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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (23 page)

A la mañana siguiente, para purificarse de la vergüenza, la esperanza y los agrios humores del whisky, se sumergió desnudo, hasta el cuello, en el río helado, gritando, tratando de expulsar con la voz toda la impureza que sentía; se echó agua en la cara, se frotó el cuello, volvió a la costa y se quedó allí, temblando violentamente. De pronto se enderezó y los temblores cesaron. No había en él ninguna debilidad, ninguna impaciencia, ninguna maldad que no pudiera dominar con un acto similar de voluntad.

Más sereno, se vistió, metió la canoa en el agua y remó aguas arriba. El caudal del río era escaso y lento; sobre él flotaban hojas que caían de continuo y taponaban los afluentes. Había nubes densas en el horizonte, y un viento rápido en lo alto, tan alto que no se podía sentir desde tierra, imprimía en el azul de octubre unas marcas como de tiza. Allí el verano había pasado hacía tiempo. La helada de la víspera había sido violenta.

Durante esa semana los gansos habían estado inquietos. Se elevaban en grupo, giraban un rato, y volvían a alinearse, excitados y nerviosos. Era como si un pacífico pueblo hubiese sido arrebatado por una extraña manía religiosa. Las viejas disputas habían sido olvidadas. Nadie guardaba los nidos. Estaban construyendo una fuerza volante. Había llegado el momento de la migración. El lunes —el día que debía haber ido a la ciudad— Loren despertó antes del alba y apenas había tenido tiempo de vestirse antes de comprobar que ése era el día de la partida.

Loren había identificado al comodoro y a sus tenientes (así los llamaba en sus notas, aunque no se llamarían de ese modo en la monografía final), estudiando sus reuniones y conferencias acerca de la estrategia y el rumbo. Ahora, al alba, a Loren se le erizó el pelo en la nuca: ¿estaba tan seguro de que ése era el día porque a lo largo de los meses casi se había convertido en uno de ellos? ¿Se le había comunicado a él que ése era el día, así como a cada uno de los gansos? Su propia certidumbre, ¿se unía acaso a la creciente certidumbre de la bandada, incitándola a volar?

Durante toda esa mañana tomó notas y fotografías, casi enfermo de excitación, mientras ellos se comunicaban la necesidad de volar. Una y otra vez, pequeños grupos subían, giraban, se alineaban. Cerca del mediodía, el comodoro y algunos de los miembros más prominentes de la plana mayor, machos y hembras, se elevaron graznando y formaron una burda V, volando con decisión. Maniobras. No retornaron; con sus prismáticos, en la horquilla de un árbol alto, Loren los vio aguardando en un húmedo prado al noreste. Todavía los demás graznaban y discutían, dándose ánimo. Luego el comodoro y su séquito regresaron volando bajo sobre la bandada, urgiéndola, volviéndose hacia el sur; como un solo cuerpo, todos fueron atraídos y ascendieron en un múltiple abanico de alas negras y castañas, estrechando filas.

Durante todo este tiempo Loren los siguió con sus prismáticos, contemplando la neta forma de la V contra el cielo duro y atravesado por el viento. Ellos eran el viento. Desaparecieron.

De nuevo solo, Loren no se movió de su puesto en el árbol. Las voces de los gansos y el batir de sus alas habían dejado un nuevo vacío, un nuevo silencio. El invierno parecía bruscamente palpable, como si anduviera por el suelo respirando fríamente. Loren recordó el invierno anterior.

Cuando Sten y Mika se perdieron de vista, él había pasado el resto del día buscando a Halcón. Había caminado por los bosques nevados llevando el señuelo, la pértiga y la red sin la menor idea de dónde podría encontrar a Halcón, y sin descubrir ninguna huella del halcón. Si hubiese tropezado con un pájaro muerto, si hubiese visto sangre sobre la nieve, habría continuado, sin comer ni dormir; pero no vio nada.

Era noche cerrada cuando regresó a la casa vacía, casi incapaz de mantenerse en pie; pero el dolor se le concentraba ahora casi del todo en las piernas y los pies, donde podía soportarlo.

Sin embargo, apenas regresó a la vacía calidez iluminada por las lámparas volvió a sentirse dolorido, de pies a cabeza. Dejó caer los inútiles instrumentos de la cetrería. Él no podría encontrar, capturar, ni retener a nadie. Trepó los escalones, casi incapaz de doblar las rodillas, y fue a la habitación de Sten. No encendió la luz. Olió el lugar, las prendas abandonadas, el cuero lustrado, los libros. Sten. A tientas fue hasta la estrecha cama, se dejó caer, apretó el rostro contra la almohada, y lloró.

Todas las cosas salvajes se alejan de mí, volando, pensaba ahora, en la horquilla del árbol junto al río desierto. Todas las cosas salvajes que amo. Si no saben volar, yo les enseño.

Secándose las lágrimas frías que tenía en la barba, descendió del árbol y fue hasta el campamento, de pronto inútil. La cocina, la tienda, las provisiones, la canoa. Una camisa secándose en una rama. Cámara, magnetófono, cuadernos de notas. Había tratado de construir su casa en el corazón de la Naturaleza, de vivir allí y de escuchar su voz. Pero no era ése su hogar.

