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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (28 page)

—Shhh —hizo Cam. Newcombe repitió la orden Ruth también.

Los tres se reunieron detrás de una gran roca, y la doctora bendijo por su tamaño a aquella piedra devastada por el viento. Se asomó por encima de ella y colocó la mano sobre el bolsillodel pantalón y el objeto duro y redondo que guardaba en él. Todavía guardaba la piedra que había cogido de Ja primera cima. Cada vez u-ataba con más respeto a los objetos inanimados, haciéndose amiga o enemiga de todo lo que Ja tocaba.

Parte de ella sabía que era una ocurrencia estúpida, pero había nacido supersticiosa. Estaba claro que a algunas cosas les gusta hacer daño. Todavía tardaría mucho en olvidar el golpe que se había dado contra la boca de incendios. ¿No tenía sentido, entonces, el verse obligada a dar las gracias a objetos tales como su pequeña piedra o la gran roca que ahora los cubría? Aquella idea era lo más cercano a la fe que jamás había experimentado, un gran sentimiento de conexión con todo lo que la rodeaba.

Quizás sí había un Dios que gobernaba el cielo y la tierra. Existiría ajeno a lo que las religiones consideraban correcto o no. Las personas tienden a creer en cómo quieren que sea el mundo, en vez de aceptar cómo es en realidad, inventando estructuras tribales de poder y tergiversando los hechos para hacerse los importantes. De hecho, antes de la plaga, las religiones con más éxito existían como gobiernos en la sombra que controlaban naciones y continentes enteros. Los hijos aprendían lo que los padres creían, y a éstos se los animaba a tener muchos hijos. ¿Quién creería de verdad que el edicto católico contra el control de natalidad estaba basado en las enseñanzas de Cristo? ¿Oque la enorme discriminación a las mujeres en el mundo islámico era sagrada en algún aspecto? Las familias numerosas eran la forma más sencilla de expandir la fe, y aun así, ninguno de esos desechos humanos creía que había una pizca de verdad en la idea de una entidad superior.

A lo largo de la historia habían aparecido cientos de formas de adoración, y estaba claro que se habían iniciado nuevas religiones desde el surgimiento de la plaga. Pero ¿por qué? A pesar de las sospechas y la avaricia inducidas por el simio que aún llevan dentro, las personas podían ser inteligentes, honestas y valientes. ¿Será que lo bueno que había en ellos tenía alguna relación con lo divino? Ruth empezaba a pensar que sí, aunque su forma de percibirlo era débil e insegura.

La Tierra era un planeta muy joven en lo que se refería a la vida de la galaxia, apenas había sido lanzada a sus brazos espirales. Si Dios existía, quizá hubiera usado los mundos más remotos y olvidados de la creación para sus experimentos, sabiendo que muchos de ellos sólo serían fracasos. ¿Qué esperaba aprender de ellos? ¿Los límites de su fuerza y de su imaginación?

La piedrecita, grabada con cruces se había convertido en algo más que un recuerdo, era un talismán. Teñid poder, podía sentirlo. La piedra la protegía.

—¿En qué piensas? —le preguntó Cam.

Newcombe oteaba hacia el norte con sus prismáticos. Ruth se giró y miró hacia el desierto. La ciudad de Doyle ya no era más que una colección de edificios en forma de cajas y carteles cuadrados, elevados por grandes mástiles de metal. Gasolineras Mobil, restaurantes Carl's jr... Tras ellos, las colinas se alzaban hacia la deslumbrante luz de los anuncios luminosos.

Newcombe se encogió de hombros v le cambió los prismáticos a Ruth por una botella de agua mineral. Ella desvió la mirada de la ciudad hacia las pocas estructuras del aeródromo, sintiendo tanto prudencia como esperanza. No pudo negar que sentía también cierto alivio. Los hombres empezaban a confiar en ella tanto como lo hacían en el otro, v Ruth lo sabía.

Su transformación fue completa. Siempre había sido bastante fuerte, pero ahora era una guerrera en todos los aspectos, aunque también frágil y sensible al mismo tiempo. Se podría decir que todavía estaba algo nerviosa. Y aun así, ese nerviosismo era un sentimiento frío y distante, aislado por la experiencia.

Dejó que los ojos pasearan por el cerco del aeródromo sus altos edificios.

—Todo correcto —dijo.

Pero siguieron esperando, bebiendo más. Newcombe les pasó unos cuantos dulces para que recuperaran pronto la energía y luego sacó la radio. No habló, sólo pulsó el botón de envío de señal unas pocas veces, transmitiendo tres pitidos cortos. Significaba «estoy aquí», pero no hubo respuesta, sólo ruido.

Llegaron a establecer contacto directo un par de veces más con las fuerzas rebeldes, una de ellas durante un minuto entero con un caza que tiró por la borda un transmisor auto matizado. Las dos veces Newcombe habló sin parar, asumiendo el riesgo de que interceptaran la transmisión. Usó todo tipo de jerga por si el enemigo lo estaba grabando. Sin embargo, nunca fue explícito, y los pilotos codificaron también sus palabras. Ninguno de ellos respondió con frases como «En el aeródromo de Doyle» o «El once de junio, antes del mediodía».

