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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (6 page)

Cam lo soportaba en silencio, pero Newcombe golpeó la pared con la mano.

—No —susurró Ruth—. No.

Por fin, el escozor pasó a convertirse en un dolor más normal. Todo había acabado. Se quitaron las máscaras y las gafas protectoras y se deleitaron con el aire viciado. Ruth evitaba sus miradas, se sentía demasiado vulnerable, avergonzada. Estaba agradecida, pero al mismo tiempo repugnada.

Cam se había convertido en un monstruo a causa de sus viejas heridas. Su oscura piel latina había sufrido decenas de erupciones, casi siempre en los mismos puntos, lo que le había dejado terribles protuberancias en una de las mejillas e irregularidades en el mentón. Lo peor eran sus manos. Estaban cubiertas de cicatrices y marcas de ampollas, y en la derecha sólo podía usar dos dedos y el pulgar. El meñique no era más que un gancho débil y retorcido de tejido muerto prácticamente devorado hasta el hueso.

Ruth Goldman no era especialmente religiosa. Durante la mayor parte de su vida adulta, el trabajo le ocupaba demasiado tiempo como para preocuparse por Hanukkah o por Pascua, a menos que fuese a visitar a su madre, pero ahora sus emociones rayaban lo místico. Demasiado fervientes y complejas para comprenderlas todas a la vez. Prefería morir antes que sufrir lo que él había sufrido, pero al mismo tiempo quería ser como él, poseer su calma y su fuerza.

Cam sacó la poca agua que les quedaba, unas lonchas de cecina salpimentada y unas galletas. El estómago de Ruth era una bola de ácido, pero él la obligó a comer, lo cual ayudó un poco. También tenía una botella de ibuprofeno que repartió en cuatro dosis para cada uno, una pequeña sobredosis. Después intentaron relajarse de nuevo, estaban más que agotados. Cam y Newcombe le cedieron a ella la camita y despejaron el suelo para tumbarse, pero Ruth ya no volvió a dormirse aquella noche.

La habitación parecía más grande con el gris amarillento del amanecer y conservaba un aspecto ordenado por encima del suelo. Los pósters. Los robots de juguete y los libros en las estanterías. Ruth intentó que no le afectase, pero estaba muy cansada. Estaba dolorida. Y lloró por aquel niño anónimo y todo lo que él representaba, y en aquel lamento se escondía una fría y persistente ira.

Estaba lista para seguir adelante.

Sabía que valía la pena.

Por muy dura que se hubiese vuelto la vida en las montañas, no había excusa para las decisiones que había tomado el gobierno de Leadville. Si ellos ganaban, si dejaban que la mayor parte de los supervivientes del mundo, que se encontraban por encima de la barrera muriesen, sería en muchos sentidos un crimen peor aún que la plaga en sí. Lo que aquel lugar y todos los demás cementerios como él merecían era vida nueva. Una limpieza. Las ruinas que no pudiesen repararse deberían demolerse. Las zonas menos afectadas deberían repoblarse. Había ciudades desoladas por todo el planeta, muchas más de las que se podría reclamar durante generaciones. Ellos lo habían olvidado. Los líderes estaban demasiado aislados, atrapados en su fortaleza.

Ruth se obligó a comer con estos pensamientos desalentadores a pesar de que tenía un nudo en el estómago. El desayuno eran unas cuantas latas de ternera con patatas y una salsa fría y pegajosa. Cam comía como si le doliese, y Ruth quería decir algo, pero no sabía muy bien qué. Sus papilas gustativas reaccionaron al fresco olor a gasolina. Le daba dolor de cabeza, pero al menos mitigaba el hedor de la esquina del armario que habían utilizado como retrete. —Déjame ver el mapa otra vez —pidió. Newcombe dejó su lata y se desabrochó el bolsillo de la chaqueta. Siempre lo doblaba y se lo guardaba por si tenían que salir corriendo. «Es otra manera más de tenerlo todo controlado», pensó Ruth mientras observaba su rostro alargado de nariz aguileña, sus cejas rubias y su barba de tres días. Newcombe tenía un aspecto joven incluso bajo las mordeduras de las hormigas, la suciedad y las marcas rojas que le dejaban las gafas protectoras y la máscara.

