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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (18 page)

Se quedó absolutamente inmóvil, con el pelaje erizado y las orejas echadas hacia atrás. Cuando los demás lo alcanzaron, el ruido era ya evidente. No, vamos, dijo Painter, y continuó, con Sweets detrás y la manada detrás de Sweets. El ruido creció acercándose. Duke pasó al lado de Sweets, con un olor tembloroso y violento. El ruido los envolvió cuando llegaban a un recodo; Sweets no podía oír otra cosa, aparte de la orden de continuar dada por Painter.

Mientras giraban, el estrépito se abrió insoportablemente en abanico, y la moto negra, conducida por un jinete con casco, se lanzó contra ellos. Quizá había esperado que el motivo de la alarma fuera otro. Iba demasiado rápido; se echó atrás, frenó; la máquina se detuvo con algunas explosiones intermitentes, se deslizó de lado contra los animales. Un doberman negro volaba por el aire contra él.

Duke, enloquecido por el ruido, había atacado. Debía haber huido; no sabía cómo. Sólo sabía cómo matar a lo que le atacaba. El ruido lo atacó y saltó furiosamente para acabar con él. Se lanzó con la boca abierta y la máquina giró como un animal aterrorizado. Duke, la moto y el hombre cayeron, describiendo violentos golpes circulares contra la pared. El ruido murió.

Vamos —dijo Painter, echando a correr—. Corre, no te detengas.

Sweets corrió, con una furia ciega detrás de los ojos; no sabía cuántos de los demás lo seguían, no le importaba, no recordaba ya hacia dónde corría ni para qué. Sólo sabía que mientras huía, una parte de su ser quedaba enredada y destrozada junto a los restos de la moto y el cuerpo roto de Duke, el bravo Duke, el loco Duke.

A lo lejos apareció un semicírculo de luz.

Uno tras otro, salieron huyendo del túnel, espantados, Heidi, la faldera, Spike el sabueso, Randy y los salvajes. Finalmente, todos emergieron, saltando, corriendo de nuevo hacia adentro, y volviendo a salir. Todos menos Duke.

Painter salió, con el ancho pecho palpitante y el arma en la mano. Volvía la cabeza de un lado a otro, buscando amenazas. No había ninguna.

Sweets se precipitó sobre él, gimiendo, perdido ahora en un súbito dolor, enredándose en las piernas de Painter, deseando que Painter de algún modo lo absorbiera, le curara el dolor y la furia.

Todos menos Duke
—decía, todos menos Duke.

Pero Painter sólo chilló una vez, impaciente, quitándoselo de entre los pies; luego echó a andar por la avenida desierta.

Vamos
—dijo—.
Pronto, fuera de aquí. Sigue
.

Sweets sabía que sólo podía hacer eso, seguir; que ésa era la respuesta a cualquier miedo, a cualquier dolor. Sigue. Avanzaron cierto tiempo antes de que Sweets empezara a ver el lugar adonde los había conducido Painter.

Años atrás, durante las guerras, esa franja de la ciudad había sido desalojada, como una tierra de nadie entre la ciudad rebelde y la Autonomía del Norte. Incluso entonces no había sido necesario evacuar a mucha gente; hacía ya tiempo que la ciudad era un fracaso. Ahora parecía tan desierta y abandonada como si hubiera estado debajo del mar. Las calles demarcaban los viejos rectángulos entre los cariados edificios; pero las únicas caras visibles eran aquellas sonrientes, rotas o cubiertas de herrumbre, pintadas en los enormes anuncios de productos que ya no se fabricaban.

Sweets no podía leer, y Painter no vio los nuevos anuncios de que la Autonomía del Norte era ahora un protectorado federal, ocupado por tropas federales, y donde se necesitaba un pasaporte federal. Lo único que ambos sabían, con certidumbre creciente, era que no habían escapado de la ciudad. Avanzaban y las manzanas de edificios se sucedían una tras otra, idénticas. El cielo era más grande, y los edificios más bajos; pero era siempre la misma ciudad abandonada. Cuando en el silencio Painter escuchó, arriba, el rápido, insistente tic-tac, que lo perseguía desde hacía años, no se sorprendió. No miró hacia arriba ni buscó algún refugio, aunque Sweets levantó las orejas y miró a Painter, listo para correr y esconderse en cualquier momento. El helicóptero se detuvo, miró y se alejó.

Un oficial transmitió por radio lo que veía: un hombre grande, quizá no fuera un hombre, caminando por la calle con decisión, hacia el norte.

—Lleva un montón de perros alrededor.

—¿Perros? Cambio.

—Perros. Gran cantidad. Cambio.

Painter llegó a un valle que no era posible atravesar: el tajo de una derrumbada autopista. Giró hacia el noroeste, caminando por el borde del terraplén. Allá lejos se alzaba el horizonte, el verdadero horizonte, el de la Tierra, perfiles erizados de unos árboles sin hojas, la leve elevación de una colina parda, el pálido Sol que manchaba de amarillo una capa de nubes de invierno.

Allá
—dijo Painter—.
La libertad que te prometí. Ve hacia allá
.

