Un breve vistazo la convenció. Newcombe tenía razón. Sin duda, Leadville había detectado algún rastro de su grupo, pero al sobrevolarlas los helicópteros, la cantidad de calor que generaba la colonia de hormigas había conseguido engañarles Todo había terminado. Aquello era un caos espectacular. Densas espirales de hormigas volaban en las corrientes descendientes mientras los últimos hombres que quedaban en tierra huían y subían al soldado ensangrentado a una cabina de mando abarrotada. No se movía. Estaba muerto o inconsciente, pero la sombra viviente de las hormigas seguía agarrada a él incluso después de que sus compañeros sacudieran su cuerpo.
El último helicóptero ya estaba elevándose y Ruth se permitió esbozar una breve y despiadada sonrisa.
Parecía que la suerte la acompañaba.
El agua relucía al amanecer, clara y traicionera.
—Parad —dijo Cam, aunque él mismo continuó dando unos cuantos pasos más.
Pero esta vez avanzaba de lado en lugar de hacia delante y parecía desconfiado e inquieto.
Esa mañana no soplaba viento y el valle que se extendía a sus pies albergaba un mar interior en calma que resplandecía con la luz. La carretera parecía desaparecer en él, pero Cam la había visto elevarse de nuevo a unos tres kilómetros de distancia. El agua no era profunda, pero se pudría a causa del estancamiento y estaba abarrotada de edificios, de cables de alta tensión, de vehículos y de telarañas, y miles de trocitos de seda colgaban de las ruinas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ruth tras él. —Para. Quédate ahí.-respondió Cam. Entonces se dio cuenta de que le había hablado con demasiada frialdad, sacudió la cabeza y añadió: —Perdona.
—¿Ya habías estado aquí? —dijo ella buscando su mirada a través de las polvorientas gafas. —Sí.
Cam sabía que Ruth había vivido en Ohio y en Florida y Newcombe dijo que se había criado en Delaware, pero no había duda de que los padres y los hermanos de Cam yacían muertos en algún lugar de aquellas mismas carreteras. Quizá habían conseguido llegar hasta allí. El norte de California llegó a equipararse a Los Ángeles en densidad de tráfico, porque el área de la bahía se asentaba sobre un delta inmenso repleto de ríos y barrancos, lo que implicaba la existencia de puentes, orillas y embotellamientos.
No estaba tan afligido como ella pensaba. Aquella tierra era demasiado extraña y peligrosa para ser un hogar. Lo que más sentía Cam en aquellos momentos era frustración al intentar asimilar la magnitud del problema al que se enfrentaban.
Su objetivo parecía estar cerca. Querían propagar la vacuna para todos los supervivientes, pero las sierras formaban en el horizonte una imponente barrera de estribaciones y montañas oscuras, como un muro de pirámides con los picos más altos aún cubiertos de nieve. En otro tiempo habría llegado allí en coche en tres horas, pero aquellos recuerdos engañaban. Conforme la tierra se elevaba, se combaba, y caminar hasta allí habría sido un infierno de subidas y bajadas incluso sin tráfico o sin ruinas.
La ciudad que tenían delante era Citrus Heights, uno de los barrios residenciales más bonitos de la vasta extensión urbana que rodeaba Sacramento. Había ardido antes de hundirse. A pesar del nombre, la mayoría de sus zonas elevadas se encontraban en la misma llanura que las de sus vecinos. Esta marisma tranquila debió de ser arrasada por un torrente la primera vez que se inundó, a juzgar por los escombros que había en las casas desplomadas y en los postes de teléfono a un metro de altura. Había barro sobre los coches volcados y I estos de maleza y de madera carbonizada, todo ello suavizado con el blanco reluciente de la seda de las telarañas y los sacos de huevos. El agua mantenía a las arañas a salvo de las hormigas.
—Vamos a mirar otra vez el mapa —dijo Cam.
Newcombe había tenido la misma idea y se acercó mientras desabrochaba uno de los bolsillos de su chaqueta.
Cam volvió a mirar el mar destellante. Hasta ahora habían tenido suerte de no encontrarse con más estanques ni pantanos. Por el norte de California se extendían cientos de kilómetros de terraplenes que canalizaban el agua desde las montañas. Dos inviernos sin ningún tipo de control habían causado estragos. Habían visto por todas partes vegetación en malas condiciones o destruida por completo, y sin hierba ni juncos, las orillas eran vulnerables.
—¿Qué opinas? —preguntó Cam—. ¿Vamos hacia el norte?
—Tenemos que ir hacia allí de todas formas —Newcombe se agachó sin dificultad y dejó el mapa sobre el asfalto.
Entonces señaló con su guante la ruta que había trazado.
Cam se inclinó más despacio a causa de su rodilla derecha. Ruth se sentó de golpe. Estaba claramente desesperada por descansar, pero la escayola hacía que sus movimientos fuesen torpes.
—No me gusta —dijo Cam—. Mira.
AI este de la ciudad, el río American se había represado en dos tramos para formar un inmenso lago de cuatro esquinas. Una parte del inmenso dique debía de haber cedido. Cam cubrió una sección del mapa con su guante y dijo:
—Si todo este valle está inundado, deberíamos ir en dirección oeste para rodearlo. Así podríamos tardar siglos.