No le gustaba su silencio. Newcombe estaba impaciente y empezó a desplegar el mapa cuando aún tenía una esquina metida en el bolsillo. Sí, todos estaban doloridos e irritables, y ya habían debatido sus opciones cuando los aviones se habían marchado, pero no podían permitirse tomar la decisión equivocada.

Su plan era volver corriendo a la furgoneta y alejarse conduciendo del punto de concentración lo más rápido posible. El remolque para la lancha ya estaba enganchado, y Newcombe había dejado al descubierto el encendido de la furgoneta para que arrancarla fuera sólo cuestión de conectar dos cables. Tras dos meses sin usar, la batería aún tenía suficiente energía como para arrancar el motor una vez. Después la tendrían encendida durante más de una hora para generar una carga. «Lo hemos hecho bien», había dicho Newcombe con un tono sorprendentemente suave mientras apoyaba la mano en el alto y amplio capó del vehículo. Sólo podía estar hablando de sí mismo, pero Ruth tenía la sensación de que a Newcombe le invadía el mismo orgullo melancólico que le rondaba a ella sentada en los restos del dormitorio de aquel niño. Se alegró. Ni siquiera el implacable soldado de las Fuerzas Especiales era impasible.

Newcombe confiaba en que la camioneta arrancaría, y el enorme motor de la lancha también se había encendido. La pregunta era hacia dónde irían.

«La silla está contra la pared». Aquella extraña frase lo había cambiado todo y había alterado el equilibrio que existía entre ellos. Era casi como si de repente hubiese otras personas entre ellos tres, justo cuando empezaba a adaptarse a estar tan absolutamente sola. Ruth se había acostumbrado a superar en número a Newcombe. Cam siempre la apoyaba, pero ahora Newcombe tenía un nuevo poder y Ruth pensó que Cam dudaba.

El código de la radio era un punto de encuentro. Pese al caos del Año de la Plaga, seguían estando en el siglo XXI. Los canadienses tenían los ojos puestos en el cielo. Los rebeldes controlaban tres satélites estadounidense. Leadville no podía ocultar su repentino tráfico radiofónico, y menos en aquel mundo vacío. Y tampoco el flujo repentino de aeronaves. Incluso si los canadienses no hubiesen participado en la conspiración prometiendo ayuda y refugio, se habrían dado cuenta de que algo importante estaba sucediendo.

La escuadra de Newcombe se había dirigido a Sacramento con al menos ocho planes de emergencia, cinco de los cuales llevaban a tramos de carretera abiertos donde los aviones podían aterrizar, y Ruth no tenía la menor duda de que aquellos hombres podrían haber alcanzado uno de sus puntos de encuentro hacía tiempo si hubiesen avanzado solos, incluso con los trajes de aislamiento, incluso portando bombonas de oxígeno extra.

Los canadienses habían planeado interceptarlos en la Columbia Británica. Las dos naciones norteamericanas habían sido aliadas durante casi trescientos años, pero ahora Canadá iba a asaltar la frontera a la fuerza y desplegaba cuatro alas de ataque que hacían de cortina contra cualquier caza de Leadville. Newcombe quería dirigirse a la autopista 65, justo al norte de Roseville, y a Ruth la idea le resultaba muy tentadora. Lo ansiaba. Seguridad, comida... y una ducha. Pero aquello implicaba seguir avanzando hacia el norte cuando hubieran atravesado el mar y quedarse en las tierras bajas en lugar de dirigirse al este, hacia las montañas, y aquello le causaba un profundo temor.

—Mirad —dijo Newcombe mientras apoyaba el mapa en el suelo con las manos desnudas, exponiendo así sus nudillos heridos y magullados.