Metódica y pacientemente, levantó el campamento. Como los gansos, aunque con mucha más lentitud, iría hacia el sur. Al contrario que ellos, era libre de no hacerlo; y sin embargo, sabía que no podía hacer ninguna otra cosa.

Siete:
Allí, a la hora de la muerte

El último camión dejó a Caddie en una salida de autopista a unos dos kilómetros del centro de la ciudad. El conductor señaló una fina aguja blanca, imposiblemente alta, apenas visible del otro lado del río, y dijo que él no se acercaba más, de modo que ella saltó de la cabina y echó a andar hacia la aguja.

Al principio la había aterrado encontrarse sola, junto a la vasta extensión de las autopistas, esperando a que pasara un camión. Durante el año había estado pocas veces lejos de la compañía de los leos, y había olvidado —si alguna vez la había conocido— la manera de hacer frente al horror de ese paisaje inhumano de piedra, ruido, velocidad y enormes letreros. Hubiera querido huir a la carrera, pero sólo ella podía cumplir este trabajo. Ciertamente, ninguno de los leos, y tampoco Meric, porque habría sido reconocido por el videotape en que ella aparecía fugazmente. De modo que bajo una fina llovizna había acechado el paso de los camiones —casi no había otros vehículos— con el venerable gesto del pulgar en alto. Retrocedía cuando se acercaban y seguían de largo, envueltos en el delgado velo de niebla que los neumáticos arrancaban de la superficie húmeda de la autopista, pero no se movió de su sitio.

Cuando finalmente uno, tras una larga declinación de cambios de marcha, se detuvo cincuenta metros más lejos, corrió hacia él con el corazón palpitante. Sintió la pistola en la cintura, debajo de la chaqueta; sintió también que los pechos se le bamboleaban al correr.

Pronto vio que no eran más que camioneros, los mismos que había tratado semana tras semana en el bar de Hutt. Hablaban mucho, pero no la molestaban. Sólo en una ocasión sintió la necesidad de mencionar el arma, como si fuera casualmente:

«Una persona sola debe protegerse.»

En cierto modo, lo más difícil de afrontar eran las preguntas triviales:

«¿De dónde vienes?»

«¿Por qué vas a Washington?»

«¿Qué haces?»

Buscar a un pariente. Por la promesa de un empleo. Bueno, del norte. Lejos. Porque no podía decirles que había recorrido cientos de kilómetros para buscar al zorro y conseguir que de algún modo ayudara a liberar al león.

El último camión se alejó, cambiando majestuosamente las marchas. Ella se subió el cuello de la chaqueta —aquí no era invierno, como en el norte, y sin embargo sentía en los huesos la humedad otoñal—, y se internó en la maraña de cemento, tratando de no perder de vista la aguja blanca.

Caddie se acercaba al final del año más largo de su vida. Había sido prolongado por la pérdida y el sufrimiento, y por la muerte, pues en las montañas había pensado que moriría, y lo había aceptado, y había terminado por creer que ya había muerto. Cuando aparecieron los trineos fantasmales, a través de la nieve que caía, con un suave zumbido y una finalidad sobrenatural, le llevó un tiempo comprender que no habían venido para traer la muerte que esperaba sino para impulsarla de nuevo hacia la vida.

Una eternidad más tarde había matado a un hombre, cuando finalmente descendieron de las montañas; era un agente federal, uno de los que llevaban abrigos obscuros, que todavía se arrastraba implacablemente hacia ella, sobre el fango, en sueños. Ése había sido un largo momento, todo un año. Sin embargo, matar al hombre le había llevado menos tiempo que a Painter al que los había sorprendido en la cabaña del bosque, al principio de su vida,.

Mientras se dirigía al norte con el pride viudo, penetrando cada vez más profundamente en el desierto y la soledad, siempre en espera de algo, de alguna palabra de Painter, o del zorro, había sentido que el tiempo se expandía sin límites. Dolor, espera, soledad: elige esto, pensaba ella, si quieres vivir eternamente. De una manera que Caddie percibía pero no podía expresar, el pride vivía eternamente. Las hembras y los niños vivían eternamente cada momento, hasta que llegaba el próximo. Sentían la misma alegría a la salida del Sol, cazaban, jugaban y comían con la misma intensidad que cuando Painter estaba con ellos; y su dolor, si lo sentían, era ilimitado, sin expectativas ni esperanzas. Caddie le había explicado a Meric: los leos no son como Painter, en su mayoría. Painter ha sido herido hasta el punto de volverse consciente; su vida está abierta a nosotros, en cierta medida. En él brilla algo parecido a lo que brilla en nosotros, pero las hembras y las crías son opacos. Nunca conocerás su historia porque no tienen historia. Si quieres estar con ellos, tienes que abandonar tu propia historia: sé opaco como ellos.

