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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (3 page)

Había una sola carta para él en el apartado de correos. Tenía el discreto logotipo de la fundación semi pública para la cual trabajaba.

«Querido Mr. Casaubon:

»Esta carta notifica a usted formalmente que ha quedado sin efecto el Programa de Propagación en Cautividad de la Fundación. Le rogamos que no tome en cuenta cualquier instrucción o encargo previo de la Fundación. Lamentamos, naturalmente, todo inconveniente que pueda causarle este cambio de programa. Si desea usted instrucciones acerca de la devolución de equipos o medios, por favor, escríbanos.

Suyo, D. Small, supervisor de programas.»

Era como si se hubiese encontrado, sin saberlo, en uno de esos armarios de las viejas ferias que de pronto quedaban sin suelo ni paredes, mientras uno caía rodando.
Todo inconveniente...

—¿Puedo usar el teléfono? —preguntó al encargado de correos, que ordenaba sacos de cereal.

—Por supuesto. Está allí. Hum... No es gratis.

—No. Desde luego. Cobro revertido.

El hombre no aceptó esto; continuó mirando a Loren con cara expectante. Con una brusca oleada de furia, Loren masticó su cigarro, mirando indignado al hombre y buscando dinero. Encontró medio dólar de acero y lo golpeó contra el mostrador. El dinero de la Fundación, pensó.

—El doctor Small, por favor.

—El doctor Small está de conferencia.

—Soy Loren Casaubon. El doctor Loren Casaubon. Llamo de larga distancia. Insista, por favor.

Hubo una larga pausa, entre los espectros de otro centenar de voces y el tic-tac y el zumbido vacío de la distancia.

—¿Loren?

—¿Qué diablos pasa? Hoy he venido por primera vez a la ciudad...

—Lo siento, Loren. No ha sido decisión mía.

—¿Quién ha sido el idiota, entonces? No se puede interrumpir una cosa así por la mitad. Es un crimen, es...

—Hubiera debido esperar antes de llamar, pensar en algún argumento.

Se sintió bruscamente inseguro, vulnerable, como si en cualquier momento pudiera empezar a tartamudear y a llorar.

—¿Qué razón...?

—Hemos sufrido grandes presiones, Loren.

—Presiones. ¿Presiones?

—En este momento hay gran oposición a este tipo de programas de conservación de especies salvajes. Nosotros trabajamos con dineros públicos...

—¿Te refieres al SIS?

Hubo una larga pausa.

—De alguna manera, consiguieron revisar nuestros libros. Loren, todo esto es muy confidencial —la voz era ahora más baja—. Se ha estado gastando dinero en programas que podrían considerarse, bueno, poco importantes —se aclaró la garganta como para acallar las objeciones de Loren—. Pudo haber estallado un escándalo. Sí, de veras, querían que fuésemos un ejemplo para todos. La Fundación no podía permitirlo. Aceptamos cooperar, ¿sabes?, racionalizar nuestros programas, recortar los gastos...

—Bastardo —no hubo respuesta.

—Mis aves morirán.

—Demoré todo lo que pude el envío de la carta. ¿No has completado el programa del primer mes? Hice lo posible, Loren.

La voz de Small era tan débil que Loren se apaciguó. Se enojaba con el hombre equivocado.

—Sí. El programa se cumplió. Y si pasara dos meses más con ellos, quizás, quizás, repito, podrían estar preparados para sobrevivir. No aseguro nada.

—Lo lamento.

—Me quedaré, doctor Small. No he recibido esa carta.

—No hagas eso, Loren. Me pondrías en situación difícil. Este acuerdo es muy reciente. La gente del SIS es muy... minuciosa. Te podrían perjudicar.

Hasta ese momento, no había pensado en él mismo. De repente, el futuro se abría delante de él como una desierta carretera asfaltada. No había muchos puestos de trabajo para etólogos huraños, solitarios, furiosos, con diplomas incompletos.

