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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (13 page)

La noche, en la Montaña de Candy, estaba tan llena como el día de una ruidosa y constante actividad. No había un momento en que la máquina se detuviera, porque era preciso hacer muchas cosas, continuamente, a fin de que sus habitantes pudieran sobrevivir. Grandes sectores estaban a obscuras; sólo signos, señales luminosas, franjas fosforescentes indicaban los pasillos y caminos entre los salones. Donde se necesitaba más luz, la había, pero era cuidadosamente regulada. La energía era en la Montaña exactamente la suficiente para abastecer las necesidades; sin desperdicio, como la comida.

Bree Landseer estaba despierta en su cama, en la obscuridad. No necesitaba luz ni la utilizaba. Oía los diálogos en el sistema de intercomunicación múltiple; el rezongo de los ascensores hidráulicos; el chisporroteo de una lámpara de soldar que alguien utilizaba en el nivel superior, de la que brotaban a veces breves pavesas ardientes que podía ver desde la ventana. Voces: la imperfecta acústica le traía a veces una palabra ocasional, clara como esas chispas, a través de los tabiques de papel y de azul que limitaban su casa: cuidado, la escoba, las novenas, el miércoles, taza, nunca más, un poco más, si fuera posible... ¿Dónde eran esas conversaciones? Imposible saberlo.

Si había habido alguna vez una institución donde la vida transcurriera como en la Montaña, en nada se parecía a las del Mundo exterior. No era una prisión, ni la casa de una gran familia, ni una granja colectiva, ni una comunidad de ninguna clase. No era un monasterio, aunque Candy había conocido y reverenciado la dura y eficiente orden benedictina. Sin embargo, había quizás una institución a la que se parecía: las antiguas comunidades religiosas irlandesas que jamás habían oído hablar de Benedicto y rara vez de Roma, pero generaban incesantemente procesiones de obispos, santos, monjes, monjas, ermitaños, locos y gente común, reunidos en torno de algún lugar sagrado y construyendo celdas, capillas, murallas protectoras, torres, catedrales. Sí, era así. En la Montaña nadie se azotaba ni se bañaba alegremente en salmuera por el bien de su alma; pero todos habían rechazado igualmente el Mundo, aun cuando amaban —no menos, sino tanto más— el Mundo y todas las cosas que en él vivían, reptaban y volaban. Eran tan diversos, excéntricos y personales, y estaban tan solos ante Dios como aquellos viejos irlandeses en sus colmenas; y se reunían del mismo modo, con la gozosa certidumbre de que eran pecadores que merecían lo que poseían, pero nada más. Y estaban igualmente seguros de que el Mundo los bendecía por haber renunciado a él. ¿Cuál era el santo, se preguntó Bree, que mientras rezaba una mañana, con ambos brazos abiertos, vio que una avecilla se le posaba en la mano, y para no molestarla continuó su plegaria hasta que el ave le anidó en la mano, y así permaneció (sostenido por la gracia) hasta que los polluelos rompieron el cascarón y aprendieron a volar? Bree se rió. Un milagro como ése le hubiera encantado. Estiró los brazos sobre la áspera tela de la colcha.

Era en noches como ésta que Meric y ella, envueltos por el delicado tejido de los ruidos de vida de la Montaña, hacían el amor a su sosegada manera. Ella abrió la bata azul y tocó delicadamente su propia desnudez, siguiendo con atención, hasta el final, los largos estremecimientos que sus dedos iniciaban. Meric... Como la gracia, esas deliciosas sensaciones le fueron substraídas bruscamente. Meric. ¿Dónde estaba? Allí afuera, en la obscuridad sin límites, estudiando a esas criaturas. ¿Cómo reaccionarían? A ella le parecían peligrosas, impredecibles, hostiles. Deseó —con tanta fuerza que el deseo era una oración— que Meric estuviera ya en la seguridad de la Montaña.

Se entregó a la ansiosa tensión de su cuerpo; giró de lado y elevó las rodillas. Tenía los ojos completamente abiertos, y escuchaba ahora con mayor atención los ruidos, analizándolos. Y —en respuesta a su plegaria, estaba segura— separó del ruido ambiente unos pasos que se acercaban, cuyo sonido se alteraba de un modo familiar mientras Meric giraba en las esquinas. Eran sus pasos. Se incorporó y lo vio, pálido como una vela de cera, en la obscuridad de la casa. Meric depositó su carga en el suelo.

