bajo las botas de Loren. Aún podían verse, a distintos niveles, los puntales de hierro de las plataformas. Desde cada nivel caía munición de diferente tamaño: de grano fino desde quince metros, perdigones más y más gruesos desde alturas mayores, y balas de mosquete desde la plataforma superior, todavía intacta, aunque una parte del muro almenado se había desmoronado y sólo quedaba la mitad del techo. Allí había construido Loren un alojamiento para las aves, una jaula con barrotes donde pasarían las primeras semanas. La había puesto frente al muro derrumbado, para que las aves pudieran ver sus dominios a pesar de estar enjauladas.
El viento arreciaba arriba: agitaba el espeso pelo negro de Loren y le hacía cosquillas en la barba. Sin prisa, abrió la caja y metió en la jaula los cuatro pollos de hinchado plumaje. Sintió los latidos de los corazones desbocados, y las jóvenes garras que le apretaban las manos con fuerza. Una vez adentro, dejaron de chillar; se irguieron y ordenaron las plumas alborotadas en una reducida imitación de lo que harían cuando fueran adultos.
De su abrigo de muchos bolsillos, Loren sacó unos alicates y varios trocitos de carne envueltos en papel. Con esos alicates los alimentaría y quitaría los desechos, exactamente como hubieran hecho los padres con los picos. Engulleron con avidez la carne cruda, con el pico muy abierto, y comieron hasta llenarse el buche.
Cuando terminó, cerró la jaula y trepó hasta la abertura. Entornó los párpados, protegiéndose del viento, y sus débiles ojos humanos recorrieron las quinientas hectáreas de campo, bosque, marisma y costa marina que serían el territorio de caza de los halcones. Creyó ver a lo lejos un leve destello blanco en el sitio donde comenzaba el océano. Probablemente había allí unas trescientas especies que sus aves podían cazar: conejos, alondras, cuervos, estorninos e incluso patos para las hembras más grandes y rápidas. «Halcón de patos» era el viejo nombre americano del halcón peregrino, usado por los granjeros, que disparaban contra él apenas lo veían, como contra un merodeador, y que llamaban «halcón de gallinas» al halcón de cola roja. Un punto de vista estrecho; ciertamente ni el peregrino, ni el casi extinto de cola roja habían vivido exclusivamente, y ni tan siquiera en medida importante, de aves domésticas. Pero Loren comprendía a los granjeros. Cada especie interpreta el Mundo en sus propios términos. Incluso Loren, que servía a los halcones, sabía que sus motivos eran los motivos de un hombre y no los de un ave. Miró alrededor una vez más, se aseguró de que nada faltaba a sus protegidos, que el bebedero estaba lleno (rara vez bebían, pero pronto empezarían a bañarse) y luego descendió con pasos que resonaban en la escalera de hierro, complacido por la idea de que ahora estaba instalado, con una tarea por delante, y solo.
Antes de traer las aves había arreglado la torre. Había traído provisiones para una estancia de tres meses: medicamentos, un saco de dormir, una estufa, una cocinilla, comida, dos escopetas y municiones. Durante el primer mes tendría que cazar para los halcones hasta que ellos mismos pudieran hacerlo. Si no se familiarizaban con la vista y el sabor de la caza, quizás no serían capaces de reconocerla como alimento. Podrían matar pájaros, impulsados por un poderoso instinto; pero quizás no sabrían lo suficiente como para comer lo que mataran. Loren tenía que proporcionarles presas recién muertas todos los días.
Sin embargo, ahora era demasiado tarde para salir; comenzaría la mañana siguiente. Había jugado con la idea de traer un halcón adulto adiestrado, y de cazar con él para los pichones; pero —aunque las inmensas dificultades de este plan le intrigaban— finalmente lo desechó: si por cualquier razón el halcón adulto no conseguía cazar lo suficiente, la culpa sería de Loren. La vida para la que tenían que prepararse los halcones era en verdad tan ardua que le exigía ahora una constante atención.
Se quedó largo tiempo en la puerta del edificio de piedra que había equipado para él, mientras el ocaso interminable se demoraba fundiendo el amarillo polvoriento en un azul luminoso. Mucho más arriba, en la torre, los halcones se alisarían las plumas, bajarían las bravías cabezas, callarían, y por fin dormirían. Loren no tenía en qué ocupar las noches, y aunque se dormiría temprano, para levantarse antes del alba, no dejaba de sentir una cierta ansiedad ante las horas vacías y obscuras que le aguardaban; una ansiedad que no tenía causa y de la que nunca era por completo consciente. Preparó minuciosamente una comida sencilla que comió con lentitud. Arregló las provisiones. Preparó la cacería del día siguiente. Encendió una lámpara y se puso a hojear las revistas.