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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (32 page)

«Pero ¿qué es lo que hace?», se preguntó Ruth preocupada. El miedo la tenía paralizada, y restringía su capacidad para pensar.

¿Y si los fantasmas estaban diseñados para combinarse con otra construcción mayor? Su forma de hélice podía permitirles algo así. El detonante podría ser algo tan sencillo como una dosis grande: saturación. Cam parecía tener una cantidad baja e ineficiente en su sangre, pero ¿y si absorbía más? ¿Se activaría así?

«Sea para lo que sea el fantasma, es capaz de funcionar sobre la barrera», pensó. «Entonces, no hay forma de detenerlo». El pestillo de la puerta chasqueó y Ruth dio un salto, girándose para empujar el pesado panel metálico, que casi se estampa contra la sorprendida cara de McCown.

—¡No toque nada! —le dijo.

Ruth caminó bajo el frío sol con una chaqueta del ejército y unos pantalones finos. Necesitaba aire, mucho aire. En los tres últimos días, había estado encerrada durante varias horas seguidas. Apenas había podido ver a Cam, cosa de lo que se arrepentía profundamente. Estaban cerca de conseguir una relación estable, pero su trabajo era un no parar: trabajo, trabajo, colapso, más trabajo... Cam se marchó después de la segunda mañana, haciendo un esfuerzo por atrapar pájaros y roedores para liberarlos por la zona en un intento de reestablecer algún tipo de ecosistema bajo la barrera.

La vacuna se había dispersado por toda Grand Lake. Cam había ganado la batalla con rapidez, aunque daba la impresión de ser todo ayuda y obediencia. Todo lo había hecho tosiendo en la tienda médica. Había superado a Shaug así de fácil, resultaba incluso cómico. Siempre encontraba una forma de hacerlo todo, y Ruth lo echaba de menos ahora que sus caminos se habían separado.

También había más gente que empezaba a marcharse. El éxodo era controlado, de momento, pero McCown anunció que había desertores entre los militares, y Ruth pudo ver por sí misma que los campos de refugiados estaban más tranquilos de lo habitual. Normalmente, las dos crestas que había delante de donde trabajaba estaban llenas de gente trabajando en los cultivos. Aquel día, uno de los bancales estaba vacío, y el grupo de trabajo del otro estaba visiblemente falto de personal. Ruth lo comprendió, la tentación era demasiado grande. Estaba sorprendida de que se hubieran quedado tantos. Las nuevas provisiones eran una gran ayuda. Se habían incrementado los esfuerzos de búsqueda de material debajo de la barrera, ya fuera con helicópteros y caravanas organizadas o con pequeños grupos de gente que llevaba todo lo posible. Grand Lake había retenido a la mayor parte de su población, al menos, durante un tiempo. La costumbre se había arraigado durante todo aquel tiempo. Nadie que hubiera sobrevivido volvería a creer en el mundo por debajo de los tres mil metros, y la vacuna no les ofrecía una inmunidad completa.

Durante las comidas, oyó hablar de trasladar a todo el mundo a Boulder. Denver era mucho más grande, pero había quedado arrasada. También había rumores de que las Fuerzas Aéreas adoptarían una actitud más agresiva y enviarían a cierto número de personas a Grand Junction, unos doscientos treinta kilómetros al oeste. Puede que ya lo estuvieran haciendo. Los cazas y otros aviones de gran envergadura rugían constantemente en la montaña. Iban y venían de forma continuada, y no podía saber si siempre eran los mismos. Algunos de ellos nunca volvían porque eran abatidos, pero puede que otros estuvieran buscando nuevas estaciones.

Las decisiones rápidas eran lo habitual allí, y Ruth supuso que no debía sorprenderse si era propuesta para marcharse por uno de los ayudantes de McCown y por el hombre que vivía en la habitación contigua a la suya en el refugio. Todos sentían que no tenían nada que perder, pero ella era nueva y parecía independiente.