—¿Meric?

—Sí. Hola.

¿Por qué no se acercaba? Bree se levantó, envolviéndose en la bata, y caminó de puntillas sobre el suelo frío para abrazarlo y darle la bienvenida a la seguridad de la Montaña.

Cuando lo aferró advirtió el olor, tan acre que dio un paso atrás.

—Jesús —dijo—. ¿Qué...?

Meric desempacó sus aparatos. Tenía la cara tan lisa y delicada como siempre, pero las arrugas y los pliegues parecían más profundos, como si estuvieran llenos de polvo negro. Sus ojos eran enormes. Se sentó con cuidado, mirando alrededor como si nunca hubiese visto antes ese lugar.

—Por fin —dijo ella, insegura—, por fin has vuelto.

—Sí.

—¿Tienes hambre? Debes de tener hambre. No lo había pensado. Espera, espera —lo tocó, para que se quedara, y fue rápidamente a cortar pan y preparar té—. ¿Estás bien?

—Sí. Muy bien.

—¿No quieres bañarte? —le preguntó mientras traía los alimentos.

Él no respondió; buscaba en su mochila los discos y leía los rótulos. Prescindió de la bandeja que ella le puso al lado y se acercó a la mesa de compaginación. Bree se sentó junto a la bandeja, confusa y algo asustada. ¿Qué le había ocurrido para que se condujera de modo tan extraño? ¿Qué le habían hecho, qué horrores le habían mostrado? Meric eligió un disco y lo insertó; luego, con gestos precisos, encendió y ajustó la máquina.

—Apaga la luz —dijo—. Te mostraré.

Ella lo hizo, y se apartó de la pantalla, que se iluminaba y cobraba vida, sin saber si quería ver.

La voz de una muchacha surgió de los altavoces.

—... y adondequiera que ellos vayan, iré yo. Lo demás ya no me importa. He tenido suerte...

Bree miró la pantalla. Había una mujer joven, de pelo negro, corto. Estaba sentada en el suelo, con las rodillas alzadas, y arrancaba briznas de hierba entre sus botas. De vez en cuando miraba hacia la cámara con cierta osadía tímida, animal, y volvía a apartar los ojos.

—Dios mío —dijo Bree—. ¿Es humana?

—No —dijo la muchacha, en respuesta a una pregunta que no escucharon—. No me importa la gente. Creo que nunca me gustó mucho —bajó la vista—. Los leos son mejores que la gente.

—¿Cómo llegó a eso? —preguntó Bree—. ¿La raptaron?

—No —respondió Meric—. Espera.

Movió una palanquita y la muchacha se movió velozmente, como una marioneta; después saltó hacia arriba y desapareció. Hubo un destello de nada, y Meric redujo la velocidad. Había una tienda, y ante ella, un leo. Bree se cerró más la bata, como si la criatura pudiera verla. La mirada era fija e inmutable; ella no sabía qué expresaba, ¿paciencia? ¿ira? ¿indiferencia? Extraña, imposible de leer. Bree podía verle los músculos de las piernas, cortas y gruesas bajo los ordinarios tejanos, y los de los hombros anchos. Al principio pensó que usaba guantes, pero no, eran las toscas manos del leo. Sostenía un rifle, tranquilamente, como si fuera una llave inglesa.

—Es él —dijo Meric.

—¿Él?

—Se llama Painter. O ella lo llama Painter. Los otros no. No usan nombres, me parece.

—¿Has hablado con él? ¿Sabe hablar?

—Sí.

—¿Qué te ha dicho?

Meric invirtió el disco cuando el leo empezó a alejarse de la tienda. Se encontraba en el umbral de la puerta y miraba a los seres humanos desde su limbo electrónico.

¿Qué había dicho?

Cuando Meric se acercó adonde estaba el leo, grande, sereno, de pie, a la luz del ocaso, él no le habló. Meric, en un tono amable y neutro, intentó hablarle de la Montaña, y de las tierras que pertenecían a la Montaña.