Caddie sabía ya, hasta cierto punto, cómo conseguirlo, pero Meric jamás lo aprendería, aunque de todos modos no les estaba permitido. Sin Painter, ellos dos debían ser el puente entre los leos y el mundo humano que atravesaban y donde vivían. Ellos tenían que servirse del dinero de Reynard en las ciudades, tenían que aprender los puntos seguros para cruzar la frontera, tenían que pensar constantemente. Caddie se obligó a luchar contra la sabiduría de las hembras, ayudarlas con astucia humana; se obligó a creer que sólo podía salvarlas manteniendo la cabeza por encima del agua obscura, cuando todo lo que deseaba era dejar caer la carga de la astucia y hundirse en la eternidad. Pero no: sólo podía dejar caer esa carga ante Painter.

Entonces, en uno de los puntos preestablecidos, apareció la llamada del zorro. Llena de ansiedad y de sospechas, incapaz de creer que Reynard pudiera realmente saber tanto como pretendía, había dejado a Meric el cuidado de los leos, y había obedecido las instrucciones. Era todo lo que podía hacer.

Pronto perdió de vista el monumento. Las calles sórdidas y sucias la urgían a continuar: avanzaban deliberadamente entre los edificios, pero no conducían a ninguna parte, excepto a otras calles. Alarmada por el olor acre que había llegado a significar peligro para ella, empezó a comprender por qué Painter fumaba tabaco en las ciudades. Caminó sin rumbo entre multitudes que parecían movidas por apremiantes negocios, personas apresuradas de ojos resueltos, con pesados bolsos que llevaban a alguna parte, o que quizás habían robado de un lugar del que deseaban alejarse cuanto antes. Caddie se metió las manos en los bolsillos y continuó caminando, incapaz de retener la atención de alguien y alcanzar a hacerle una pregunta.

En una esquina había tiendas iluminadas y todavía funcionaban los mortecinos globos de algunos pocos faroles callejeros. La gente esperaba en hileras a ser admitida, una persona por vez, para comprar ¿qué?, se preguntó Caddie. En un escaparate protegido por barrotes se veían aparatos de televisión, en varias filas, mostrando todos la misma imagen distorsionada, pero de modo diferente: la cabeza y los hombros de alguien que movía en silencio la boca. Luego todos cambiaron, mostrando una calle. Un coche negro de tres ruedas. Dos hombres con abrigos negros descendieron cautelosamente, fatigados. Entre ellos había un tercero, una diminuta criatura que cojeaba, con un sombrero de alas anchas que le ocultaban el rostro, pero cuyos movimientos eran reveladores para Caddie. Casi podía olerlo.

Se acercó a la puerta de la tienda. Un robusto guardia negro, armado, custodiaba la entrada con aire aburrido. Caddie se deslizó junto a él; esperaba que la detuviera, pero el guardia no se inmutó.

«...no ha revelado la identidad de su testigo, pero según se cree, se trata de un alto funcionario del gobierno de Gregorius. El SIS afirma que los hechos revelados en el juicio arrojarán una dramática nueva luz acerca del asesinato cometido hace dos años...»

El hombre hablaba con una entonación tan cuidada y falsa que ella apenas podía entenderlo.

Alguien dio un paso hacia ella en ese momento, y otro, sin chaqueta —debía de trabajar allí, pensó Caddie— se puso a su lado.

—Esto no es un teatro —dijo.

—¿Qué?

La persona que estaba frente a ella dio un paso atrás. En la pantalla apareció entonces una imagen que le encogió el corazón. Painter, ante su tienda, con el viejo rifle en las manos. La miraba —o mejor dicho, miraba a Meric—, sereno, sorprendido, levemente divertido.

El empleado de la tienda puso su mano en el hombro de Caddie.

—No ha venido a comprar nada —dijo—. Vaya a su casa a ver la televisión.

Ella se apartó, desesperada por escuchar. El guardia de la puerta la miró y avanzó pesadamente.

Oyó la voz cuidada y aguda:

«Los canales del gobierno guardan silencio.»

Painter fue reemplazado por una mujer sonriente de pie junto a un aparato de televisión, donde aparecían la misma mujer y el mismo aparato de televisión, donde la mujer aparecía de nuevo.

El monumento, que finalmente encontró, se alzaba en el extremo de un estanque rectangular, ahora sin agua y cubierto por los desechos que arrojaban las personas acampadas en la hierba pardusca de alrededor. Hasta la altura de un hombre, el monumento estaba cubierto de inscripciones, en su mayoría tan cubiertas por otras inscripciones que resultaban ilegibles. Pero se elevaba muy alto. Cuando Caddie miró hacia arriba, parecía caer sobre ella.

Recorrió con cuidado el perímetro del parque, una y otra vez, lentamente, sin muchas esperanzas. Parecía indiscutible que Reynard, entre esos hombres, era un prisionero. En ese caso, ¿cómo podría encontrarse con ella? Estudió los grupos de gente reunida en torno de fuegos encendidos en herrumbrosos tambores de metal, buscando su pequeño rostro, segura de que no lo vería.

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