Se detuvo en el comedor más cercano. Había trampas colocadas por todo el suelo de la base de la tienda. Una rata se revolvía en el extremo de una de las cuerdas, y Ruth se quedó mirándola con una mezcla de asco y algo más, soledad.

«Ya tienes una, Cam», pensó.

Nunca había habido mucha vida allí arriba, sólo ardillas, marmotas, alces, urogallos y otras especies de pájaros. Casi todos se habían extinguido ya. La población humana había cazado y acabado con todas las especies con el objetivo de sustentarse. Era posible que todavía quedaran algunos urogallos y ardillas en la región, pero nadie había visto ninguno desde hacía meses. Los pájaros todavía se asomaban de vez en cuando, y había alguna que otra alimaña. Las ratas no eran muy comunes a esa altura, pero debía de haber unas cuantas entre las innumerables cajas de la FEMA y de los suministros del ejército que se habían llevado durante los primeros días de la plaga.

Las ratas se habían multiplicado en aquellas condiciones tan deplorables y en la basura. Ruth pensó que debía alegrarse. ¿Es que alguna vez ha habido alguien que se haya encargado de salvar a otros tipos de mamíferos? Pensó de nuevo en el extraño mundo que heredaría la siguiente generación, asumiendo que ellos no acabaran lo que había empezado la plaga con un nuevo contagio. Roedores, pájaros, insectos y reptiles convertían el entorno en un lugar inhóspito y virulento, y aun así, sería más estable que uno sin ningún tipo de criaturas de sangre caliente. Los esfuerzos por la conservación se convertirían durante siglos en un modo de vida. Cualquier perro, caballo u oveja que hubiera sobrevivido se convertiría en un animal de valor incalculable. Puede que todavía quedara un número reducido de ellos, escondidos o perdidos en las montañas de todo el mundo, lo que haría aún más importante conservarlos a todos y cada uno de ellos.

La rata se retorció y clavó las zarpas en la red, haciendo ruido con las demás patas. Ruth apartó la mirada del bicho y vio a dos soldados que se acercaban. El que iba más adelante se había descolgado el fusil, aunque dejó el cañón apuntando hacia el suelo.

—Esto es una zona restringida, no puedes entrar aquí —dijo—. Ya lo sabes, y aún faltan dos horas para la comida.

—Sí —Ruth no llevaba ninguna insignia, así que pensaron que sería una recluta buscando una forma de robar o conseguir un poco más de comida. Tuvo suerte de ser mujer, puede que hubieran sido más duros en caso contrario. McCown le había dado un distintivo que mostraba su verdadero estatus, pero no vio razón para sacárselo del bolsillo, en tal caso quedaría registrado dónde había estado.

Sonrió y se giró para marcharse. Entonces, el soldado advirtió la presencia de la rata y miró a Ruth, con ojos de comprensión. «¡Piensa que iba a comérmela!», entendió. Ese era otro de los beneficios de las alimañas. Las ratas habían dañado los cultivos y las reservas de comida, pero ellas mismas se habían convertido también en alimento.

—Estoy buscando al grupo de Barrett —dijo tranquilamente—. ¿Sabéis si estarán hoy por aquí?

El soldado se relajó visiblemente. Barrett era uno de los líderes del proyecto de repoblación, un cabecilla civil, aunque también había tropas asignadas al trabajo.

—Llegas tarde —dijo el soldado, señalando colina abajo, al oeste—. Vi a algunos de sus hombres llevando cajas hace una hora, más o menos.

—Gracias —dijo Ruth, y se marchó de allí.

Estaban soltando las primeras ratas en el casco antiguo de la ciudad con la esperanza de que los monstruitos se reprodujeran y continuaran a lo largo de la división continental, limpiando la zona de enjambres de bichos. Era una idea insólita, pero necesaria. Las ratas sabían adaptarse y eran muy astutas, lo que las hacía perfectas para acabar con los insectos. Los pájaros también serían perfectos, si Cam y los suyos conseguían algún día cazar e inocular a la cantidad suficiente.