—Escucha, Loren —el doctor Small empezó a hablar con rapidez, como para impedir cualquier objeción, como si se apresurase a dar un regalo a un niño al que acababa de hacer llorar—: Me han pedido especialmente que busque un, bueno, una especie de preceptor. De carácter especial. Alguien como tú, que pueda cazar, andar a caballo y esas otras cosas, pero con buenas calificaciones académicas. La decisión está, en gran parte, en mis manos. Dos jóvenes, un muchacho y una chica. Un muchacho y una chica especiales. Excelentes beneficios.

Loren no dijo nada. Aunque comprendía, naturalmente, que lo estaban sobornando. Le disgustaba la idea, pero algún obscuro y temeroso egoísmo le impedía rechazarla airadamente. Se limitó a esperar.

—El problema es que tendrías que empezar inmediatamente.

—Aún no había capitulado.

—Quiero decir, ahora mismo. Este hombre no está acostumbrado a que no se le atienda.

—¿Quién es?

—El doctor Jarrell Gregorius. Los chicos son sus hijos —ése tenía que ser el golpe, el golpe maestro; y por una extraña razón que Small no podía conocer, lo fue realmente.

Con la sensación de que estaba desgarrándose alguna parte viva de él mismo, la lengua, o el corazón, Loren respondió con una voz inexpresiva:

—Necesitaría ciertas condiciones.

—¿Aceptas?

—De acuerdo.

—¿Qué?

—¡Dije que sí! —y luego, en tono más conciliador—: He dicho que estoy de acuerdo.

—Tan pronto como puedas, Loren —Small parecía profundamente aliviado; casi cordial.

Loren colgó. Durante el retorno, entre finos velos de niebla, Loren alternaba la furia ciega con una especie de expectativa que le devoraba el corazón.

¡El SIS! Si el antiguo gobierno federal era el Sacro Imperio Romano, el Sindicato de Ingeniería Social era los jesuitas del gobierno: propagandistas expertos, abnegados, devotos, militantes, legítimos defensores de fines que justificaban los medios. Loren discutía vivamente con ellos en voz alta, con esos decididos «voceros» mal vestidos y de pelo rapado que había contemplado en las revistas; y discutía con tanta más violencia porque ellos lo habían derrotado, y con toda facilidad. ¿Y por qué? ¿Para qué? ¿Qué mal habían hecho sus halcones a los planes y programas de esa gente? Como no deseaba el poder para él, Loren no concebía que alguien recurriera a la mentira, la componenda, la sinuosidad, el desdén por la razón, todo para conquistar el poder. Si se podía mostrar a un hombre la justicia de un caso (y ciertamente Loren tenía la justicia de su parte) y no la defendía, ese hombre le parecía a Loren un tonto, un loco o un criminal.

Desde luego, la razón era precisamente lo que el SIS pretendía defender: la cordura, el fin de las disensiones fratricidas, el retorno a la planificación central y la cooperación racional, el uso inteligente del planeta para beneficio de los hombres. El Mundo es nuestro, afirmaban, y tenemos que hacerlo funcionar. Humilde y abnegadamente, se habían impuesto la tarea de proteger a la humanidad del peligro de los hombres. Y a Loren le parecía tan terrorífico como irritante lo bien que se desarrollaba la contrarreforma: el SIS había terminado por parecer la mejor y la última esperanza en un Mundo desesperadamente inclinado a la autodestrucción.

Loren admitía —al menos para sus adentros— que su propio Paraíso secreto, y que crecía en secreto, se fundaba en la tendencia autodestructiva del hombre, o al menos, en esa tendencia tal como se manifestaba en sueños e instituciones. Se trataba para él de una evolución controlada. El SIS la consideraba una locura curable. Y lo mismo pensaban muchos ciudadanos temerosos, hambrientos, desesperados, más numerosos cada día. El SIS era la serpiente de dulce voz en ese difícil nuevo Edén; y el viejo Adán, cuyo largo y pecaminoso reinado sobre una creación esclavizada parecía casi concluido en una expiación de sangre y derrota, volvía a gustar la tentación del poder.