No sin ti.

Sí. Sin mí.

Había máquinas que se acercaban, a través del laberinto de piedra. Venían sin duda hacia ellos; las únicas cosas vivientes de alrededor. El resto de la manada había huido por las calles perpendiculares. Muy alto, el helicóptero observaba al hombre grande con abrigo de piel y al perro que lo acompañaba. El helicóptero veía dónde se encontrarían con los coches patrulla; en el acceso empinado que llevaba a la autopista. Vio cómo convergían unos hacia otros.

Los coches patrulla treparon hasta alcanzar a Painter y Sweets. Se detuvieron, con chirrido de neumáticos. Salieron hombres armados que gritaban. Painter dejó de caminar.

Vete
—dijo—.
Ve adonde te dije
.

Sweets estaba paralizado, partido en dos, deseando morir junto a Painter, pero abrumado por la orden de marcharse. El resto de la manada había huido. La mente, tan tensa que parecía que iba a rompérsele, le insistía en que para seguir a su amo, ahora, tenía que huir, hacer lo que no podía. Debía huir.

Painter empezó a descender hacia los hombres que aguardaban. ¿Por qué había pensado que podía escapar, que había algún lugar adonde ellos no pudieran ir? Arrojó el arma, que repiqueteó sobre la piedra y por un instante giró como una peonza. Nunca había escapado. Sólo, y por un tiempo, había pasado inadvertido.

Sweets vio que Painter alzaba lentamente los brazos mientras se acercaba a los hombres. Antes, antes de que ellos lo rozaran, antes de que hicieran lo que fuese con él, dio media vuelta y echó a correr. Se encaminó al norte, rápido, obligándose a correr, a traicionar; traición, traición, traición, le decían los pies mientras golpeaban la dura, interminable piedra de la calle.

Seis:
Vox clamantis in deserto

Los lunes, Loren iba a recibir el avión que una vez por semana llevaba provisiones y correspondencia a una pequeña ciudad, a unos quince kilómetros de la cabaña. Para llegar a la ciudad, tenía que viajar río abajo desde la estación de observación, en una isla en mitad del río, donde pasaba la mayor parte del tiempo, hasta la cabaña. Desde allí iba en mula a la ciudad. Rara vez regresaba a la cabaña antes de medianoche; a la mañana siguiente salía antes del alba y remontaba la corriente hasta la isla. Entonces, como si el viaje lo dejara vibrando en una nota falsa, se pasaba la mayor parte de ese día tranquilizándose, para poder volver a dedicarse a la bandada de gansos canadienses que tenía en observación. Cuando llevaba whisky de la ciudad a la cabaña, luchaba consigo mismo para dejarlo allí, y a veces derramaba lo que quedaba. Evitaba llevarlo a la isla, pero esa lucha interior hacía más difícil el primer día de trabajo.

No tenía suficientes motivos para ir todas las semanas a la ciudad, por lo que se refería a provisiones y otras necesidades. Pero iba. Trataba de acumular cosas, para privarse de motivos lógicos; pero cuando no lo conseguía, cuando algo escaseaba en la ciudad y veía que no tendría otra opción que volver a visitarla, sentía un alivio culpable. E incluso continuó yendo cuando logró dominar totalmente estas tretas y ya no necesitó engañarse a sí mismo. Siempre. Porque había una cosa que no podía acumular: el correo. Cada semana era nuevo; cada semana traía la misma promesa, y como las estúpidas muchachas con que había experimentado en la escuela, cada vez que no recibía correspondencia, la aguardaba con renovado ánimo la semana siguiente.

«No hay carta» significaba que no había carta de Sten. Recibía muchas otras cosas. Periódicos que muy pronto no pudo comprender. Cartas de otros científicos con quienes se escribía a propósito de los gansos. No era por eso que acudía a la ciudad. Ni tampoco por el whisky. El whisky era ante todo una consecuencia de que hubiera o no hubiera carta; o bien, el motivo que lo llevaba a buscar correspondencia en la ciudad lo inducía luego a beber. Todo surgía del mismo impulso. Sabía que eso se llamaba un síndrome, pero se parecía más a un pequeño y circunscrito suburbio del Infierno.

Incluso Loren Casaubon, que había disecado muchos animales, desde un nematodo hasta un macaco (que empezó a pudrirse horriblemente a mitad de la tarea, por estar mal encurtido), atribuía sus emociones más violentas e imperativas a impulsos del corazón. Sabía que no era allí donde estaban, pero allí las sentía. Y en esos últimos meses le parecía que la tensión física y la vasta carga de emociones que soportaba continuamente, le habían dañado el corazón: lo sentía grande, pesado, doloroso.