—De ustedes —dijo el leo—. Está bien —era como si lo perdonara por el error de la propiedad.

—Queríamos ver —empezó Meric, y se interrumpió; se sentía ante una inteligencia tan sutil y poderosa que tenía en el pecho un vacío aprensivo—. Quiero decir, preguntar para qué habían venido. Por eso estoy aquí. Solo. Desarmado.

La muchacha que había visto, y las otras hembras, se habían retirado al amparo de la casa sin techo, no asustadas sino como si Meric fuera un fenómeno sin interés, que el macho podía encargarse tranquilamente de alejar. Dentro de los muros, alguien reavivaba un fuego: el humo se elevó encendido por las chispas. Los menores seguían jugando en silencio, algo más lejos. Miraban hacia él de vez en cuando, y dejaban de jugar.

—Pues bien, ya has visto —dijo el leo—. Ahora puedes irte.

Meric bajó la mirada; no quería parecer arrogante, y además no era del todo capaz de afrontar la mirada del leo.

—Allí se preocupan por vosotros —dijo—. En la Montaña. No os conocen, no saben cómo sois, cómo vivís.

—Leos —dijo el leo—. Así vivimos.

—Pensé —prosiguió Meric (era agotador estar así, cara a cara, en el límite, y ser un intruso, y al mismo tiempo tratar de ser cuidadosamente amistoso, amable)— que tal vez pudiera hablar con vosotros, tomar algunas vistas... de la forma en que vivís... para mostrárselas a los demás. Para que... —iba a decir «puedan tomar una decisión»; pero eso parecería ofensivo, y en ese momento comprendió además que era también imposible: la criatura que tenía delante no permitiría que nadie tomara una decisión acerca de él—. Para que todos puedan ver —terminó de prisa.

—¿Ver qué?

—¿Te importaría que me sentara? —dijo Meric; dio dos pasos hacia adelante, con mucho cuidado porque no sabía en qué momento podía atravesar alguna frontera inviolable y ser atacado, y se sentó; eso era mejor, le daba al leo una posición de superioridad; Meric se había vuelto absolutamente vulnerable, no podía ser ninguna amenaza allí, en el suelo; y sin embargo, ahora estaba verdaderamente dentro de sus fronteras; ensayó una sonrisa—. La caza ha sido buena —comentó.

Pasaría bastante tiempo antes de que Meric supiera que estas astucias de la conversación no tenían para los leos ningún sentido. Entre los hombres, iniciaban una charla, tranquilizaban al interlocutor, llenaban un vacío; eran como un contacto o una sonrisa. El leo no respondió. No le habían hecho una pregunta. Así dijo el hombre. El leo suponía que era verdad. No se preguntó por qué el hombre lo había dicho. Decidió olvidarlo por el momento, y se alejó hacia la cerca, dejando a Meric sentado en el suelo.

Se acercaba la noche. Resolvió quedarse donde estaba todo el tiempo que pudiera, hundirse en el suelo, volverse invisible. Adoptó una posición yoga que podía mantener sin esfuerzo durante horas, y en la que incluso podía dormir. Si ellos se dormían, y lo dejaban dormir allí, por la mañana sería una presencia establecida y podría comenzar.

¿Comenzar qué?

La muchacha lo tocó y él despertó, sin saber por un instante dónde estaba. Había en el aire un olor a humo, a quemado.

—¿Quieres comer? —dijo ella; le ofreció un plato con trozos de algo de color pardo.

Luego ella también se sentó, cerca, como si no supiera cómo podía responder.

—Es carne —dijo él.

—Desde luego —asintió ella, en un tono alentador—. Está muy buena.

—No puedo.

—¿Estás enfermo?

—Nosotros no comemos carne.

—Un hueso roto, blanquecino, emergía de uno de los trozos.

—Entonces come hierba —dijo ella, y se levantó para marcharse; él vio que había rechazado un gesto amable, un gesto humano, y que ella era la única que podía ofrecerle comida, y también hablar con él—. No, no te vayas, espera. Gracias —se sirvió un trozo, recordando cómo ella había separado la carne de la piel, a tirones—. Es sólo que nunca lo hice.