Al atardecer esperó en la cumbre de la torre el regreso de los halcones. Había construido una caja con los restos de las cajas más pequeñas, y tenía también un guante de halconero y una caperuza. Había traído la diminuta caperuza con la idea de pasar las largas noches adornándola con bordados y plumas entretejidas. Ahora la sostenía en la mano, sin saber si representaría para el ave la traición o la salvación.

Los halcones no le prestaron atención cuando retornaron, uno a uno, a la torre. Era un objeto del Universo, ni halcón ni víctima, y por lo tanto irrelevante: no podían saber que le debían la vida. Los halcones no tienen dioses.

Aparentemente no habían comido. No tenían los buches hinchados. Tardaron largo tiempo en instalarse, estaban hambrientos e inquietos; pero cuando el Sol ensangrentó el oeste, empezaron a calmarse. Loren eligió al más pequeño de los dos machos. Para atarle las alas utilizó un calcetín, con el extremo cortado. Lo tomó y le deslizó el calcetín en el cuerpo antes de que el ave reaccionara. Chilló una vez, y las demás se incorporaron como formas negras a la última luz, listas para echarse a volar. Volvieron a aquietarse después de expresar su indignación; para ese entonces el hermano estaba atado y encapuchado. No le dieron importancia.

Loren reunió sus escasas posesiones personales en la habitación donde había esperado pasar el verano: las escopetas, las ropas, los cuadernos de notas. Que se ocuparan ellos de las provisiones. Si querían revisar sus gastos, podían hacerlo sin él.

El ejemplar de
North Star
estaba todavía junto a la lámpara, abierto en la foto de Sten Gregorius. Debajo, en el suelo, se encontraba la caja con el halcón peregrino. Un tributo al joven príncipe. De todos modos, ese halcón sobreviviría: sería cuidado y alimentado. Los tres de la torre, libres, sin embargo, quizá no sobrevivieran. Si pudieran elegir, ¿qué vida elegirían?

Y él mismo, ¿qué vida elegiría?

Se puso el sombrero. Aún había luz suficiente para volver esa misma noche a la ciudad. No quería despertar allí por la mañana; no podría soportar ver a los halcones que dejaban la torre urgidos por el hambre. Era mejor partir ahora mismo, y calmar su furor pedaleando. Tal vez, más tarde, podría dormir.

Apagó la lámpara y arrojó la revista a un rincón, con las demás.

Está bien, pensó. Le enseñaré. Le enseñaré.

Dos:
La esfinge

Si un león pudiera hablar, no le entenderíamos.

Wittgenstein

Se daba a sí mismo el nombre de Painter.

Era raro ver un leo tan al norte; Caddie nunca había visto uno. Los conocía únicamente por las ilustraciones de los textos escolares: un Sol amarillo, tierra amarilla, el leo de pie, a lo lejos, ante la puerta de una cabaña de turba, junto a una de sus esposas. Las fotografías estaban tomadas desde lejos y eran poco interesantes. Pero una vez había soñado con un leo. Su padre la había enviado a ver a uno por algún asunto. El leo vivía en un lugar de calor sofocante, revestido de asbesto, como para evitar que se consumiera a sí mismo. Ella jadeaba, tratando de respirar, mientras aguardaba con creciente temor a que el leo apareciera. Sintió el impacto de la comprensión súbita propia de los sueños: se había equivocado de casa, no debía estar allí, ésa no era la casa del leo sino la casa del Sol, por eso estaba tan caliente. Despertó cuando llegó el leo, alto como una torre; era sencillamente un león erguido como un hombre, pero el rostro le brillaba como oro fundido, y la melena clara le flotaba alrededor del cuello. Parecía enfurecido con ella.