Después desplazó su dedo suavemente desde Citrus Heights hasta Roseville.

—Mirad lo cerca que estamos. Podríamos llegar dentro de un par de días.

—No lo sé —dijo Ruth tocándose las marcas de la cara producidas por la presión de las gafas protectoras.

Pensaba en la emboscada de paracaidistas que había acabado con la escuadra de Newcombe.

—Vendrían en uno de esos aviones de carga, ¿verdad? —preguntó.

—No necesariamente. Yo enviaría algo pequeño y rápido.

La idea de meterse en un avión le volvió a dar claustrofobia, y miró con inquietud las paredes de la habitación. No toda la tripulación de la EEI había sobrevivido al accidente de la lanzadera espacial
Endeavour.

—Basta con un misil para derribamos —dijo Ruth—, y Leadville hará todo lo posible por evitar que otro obtenga la vacuna. Ya lo han demostrado.

—Existen maneras de defenderse contra los misiles aire-aire, sobre todo si nuestra escolta no deja que se acerque nadie —explicó Newcombe—. Y si no hacemos esto, tendremos que seguir jugando al escondite con los helicópteros. Hasta ahora hemos tenido suerte.

—¡Pero es que estamos tan cerca de las montañas! —Ruth le miró a los ojos azules como suplicándole—. La idea es facilitarle la vacuna al mayor número de personas posible para que nadie pueda controlarla o monopolizarla.

A la científica le preocupaba que el gobierno canadiense resultase ser igual de egoísta. En general habían perdido mucho más que los Estados Unidos, y podrían ver también la vacuna nanotecnológica como una oportunidad de conquista y de renacimiento.

—No estamos tan cerca —dijo Newcombe—. Mirad. Mirad donde estamos. Estamos a cientos de kilómetros de las sierras y el camino será cada vez más cuesta arriba. Aún nos faltan semanas para llegar a un punto lo bastante elevado. Y ni siquiera sabéis si allí habrá alguien con vida. Podríamos seguir caminando durante otro mes más buscando una montaña donde alguien haya sobrevivido todo este tiempo.

«Y podrían ser peligrosos», pensó Ruth, incapaz de dejar de mirar a Cam. Era una auténtica preocupación. Algunos de aquellos supervivientes estarían demasiado desesperados como para preocuparse de por qué o cómo habían llegado, pero no dijo nada. No le daría a Newcombe ningún argumento para utilizarlo en su contra. Ruth estaba convencida de que la mayoría de la gente les ayudaría, y de que una vez hubiesen llegado hasta cuatro o cinco grupos serían imparables, avanzarían en todas direcciones y harían llegar a las zonas de mortalidad por plaga a una nueva marea humana.

—Esta es nuestra mejor oportunidad de llegar a alguna parte —dijo Newcombe.

«Soy más fuerte que tú», pensó Ruth, pero tenía que ir con cuidado. No podía permitirse tenerle en su contra.

—No me gusta la idea —sentenció.

Por fin, Cam intervino y Ruth lo agradeció.

—Esto es lo que yo haría —dijo—. Este terreno no les sirve para nada si nosotros nos marchamos. Si yo fuese Leadville y pensase que los canadienses iban a despegar con nosotros, bombardearía con armas nucleares toda la zona. Mirad. Oregón. Podrían poner una bomba en cualquier sitio de nuestra Hita. Un avión no tendría manera de defenderse, ¿verdad?

—Eso es una locura —dijo Newcombe—. Éste territorio es suyo. Es suelo estadounidense.

—No. Ya no.

—Usarán armas convencionales —insistió el militar—. Escuchad, de un modo u otro, es un juego, así que tenemos que apostar sobre seguro. El respaldo de los rebeldes y los canadienses.

Ruth apretó el brazo dentro de la escayola y se preguntó hasta qué punto su entrenamiento habría afectado a su malicia de pensar y a su necesidad de organización. Newcombe era un militar increíble e improvisaba con facilidad en cualquier situación, pero al fin y al cabo seguía siendo un soldado con expectativas de alcanzar un rango más alto. Iba a ser un problema.