El olor, obscuro, ardiente, distinto, era atractivo, atractivo como el pecado. Mordió, esperando sentir náuseas. La boca se le llenó bruscamente de líquido; estaba comiendo carne. Se preguntó cuánta tenía que comer para que fuese una comida normal. El sabor evocó alguna antigua memoria; quizá una memoria racial, o simplemente un momento de su infancia olvidada, antes de la Montaña.

—Está buena —dijo, masticando con cuidado, entre relámpagos de horror y culpa; estaba seguro de que no podría retener la carne, de que vomitaría, pero su estómago no decía eso—. ¿Crees —agregó, apartando el plato— que me hablarán?

—No. Quizá Painter. Los demás no.

—¿Painter?

—El que estuvo hablando contigo.

—¿Es... bueno, el jefe, o algo así?

Ella sonrió, como si supiera interiormente que la pregunta de Meric era tan descabellada que resultaba divertida. No respondió.

—¿Cómo estás aquí? —preguntó Meric.

—Soy suya.

—Quieres decir, ¿como una criada?

Ella estaba sentada y arrancaba briznas de hierba entre sus botas. Había perdido el hábito de la explicación. Y lo agradecía, porque eso era inexplicable. La pregunta no significaba nada. Como un leo, no la tuvo en cuenta. Volvió a ponerse de pie.

—Espera —dijo él—. ¿Les molestará si me quedo?

—No, si no haces nada.

—Dime. El que está colina arriba... ¿cuál es su misión?

—¿Su qué?

—Quiero decir, ¿por qué está allí y no aquí? ¿Es un guardia?

Ella, súbitamente grave, dio un paso hacia él.

—Es el hijo de Painter —respondió—. El mayor. Painter lo ha puesto afuera.

—¿Puesto afuera?

—Él todavía no comprende. Trata de volver.

Miró hacia la obscuridad, como si fuera el rostro vacío de alguna tristeza imposible de resolver. Meric observó que no podía tener más de veinte años.

—Pero ¿por qué?

La muchacha se apartó.

—Quédate si quieres —dijo—. No hagas movimientos bruscos, ni saltes de un lugar a otro. Ayuda cuando puedas. No les importará. Y no trates de comprenderlos.

Empezaron a levantarse justamente antes del amanecer. Meric, entumecido pero alerta después de un sueño liviano y alucinado, los vio aparecer en la mañana azul, sonora de pájaros. Estaban desnudos. Se reunieron en silencio, en el patio, grandes, indistintos, con los niños entre ellos. Todos miraban al este, aguardando.

Entonces Painter salió de la tienda. Como si eso fuera una señal, todos empezaron a salir del campamento, con lo que parecía cierto orden. La muchacha, también desnuda, era la última, pero delante de Painter. Meric tenía el corazón henchido; sus ojos devoraban lo que veían. Se sentía como un hombre que de pronto ha salido de un sitio pequeño y obscuro y ve la ancha extensión del Mundo.

Más allá del campamento, el terreno descendía, en el este, hacia un rápido torrente que corría entre matorrales y ciénagas. Todos se encaminaron al torrente, los niños corriendo delante. Meric se puso de pie, acalambrado, preguntándose si podría seguirlos. Lo hizo, a lo que le parecía una respetuosa distancia. Mientras tanto examinaba las rarezas de sus cuerpos. Si ellos eran conscientes de su presencia, o de su propia desnudez, no lo demostraban; en verdad, no parecían desnudos como los seres humanos, es decir flacos, pelados, indefensos, con la carne suelta estremeciéndose al andar. Los leos parecían vestidos con su carne como con una armadura. Una especie de pelaje, un vello rubio, grueso como un paño, crecía entre las piernas de las mujeres: no daba una impresión de pelo sino de vaguedad. La marcha hacía que los músculos se les movieran visiblemente bajo la piel; los muslos sólidos y las anchas espaldas cambiaban sutilmente de forma mientras avanzaban resueltamente hacia el agua. En el este, un abanico de rayos blancos brotó de pronto detrás de las bajas barras de los cirros enrojecidos, subiendo hacia la obscuridad azul. Todos alzaron el rostro.

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