—Bien —dijo Newcombe—, ya sabéis cuánto tiempo tenéis. Cam asintió. —Diez minutos. —Treinta —dijo Ruth.

Newcombe puso la mano sobre su hombro, y luego sobre el de Cam, antes de que éste se fuera a realizar un reconocimiento del terreno circundante. Estaban limitados por el corto alcance de su equipo, y la retransmisión se había perdido en el polvo. No sabían qué esperar. Los soldados estadounidenses no podían esperar bajo la barrera, a no ser que un piloto hubiera aterrizado con un traje de aislamiento y un buen cargamento de bombonas de oxígeno, cosa que parecía improbable. Habían estado vigilando el aeródromo durante día y medio sin que hubiese signo de actividad alguna, pero todavía había varias formas de que los rusos los detuvieran. Puesto que tenían la vacuna, era probable que el enemigo hubiera dejado hombres en todos los aeropuertos en un radio de cien kilómetros a la redonda. O puede que simplemente hubieran preparado sensores de movimiento o minas antipersona. Un esfuerzo tan grande requeriría, por supuesto, un enorme gasto de combustible y maquinaria. Estaba claro que los invasores no lo habían hecho, todavía podían superar los obstáculos.

No se podía decir lo mismo de los Estados Unidos, pues aún tenían que hacerse con la posesión de la vacuna. Los dos cazas con los que habían hablado no eran los únicos que Newcombe había identificado como paisanos. Cuatro días antes, un trío de F/A-18 Super Hornets se habían estrellado contra las montañas. Hacía apenas 24 horas, un bombardero solitario había aparecido renqueando desde el suroeste antes de que dos MiG lo detectaran y abatieran.

Los de su bando intentaron cubrirles y distraer al enemigo. Se sorprendieron al captar una transmisión bastante débil de un hombre que aseguraba ser Newcombe y otra, más fuerte de uno al que urgía dirigirse a Carson City, Las transmisiones más débiles eran aún más fuertes que las suyas y, por tanto más fáciles de interceptar. Carson City estaba a unos noventa kilómetros de Doyle, en dirección adonde hubiesen ido si se hubieran dirigido hacia el sur en vez de al norte. Era un buen truco, y Ruth apreció la ayuda. Aunque por otra parte, sabía que había personas sacrificando sus vidas.

Hubo grandes conflictos en Yosemite y más al sur. Los rusos habían llevado al resto de su gente a California, lo que era tanto bueno como malo. Significaba que el enemigo estaba preocupado por proteger sus aviones de los interceptores estadounidenses y canadienses, pero también que se estaban haciendo más fuertes y que se organizaban mejor.

Los Estados Unidos estaban lisiados por sus encuentros con el enemigo. Gran parte de las fuerzas aéreas de la nación habían desaparecido con Leadville, y a lo largo de cientos de kilómetros, los aviones supervivientes ya no eran más que un amasijo de goma, plástico y aluminio. El pulso electromagnético había averiado todos los aparatos electrónicos incluso por debajo de la barrera, donde las fuerzas nacionales podían haber encontrado nuevos recambios y ordenadores.

Los cálculos aproximados de la radio aseguraban que los rusos ya habían desembarcado decenas de millares de tropas y civiles, y todavía había más en camino. De hecho, el número se hinchaba cada vez más. Había más y más aviones cada día que pasaba, debido a que ya habían llevado la vacuna a su país. Los rusos habían enviado a todos los pilotos e ingenieros disponibles para rebuscar bajo la barrera, y luego enviar aeronaves a Oriente Medio y a su propia tierra.

Ruth estaba segura de que su pequeño grupo no poda aguantar mucho más tiempo frente a los invasores. Los rusos, se dispersarían si se veían en la necesidad de incrementar sus defensas y reservas de comida. Y entonces, la encontrarían. Todavía guardaba la granada junto al registro de dalos, y dormía con ellos bajo la cabeza.

Estaba preocupada por su brazo, por si se estaría curando correctamente. ¿Cómo sabrían cuándo quitarle la escayola, ya desgastada y maloliente? Los hombres no tenían ningún problema en ir enseñando un entablillado, pero diferían a la hora de decidir cuándo estaría lista para retirarle la cubierta de fibra de vidrio. Ella era sincera, les explicó que los médicos de Leadville estaban preocupados por la densidad de su hueso y dijeron que la fractura podría tardar bastante en curarse. Le seguía doliendo, eso no podía ser buena señal.

—¿Cómo le va? —susurró. Cam no contestó. El trabajo de Ruth era seguir vigilando detrás de ellos, pero tuvo que hacer uso de toda su autodisciplina para no volverse a mirar a Newcombe. Esa era la responsabilidad de Cam, estudiar la zona que se extendía entre ellos y el aeródromo en caso de que Newcombe sospechara de algún peligro. El terreno era engañoso. El desierto era sólo una extensión de tierra rojiza, pero los llanos no eran llanos, como bien habían aprendido. La tierra escondía hoyos, barrancos y rocas.