—Dijimos que iríamos hacia el norte —protestó Newcombe.
—Cam conoce la zona —dijo Ruth para alivio de Najarro.
Era algo infantil, pero se alegró y dijo:
—No queremos estar aquí más tiempo del necesario.
—Seguimos hacia el norte —insistió Newcombe señalando con el dedo un pequeño punto al sur del mapa—. Los otros tipos deben de estar por aquí, puede que un poco más lejos. No sería inteligente que nos agrupásemos para que les resultase más fácil encontrarnos.
Cam asintió dudoso.
En Sacramento habían sido dos personas más, el capitán Young y Todd Brayton, otro científico como Ruth. Los motivos de la separación eran obvios. De ese modo había más probabilidades de que alguno de ellos llegase a uno de los picos con la vacuna, de modo que se dividieron lo antes posible. Pero se enfrentaron a otro problema. El segundo día, Newcombe estaba convencido de que Leadville había establecido una base avanzada en las sierras, probablemente al este de Sacramento. Era la única manera de organizar tantos rastreos en helicóptero. La cordillera de Colorado estaba demasiado lejos.
Evitar esa base implicaba desviarse más hacia el norte o de nuevo hacia el sur, y Cam dudaba que a Ruth le quedasen fuerzas suficientes para hacerlo. Y puede que a él tampoco. Pero eso Newcombe no lo veía. Era demasiado fuerte, mientras que Cam sabía muy bien hasta qué punto una herida podía afectar y limitar a una persona. A su ánimo. A su imaginación.
Admiraba a Ruth. Era más fuerte de lo que parecía a simple vista, pero la verdad era que los dos estaban hechos un desastre. Cam tenía lesiones por todo el cuerpo a causa de antiguas infecciones provocadas por los nanos y una gruesa venda le cubría la mano izquierda tras una cuchillada recibida durante el enfrentamiento en Sacramento. Ruth tenía el brazo roto y, hasta hacía dieciséis días, había sido el eje de un programa nanotecnológico intensivo a bordo de la Estación Espacial Internacional durante más de un año, y había perdido masa ósea y muscular a pesar de la dieta específica, las vitaminas y el ejercicio.
Se cansaba con facilidad, y eso les había retrasado. Se encontraban tan sólo a veinte kilómetros del punto de partida, aunque en realidad debían de haber recorrido más de treinta. Habían tenido que avanzar y retroceder en zigzag a través de las calles abarrotadas, de los bichos y de otros obstáculos. Cam calculaba que caminarían durante semanas, no días.
La cosa tenía que mejorar. En teoría, las áreas de búsqueda de Leadville aumentarían demasiado y no tendrían que pasar tanto tiempo escondiéndose. Ruth se esforzaba lodo lo que podía porque sabía que era la más débil de los tres, pero si se desmayaba por el cansancio o tuviese fiebre o cualquier otra cosa, Cam dudaba seriamente que pudieran transportarla. El también quería acabar con aquello, pero era muy importante que ella descansase lo suficiente, incluso si eso suponía enfrentarse a otros peligros. En cambio, Newcombe no hacía más que alentarla a seguir con la mejor de las intenciones, y Ruth era demasiado compulsiva como para negarse. Cam se veía obligado a protegerla.
—¿Y si encontramos un barco? —dijo—. Una lancha motora. Allí casi todo el mundo era pescador o algo así. Podríamos atajar en línea recta o incluso remontar el río.
—Mmm... —murmuró Newcombe considerando la opción antes de girarse.
Cam siguió su mirada hacia las casas desplomadas y las minas.
—Tenemos que intentarlo —dijo mientras se ponía en pie.
Le dolía la espalda y tenía mordeduras de hormigas por cuello y los hombros y un nervio pinzado en la mano, pero aun así se inclinó para ayudar a Ruth.
Habían adoptado un ritmo familiar. Iban en fila india, con Cam delante, Ruth en medio y Newcombe detrás. Se dirigían hacia el sur, por donde habían vuelto, pero evitando la carretera.
La nueva orilla era irregular. En algunos lugares, el agua se extendía tierra adentro e inundaba las calles, y en todas partes, las casas y las vallas eran un problema. Querían mirar en los jardines y en los garajes, pero todos los vecindarios tenían su propia trampa: o las calles no tenían salida porque estaban anegadas, o estaban plagadas de escombros de una inundación mayor o ambas cosas. En varias ocasiones, Cam tuvo que esquivar campos enteros de telarañas. Una vez encontró hormigas. Todo llevó su tiempo. Necesitaban comida y entraron con cautela en una casa que parecían normal, excepto por el montón de basura que rodeaba la base. Querían llenar de gasolina unas cuantas cantimploras más y Ruth se sentó inmediatamente mientras Newcombe se detenía junto a un pequeño Honda y se desprendía de su mochila.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ruth asintió, pero Cam se preguntó qué aspecto tendría tras las gafas y la máscara protectoras. Tenía una postura retorcida anormal.