Ese lunes el avión llegaba con retraso. Loren llevó la mula a que la herrasen, sin mucha necesidad, mirando al herrero que trabajaba de prisa y sin gracia, y preguntándose si esos viejos oficios que tanto habían significado antes para el Mundo, y que parecían otra vez indispensables, volverían a ejercerse tan bien como en el pasado. Compró una caja de uvas pasas y una docena de lápices. Fue hacia el fangoso final de la calle, hasta el herrumbroso embarcadero, y aguardó. Había nacido paciente, y esa paciencia había cambiado con el tiempo hasta adquirir un fino acabado. Recordaba que de niño esperaba horas a que un caracol dormido asomara la cabeza, o a que un zorro se acostumbrara a verlo allí inmóvil, de cara al viento, y se mostrara. Y ahora utilizaba esa capacidad para esperar, sin pretender que llegara cuanto antes, el lejano ruido gutural, el torpe pájaro.

Apareció por donde no debía, maniobrando sobre la celeste superficie del lago. La voz desagradable creció en el aire, y el aparato acuatizó con algunos zumbidos, y una aceleración, y luego un frenado de las hélices que le recordó las cuidadosas estrategias de aterrizaje de sus propios gansos. Tenía que ser, pensó, mientras los flotadores se posaban con inseguridad sobre la agitada superficie del agua, el avión más viejo del Mundo.

Cuando fue amarrado, sólo un pasajero descendió. Apenas necesitaba inclinarse, tan bajo era. Apoyándose en un bastón, descendió la escalerilla hasta el muelle; el Sol y los arabescos del agua se le reflejaban en las gafas. Cuando vio a Loren, se acercó a él con su extraño andar. Loren observó que el hombre cojeaba; hacía que el proceso de caminar pareciese dificultoso e improbable.

—Señor Casaubon —se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo—. Nos hemos visto.

Brevemente. Loren asintió a medias. La aparición de esta criatura venía a perturbar el pequeño Mundo en que vivía, dividido en semanas. El sendero trillado que había recorrido durante meses estaba a punto de torcerse en un desvío. Sintió un temor inexplicable.

—¿Qué hace usted aquí? —no intentaba parecer hostil, pero así fue; Reynard no lo tomó en cuenta.

—En primer lugar, para entregar esto —sacó de la capa un sobre arrugado por el viaje y se lo extendio; Loren reconoció de inmediato la angulosa escritura, después de todo, había ayudado a darle forma; es extraño, pensó, qué terrible es el efecto de un fragmento de él, fuera de mí, de una cosa auténticamente suya en el Mundo real, qué diferente de lo que imagino; la sensación era como el ojo sereno y observador de un huracán de sentimientos; tomó la carta de esos dedos extraños, rojizos, y la guardó—. Y además —añadió Reynard— me gustaría hablar con usted. ¿Hay algún sitio?

—Ha visto a Sten —el nombre se le atascó en la garganta y por un horrible segundo pensó que tal vez no pudiera decirlo; no tenía idea de cuánto sabía el zorro; se sentía desnudo, como si ya hubiese contado todo lo que podía contarse, como si él le tomara el pulso apresurado.

—Sí, he visto a Sten —dijo Reynard—. No sé qué le ha escrito, pero sí que quiere verlo. Me ha enviado para que lo lleve hasta él.

Loren no se había puesto de pie; no sabía si las piernas lo sostendrían; todavía, en su interior, ese ojo calmo observaba, sorprendido por el poder de una carta, de un nombre, de ese nombre en otra boca.

—Hay un bar en la calle —dijo—. El
Yukon
. No el
Nuevo Yukon
. El salón del fondo. Espéreme allí. Iré en seguida.

Contempló a Reynard, que caminaba por la calle con su bastón. Luego apartó los ojos y miró a través del lago como si todavía esperara algo.

Después del asesinato de Gregorius, los tres —Sten, Mika y Loren— empezaron a trasladarse gradualmente a la gran casa. Se apoderaron de ella poco a poco, a medida que el espíritu de Gregorius se retiraba; primero la cocina en que comían, donde la cocinera engordaba a los pobres huérfanos Mika y Sten (aunque lo que Mika sentía no era duelo sino sólo la supresión de algo, algo que le había bloqueado la vista, un obstáculo en la mente; apenas había conocido a Gregorius, que le agradaba todavía menos). Después avanzaron invadiendo los cuartos, como la carga de los mongoles, desde las habitaciones infantiles hacia las zonas más lujosas. Este movimiento fue observado y desaprobado por los criados; pero Nashe, profundamente preocupada por su propia conservación y la prevención de la anarquía, apenas lo advirtió. De vez en cuando la veían salir de una conferencia para ir a otra, tensa por el exceso de trabajo; a veces se detenía un momento a conversar.

Por fin, el gobierno se retiró totalmente de la casa y regresó a la capital. El carisma de Nashe no alcanzaba para que gobernase desde algún retiro, como había hecho Gregorius, y tampoco tenía a Reynard como intermediario. Sabía además que le convenía separarse de Gregorius; la memoria de un mártir (aunque la mayoría de la gente no conocía con certeza la causa de su martirio; se podía escoger entre varias) sólo era una carga. Y no quería que Sten Gregorius fuera parte de esa historia. De ningún modo. Una pequeña cantidad de hombres de azul continuaban patrullando la casa y los alrededores con aire de aburrido descuido: los jóvenes los veían de vez en cuando. La casa era de los tres.

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