—Oye, ¿me estás escuchando? —dijo Ruth.

—Está bien.

El sol brilló sobre sus gafas cuando se tumbó, lejos de la piedra, mirando hacia un lado. Pero Cam no la miró, estaba concentrado en la radio. Un sudor caliente le recorrió el costado.

«Está enfadado conmigo», pensó.

Dormir juntos comportaba ahora una especie de corriente eléctrica, y más de una vez no había podido descansar a pesar de estar exhausta. El suyo seguía siendo el peor romance de todos los tiempos: estaban sucios, con la adrenalina siempre al máximo y en peligro de sufrir un ataque de insectos o de tropas enemigas. La fricción entre ambos era enloquecedora.

Los dos encontraban excusas para huir de Newcombe. Ir a buscar comida era una muy recurrente, o también pedir un descanso mientras el soldado se quedaba vigilando. Hubo más besos y caricias. A Ruth le gustaba presionar su cuerpo contra el de Cam a pesar de llevar ambos los trajes protectores. De noche podían permitirse mejores carantoñas, pues al menos podían tocarse de verdad. ¿Valía la pena corres el riesgo de verse infectados por la plaga? No, pero sabía que el traje sólo les ofrecía una mínima protección. Pensó en ello sin cesar. «Si me bajara los pantalones y él se quitara el guante...». Dos noches antes, mientras Cam dormía, se había deslizado los dedos en la entrepierna sin conseguir satisfacción alguna, con el guante sobre los pantalones.

—Recuerda la señal —le dijo Cam, pasándole los prismáticos.

—Ten cuidado —le respondió.

Parecía haberse hartado de vigilar. Dejó su mochila junto a la de Newcombe y dio media vuelta, dirigiéndose a la izquierda para reunirse con el otro hombre.

Ruth atrapó detrás de los dientes el caramelo de menta que se estaba comiendo, y colocó su mano buena contra el interior de la cadera, centrándose. Tocó los raídos pantalones y la piedra redonda de su bolsillo. Debería haber saltado sobre él. Aquello era lo que habría hecho en su antigua vida si hubiera tenido la oportunidad, divertirse. Ahora, los dos podían morir en cuestión de minutos.

Cam desapareció de la vista, dejando sólo un rastro de polvo. El horizonte rielaba con el calor. Ruth iba girando la cabeza en todas las direcciones, intentando cubrir con la vista los trescientos sesenta grados ahora que era la única que estaba escondida. Aun así, se sorprendió mirando a Cam más que menos. La doctora sonrió con pesar.

«En realidad no le amas», pensó.

El cielo retumbó antes de que pasara su turno de treinta minutos. Unos cazas aparecieron desde el nordeste en tres grupos, volando raso en su avance. Uno de los conjuntos era diferente a los otros dos. Llegó a reconocer las colas gemelas de los F-35, pero el tercer equipo estaba formado por unos modelos de morro afilado que nunca antes había visto, con alas anchas y caídas. Pero aquello no tenía importancia. Ruth sintió que el corazón le latía con euforia, y que le asaltaba una nueva preocupación.

Los aviones no estaban frenando. Pasaron de largo y se adentraron en las sierras transmitiendo una llamada.

—Hotel Yanqui, Bravo Québec. Hotel Yanqui, Bravo Québec. George, responde. Aquí Flicker Seis.

Ruth se quedó embobada mirando el cielo atronador. Pensó en subirse a una roca y gritarles a Cam y a Newcombe, e incluso en disparar al aire, pero no había garantías de que ellos tres fueran los únicos que hubiera cerca. No podía darles la oportunidad de que los cazaran. La decisión era suya, y el código coincidía con lo que Newcombe le había dicho.

—Aquí Goldman, confirmo, confirmo —respondió Ruth por la radio. Se agachó para coger las mochilas de todos, y entonces el desierto retumbó de nuevo. Las montañas que tenía a su espalda vibraron con el sonido y el movimiento, envueltas en ciclones de negras líneas y fuego: jets y misiles.

De algún modo, la voz consiguió reconocer la suya, a pesar del ruido de los aviones.

—Recibido, George. Te recogeremos en quince minutos. Repito, te recogemos en quince minutos. —Los rebeldes habían llegado por fin. No había forma de esconder un avión sobre las cuencas de Nevada, así que se usaron ellos mismos como ariete, limpiando el espacio entre el enemigo y la pista de Doyle.

Ruth caminó con la pistola en mano mientras la radio siseaba bajo el rugido de los jets y una explosión lejana, un rastro de humo apareció en el lateral de la montaña. Se giró hacia el espectáculo mientras seguía corriendo.

En el desierto había un hombre con un rifle. «No, por favor» rogó y hasta soltó el arma que llevaba.

Pero era Newcombe.

—¡¿Qué estás haciendo?! —le espetó, moviendo la mirada de ella a las montañas. Ruth hizo lo mismo. La batalla aérea fue rápida y horripilante, y ahora se había dividido en dos frentes. Hubo más destello y humo.

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