—No he visto ningún reptil —dijo.
Típico de Ruth. A veces resultaba muy difícil imaginar en qué estaba pensando. Era como si de repente se diera cuenta de algo.
—Yo tampoco —añadió Cam.
—Pero los viste en las montañas —dijo Ruth.
—Sí. En la cima no, pero vimos demasiadas serpientes y campos enteros llenos de lagartos a setecientos metros. A seiscientos. A quinientos cincuenta —no bajó de ahí—. Estaban sin duda por debajo de la barrera.
—Puede que las hormigas ataquen sus huevos —pensó Ruth—. O a sus crías. Puede que los bichos ataquen a los más jóvenes antes de que sean lo bastante grandes para defenderse.
—No entiendo cómo puede haber algo vivo por aquí —dijo Newcombe.
—No se calientan tanto como las personas —dijo Cam.
—Sí lo hacen —aclaró Ruth— A veces incluso más. Los seres de sangre fría no son fríos en realidad. Simplemente no generan calor corporal, excepto cuando corren o vuelan. Se calientan al sol. Y pueden ser muy precisos. Creo que la mayoría de los reptiles mantienen una temperatura de entre veinte y veintiséis grados centígrados, pero los insectos suelen adoptar la temperatura del entorno.
Cam asintió lentamente. La plaga de máquinas se valía del calor. Cuando la temperatura alcanzaba los treinta y dos grados, se activaba. Aunque, en su experiencia, la plaga tardaba de dos a tres horas en funcionar tras penetrar en un organismo. A mediodía, en verano, los nanos podían empezar a diezmar las poblaciones de insectos, pero al refrescar el día, también lo harían estas criaturas. Obviamente muchas de ellas habían sobrevivido y se reproducían en otoño, en invierno y en primavera.
Los peces y los anfibios estaban seguros en los ríos y en los lagos. Él había sido testigo de ello. Se mantenían bajo el umbral crítico, y con la altitud era lo mismo. Las bajas temperaturas protegían a los reptiles y a los insectos en las montañas y sus estribaciones. Debían de haber repoblado continuamente el mundo inferior con migraciones irregulares.
—Creo que aquí estos seres siempre están al borde del desastre —dijo Ruth—, pero me pregunto si habrán sobrevivido las ballenas, los delfines y las focas.
Negó con la cabeza y continuó:
—Intentamos averiguarlo algunas veces. Me refiero a la estación espacial. Están aislados por una gran capa de grasa, pero si se mantuviesen lo bastante fríos... Es posible que en el Ártico o en el Polo Sur...
Era un pensamiento agradable.
—Eso espero —dijo Cam intentando animarla.
Entonces se echó hacia atrás para mirar más allá de las casas. Cam se había acostumbrado a sentirse observado, rodeado de ventanas oscuras y vacías y de fantasmas, pero aquello era diferente. Un ruido. Hacía tiempo que los muertos se habían asentado, pero la putrefacción y el desequilibrio nunca dejaban de mover las cosas. Los edificios cambiaban, la basura se movía, pero, a pesar de todo, el subconsciente había detectado aquel sonido de entre el leve susurro que los rodeaba. Un sonido débil y distante como la brisa, aunque en la avanzada mañana el cielo permanecía despejado e inmóvil.
—¡Eh! —dijo Cam.
Newcombe se asomó por encima del Honda.
—¿Qué?
El ruido le recordó a Cam los vientos de tormenta de las montañas, pero allí no había viento, y el creciente susurro parecía estar localizado. Se giró para seguirlo, ahora estaba asustado. Entonces se dio cuenta de que era algo fuerte, y que provenía del norte. El entorno había cambiado de una manera tan drástica que la tierra se resquebrajaba y se cocía. ¿Podría ser que la diferencia de temperatura entre aquel mar de barro y la tierra seca estuviese provocando tornados?
—¡Dios mío! —exclamó Ruth justo en el momento en que Cam reconoció el zumbido resonante que venía del otro lado del agua.
Cazas.
Se escondieron uno tras otro en una alcantarilla. Olía a moho, pero estaba seca. Newcombe pensó que la cubierta de hormigón y la porquería del exterior les mantendría a salvo de los sensores de los aviones. Y conforme los cazas volvían a sobrevolarles, dijo que lo mejor era que se pusiesen cómodos. Sus aliados en Colorado habían transmitido instrucciones incorrectas a todos los satélites espía de los Estados Unidos bajo el control de Leadville, lo que provocó que descendiesen y se desintegrasen al entrar en la atmósfera, pero la nueva capital todavía conservaba un satélite termográfico que les sobrevolaría dos veces durante las próximas dos horas... a no ser que lo hubiesen desplazado.
Ocultarse del cielo era complicado. Leadville podría haber utilizado algunas reservas de combustible del satélite para alterar su órbita y su ritmo, y los aviones espía podían sobrevolarles a una distancia que los hiciera invisibles. La estación espacial también seguía allí arriba. Incluso deshabitada, la EEI era un buen satélite y sus cámaras se controlaban de manera remota desde Colorado. Newcombe no tenía información de cuál había sido su última ruta orbital.