—¿Quieres quedarte aquí? —le preguntó a Ruth señalando su brazo.

¿Le habría visto el puño?

«Las infecciones de anoche le asustaron», pensó ella, «y a mí también». Pero al menos sabía lo poco frecuente que sería topar con una zona de tanta concentración, y menos habiendo salido del delta.

—Están dispuestos a arriesgar muchas vidas —dijo Newcombe—. Combustible, aviones. El plan siempre ha sido llevarte al norte, meterte en un laboratorio, mejorar la vacuna y extenderla por todas partes.

—Aun podemos hacerlo —dijo lentamente Ruth—. Podemos hacer eso cuando hayamos llevado la vacuna a unas cuantas personas.

Cam la sorprendió. —Podríamos separarnos —dijo.

Ruth acertó al pensar que Cam vacilaba, pero se equivocó sobre la gran duda que le rondaba la cabeza. Pensaba que estaba a punto de apoyar a Newcombe respecto a lo de subirse al avión, y sin embargo, sugirió otra alternativa.

Estaba dispuesto a dejarla atrás, y aquello le molestó más de lo que había imaginado. La indignó.

—¿Por qué no nos separamos? —dijo Cam—. Yo iré hacia las montañas mientras vosotros vais al punto de encuentro. Se sintió traicionada.

4

Estaban en el agua antes de que el sol asomase por encima de las montañas. Con la práctica que habían adquirido vaciaron la casa en cinco minutos. Encontraron un pack de agua embotellada en la cocina y una considerable cantidad de desinfectante, gasas, esparadrapo y perfume en los cuartos de baño. Después corrieron hacia la camioneta. Newcombe arrancó con facilidad mientras Cam y Ruth subían a la lancha. Todo parecía ir bien, pero Cam advirtió que estaban más callados que de costumbre. Sabía que había asustado a Ruth. Bueno, tenía que entenderlo. Él no era su perrito y no iba a decir siempre que sí a todo. A pesar de ello, se encontró a sí mismo buscando su mirada mientras Newcombe les alejaba de la casa.

Ella le rehuía. Protegida bajo las gafas y la máscara, Ruth se sujetaba con fuerza al asiento. Estaba prácticamente sentada de lado porque sólo podía agarrarse con un brazo.

La lancha era una Champion de casi siete metros, ligera como una flecha y casi igual de estrecha. Con un casco de menos de un metro de profundidad, parecía más bien una embarcación de pesca de poco calado. Sólo tenía dos asientos en la cubierta plana. La Champion estaba pensada para transportar a los pescadores de un buen sitio de pesca a otro más rápido, lo cual era perfecto. Cam pensó que incluso el eje del motor no se sumergiría mucho más de medio metro en el agua, lo que podría ser crucial entre las ruinas.

Newcombe condujo hasta la orilla más despacio de lo que Cam esperaba. Deberían de haber vuelto al punto de concentración en cuanto abandonaron la casa, pero la calle apenas presentaba pendientes, el nivel de agua había subido y bajado varias veces, y los veintisiete metros de suciedad y de basura que había ido dejando a su paso ahora formaban líneas y dunas.

—¡Sujetaos! —gritó Newcombe.

Pasaron aplastando espuma de poliestireno y plástico, la pantalla de una lámpara, latas de refrescos vacías, ropa húmeda pestilente y papel. Un sinfín de trozos de papel. Por delante de ellos, la superficie de aquel mar poco profundo estaba llena de basura flotante que se acumulaba entre las casas, por todas partes. Newcombe pretendía meterse en él con el vehículo. Era una furgoneta enorme, y pensó que avanzaría lo bastante para llegar a un punto en que el agua cubriese lo suficiente como para soltar la lancha del remolque. No quería arriesgarse a quedarse enganchado con algo al dar marcha atrás con la lancha como se hacía normalmente.

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