Ruth ya sabía que podía hacer algunas mejoras a la vacuna. Había empezado a trabajar con nuevos modelos de sensores que incrementarían el ratio de objetivos que había que aniquilar pero, por insistencia de Shaug, dejó de lado sus teorías para construir y multiplicar los cultivos del Copo de Nieve. Allí no había lugar para dilemas morales, el mundo no podía esperar. Los Estados Unidos necesitaban nuevas armas, porque los aviones y satélites espía mostraban que los rusos ya casi habían llegado a los cincuenta mil soldados en tierra, junto con la mitad de esa cantidad de personal de apoyo y refugiados. Era difícil hacer la distinción. Durante su interminable lucha en Oriente Medio, la población rusa se había convertido en una máquina de guerra, con todo el mundo preparado para el combate.

Los interceptores de los Estados Unidos y Canadá habían empezado a tener más suerte atacando a los transportes rusos antes de que llegaran a la costa, pero los invasores volaban ahora desde todas direcciones, bajando desde el Ártico y el Mar de Bering, subiendo desde el Pacífico Sur... Y además podían aterrizar en cualquier sitio, no sólo en las montañas. Sus aviones se escondían, alzaban el vuelo y volvían a esconderse, engañando a los radares y perseguidores norteamericanos.

Dos de los cabecillas de la infantería rusa habían entrado en Nevada mientras California ardía. Incendios descontrolados asolaban los bosques enfermos, lo que dificultaba la invasión, pero les proporcionaba cierta cobertura. Ruth había visto fotos de las irrupciones en tierra americana. Se sentó un par de veces con los generales y los agentes civiles para discutir los parámetros de la vacuna y qué tipo de bajas podría esperar el enemigo.

Ruth estimó que las pérdidas de los rusos a corto plazo serían del cinco por ciento. Durante cierto periodo de tiempo, si la tecnología no mejoraba, era evidente que la guerra interna entre la vacuna y la plaga comportaría traumas y muertes muy significativas, pero los invasores sólo se sentirían incómodos. Exceptuando aquellos que se hallaran en un punto de concentración, la mayoría sufriría sólo pequeñas hemorragias y erupciones de sarpullidos. A veces, algún individuo desafortunado podría experimentar hemorragia ocular o asfixia, puede que incluso un paro cardíaco, lo que sería muy problemático si esa persona fuera un piloto o un conductor que de pronto se viera incapacitado.

Los rusos estaban dispuestos a pagar ese precio. Su avance era escalonado, pero ya se habían adueñado de cientos de kilómetros, absorbiendo ciudades muertas y aeropuertos, motorizando rápidamente sus tropas con vehículos abandonados y armamento estadounidense. También debían de haber usado la vacuna como promesa para conseguir refuerzos.

La red americano-canadiense había detectado grandes caravanas de aviones chinos cruzando el Pacífico para reforzar a las tropas rusas. Les siguieron enormes flotas navales. El enemigo ya se había hecho con Hawai. Habían atacado el pequeño puesto de avanzada del monte Mauna Loa durante el apagón del pulso electromagnético, arriesgándose a alertar a las unidades de tierra firme. Las islas eran un peldaño magnífico. Seguramente, los chinos no tuvieron que pensárselo dos veces. Con la vacuna, podrían ganar su batalla en el Himalaya al mismo tiempo que ayudaban a los rusos a conquistar la industrializada Norteamérica, con sus ricas tierras agrícolas y sus bases militares. Los nuevos aliados podrían repartírselo todo como desearan, a menos que Ruth los detuviera. El Copo de Nieve podía ser la única forma de las fuerzas americano-canadienses para recuperar el oeste. O eso, o arrasar el área con ataques nucleares.