Painter no era un león. No era como una torre; ella se mantenía a cierta distancia; sin embargo, él tenía un cuerpo macizo. Y no estaba enfurecido. Pasaba el tiempo encerrado en su habitación, o ante una mesa del bar, y no hablaba jamás, excepto raras veces con Hutt. Ella vio que recibía una llamada telefónica. Él dijo «Sí», manteniendo levemente apartado el receptor; luego se limitó a escuchar y colgó sin despedirse.

Esta noche estaba sentado ante una mesa que ella podía ver desde la puerta de la lavandería. Humosas lámparas iluminaban el bar, y el humo de los cigarrillos negros que el leo fumaba uno tras otro se elevaba a la luz de las lámparas y flotaba como una nube baja.

—Me pregunto dónde estará su esposa —le dijo a Hutt cuando apareció en la puerta de la lavandería—. ¿No están siempre acompañados por una esposa adondequiera que vayan?

—Preferiría no preguntar —respondió Hutt—. Y sería mejor que tú tampoco lo hicieras.

—¿Huele mal?

—No más que yo —Hutt sonrió con dientes desparejos y le arrojó una brazada de sábanas grises.

Hutt temía a Painter, era evidente, y no era difícil saber por qué. Las muñecas del leo eran cuadradas y sólidas como vigas, y los músculos del brazo se le deslizaban como una maquinaria aceitada cuando simplemente cogía un cigarrillo. Hutt tenía tan pocos clientes que por lo común se mostraba adulador ante cualquier cara nueva, pero no ante ésta. El leo parecía encantado.

Sin embargo, esa noche, más tarde, cuando ella salía para cerrar el establo de las cabras, vio que Hutt y el leo hablaban en el bar desierto. Hutt contaba algo con los dedos. Cuando ella pasó, ambos la miraron. Los ojos del leo eran dorados como lámparas, grandes como lámparas, y también fijos. ¿Qué quería de ella? Miró interrogativamente a Hutt, pero él apartó los ojos.

Los padres de Caddie habían sido profesionales —relaciones con las empresas—, y de niña solía decírselo a sí misma, como una princesa exiliada que declamara su alto linaje. No les había ido bien cuando se refugiaron de las guerras civiles que empezaron en el sur. Su padre se había cortado tontamente un pie partiendo leña, y la herida se le infectó y murió de ella con toda parsimonia, como si fuera lo mejor que podía hacer en esas circunstancias. La madre no había tardado en seguirlo. Una vez que acabó de hablar a Caddie de la riqueza, la comodidad y la estima de que habían disfrutado antes de que ella tuviera recuerdos precisos, empezó a renunciar a la vida. Una vez por mes el médico de la ciudad venía a verla y se marchaba. Tuvo un enfriamiento cuando nevó, en mayo, y murió de eso.

Caddie, de catorce años, tuvo entonces dos opciones: el prostíbulo de Bend, o un contrato de trabajo temporal. Casi se había decidido por el prostíbulo, y casi lo esperaba con la temerosa anticipación de una muchacha a punto de entrar en la universidad, cuando Hutt le ofreció un contrato de trabajo. En diez años, ella recuperaría la libertad y recibiría algún dinero. Para Caddie, perdida en los bosques del norte, esa suma era una fortuna.

Él cumplió en la cuestión del dinero. Todos los meses, Hutt y Caddie iban al despacho del juez de paz, y Hutt depositaba la cuota, y ella firmaba el recibo. Y siempre la trató como una criada. Caddie pronto supo que él prefería a los muchachos del ejército y a los ruidosos conductores de camiones, y eso estaba bien. El trabajo no le importaba, aunque era duro y continuo: lo llevaba a cabo con una especie de rápido desdén que fastidiaba a Hutt. Aparentemente él hubiera preferido que fuera alegre, además de fuerte y eficaz. Y cuando ella alcanzó cierto dominio de la rutina, de vez en cuando dejaba el trabajo. En todas direcciones había millas de bosques deshabitados adonde podía escapar, sola o con un caballo de carga, durante días.

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