Ella lo había hecho. Sabía exactamente cómo mataba el Copo de Nieve, pero lo reconstruyó con la misma voluntad ciega que una rata en una trampa. Ni siquiera sintió que fuera su propia decisión. Millones de personas necesitaban el poder del arma para sobrevivir. Otros millones más morirían. El holocausto sería siempre responsabilidad suya, pero también lo serían las vidas que habría salvado. La culpa teñía todo lo que hacía, y había afectado a su sueño. Le hacía mantener las distancias con Cam incluso cuando más lo necesitaba.

El Copo de Nieve era más una especie de reacción química que una máquina. Originalmente era uno de los muchos nanos desarrollados por los científicos de Leadville, un nano antinanos creado para destruir la plaga. Compuesto por moléculas de oxígeno y carbono pesado, el copo de nieve pretendía deshabilitar los nanos rivales convirtiendo la plaga en grupos no funcionales. Cada conjunto se recombinaría alrededor del original y se desharía de más de los cúmulos artificiales, lo que atraería más plaga y se repetiría todo de nuevo. El creador, LaSalle, llamó al proceso «nevada», pero jamás fue capaz de limitarlo o regularlo siquiera.

El Copo de Nieve destrozaba todas las estructuras orgánicas. Una simple voluta del mismo liquidaría a todos los seres vivos de cientos de metros a la redonda: personas, insectos, plantas, incluso los microbios y las bacterias. Por suerte, la reacción en cadena se rompería en un instante. Los Copos de Nieve tendían a tomar unos de otros así como de masa externa, con lo que quedaban recubiertos de carbono de su propia fabricación.

Cultivarlo era una tarea extremadamente delicada, y por eso le habían donado a Ruth uno de los pocos trajes de aislamiento de Grand Lake. Un simple error podía matarla, pero el Copo de Nieve no atacaba la goma ni el cristal.

Se vio forzada a empezar desde el principio. El registro de datos incluía notas e información robadas de Leadville, pero los archivos de LaSalle eran inaccesibles. No importaba, su memoria era casi fotográfica y le había ayudado con los primeros modelos de su retoño. De hecho, después de que el consejo presidencial se diera cuenta de su verdadero potencial, el senador Kendricks intentó reclutar a Ruth para el grupo de LaSalle con la amenaza de perder una nueva carrera armamentística contra los chinos. Al mismo tiempo, James Hollister insistió en que los asiáticos iban años por detrás de las investigaciones estadounidenses.

Ruth ya no sabía a quién debía creer. Por sí misma, la nueva tecnología a la que llamaba «fantasma» era prueba suficiente de que otros científicos seguían trabajando en la misma dirección. Había empezado la guerra nanotecnológica, casi desapercibida por el conflicto principal. Ruth tenía miedo de que ya hubieran perdido. Los cientos de personas enfermas de las tiendas médicas, los miles de otros que habían muerto sin diagnóstico en el largo invierno... ¿Cuántas de esas bajas se podrían atribuir a algún efecto aún desconocido del fantasma?

En tres días había pasado menos de tres horas intentando mejorar la vacuna. El resto del tiempo lo había invertido en preparar un genocida. Era tedioso tener que montar el Copo de Nieve a mano sin el equipo adecuado, y fracasó en sus primeros cuatro intentos, debido al desequilibrio por mantener su propósito. Finalmente, consiguió un único Copo de Nieve operativo y lo guardó en una placa de Petri, exponiéndolo con cuidado a un manojo de hierbajos que había dentro de un recipiente de cristal más grande. Hacer que se reprodujera era así de fácil. Los hierbajos se desintegraron y de pronto Ruth tuvo a su disposición trillones de máquinas asesinas, aunque muchos de estos Copos de Nieve estaban muertos o tenían la mitad de potencia. Ruth tuvo que descartar unos doscientos antes de marcharse esquivando todo el desastre que allí había, pero durante aquel tiempo encontró siete Copos de Nieve más que estaban bien. Cada uno de ellos fue aislado en una placa de Petri. Luego expuso también a aquellos siete, para más tarde dividir los ocho cristales en cientos de pequeños viales. Eran bombas de racimo, tenía unos cincuenta preparados.

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