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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (30 page)

Era difícil separarse. Habían estado juntos durante ocho semanas de desolación y miseria, y aun así, aquello era por lo que habían estado luchando, por la oportunidad de pasarle la vacuna a otros. Cam se alegró, se había acabado, habían ganado. Grand Lake tenía hombres y aviones suficientes para diseminar los nanos y para proteger a Ruth.

—Espera —la doctora se apartó de Luce. Había recuperado algo de color, pero su expresión era de miedo.

—Necesita atención médica —dijo Newcombe.

—Dejadles descansar, preparadles una habitación —dijo el piloto.

—Tenemos médicos y comida, y pronto podréis descansar —dijo Luce—, pero primero tenéis que venir conmigo.

Cam no discutió. Su papel había cambiado tan pronto como subieron a la Cessna. El poder que había ostentado durante tanto tiempo ya no tenía ningún sentido en aquel lugar, y no sabía lo suficiente de él para saber si aún tenía un hueco en la vida de su amada. Pero ella así lo quería, y eso era suficiente. Cogió la cintura de Ruth y le hizo de apoyo mientras caminaban hacia la sombra que proyectaba la red, donde el gobernador Shaug les recibió con los brazos abiertos.

El Gobernador tenía unos sesenta años, era corto de estatura y calvo. Era la persona más vieja que Cam había visto en dieciséis meses. En California, el continuo estrés había acabado paulatinamente con los niños y los hombres de mediana edad. Shaug era un indicador más de lo diferentes que eran las cosas allí.

Había auténtica alegría en su sonrisa.

—Gracias a Dios por haberos traído —dijo—. Por favor, sentaos.

Señaló hacia donde se hallaban unas mesas y unos bancos metálicos, alineados en una esquina de la zona sombreada. La más cercana tenía unas botellas de agua, refrescos de cola y cuatro latas de melocotón en almíbar. Un pequeño festín.

Cam asintió.

—Muchas gracias.

—Nos gustaría tomarles una muestra de sangre enseguida —dijo Luce, llamando a los médicos—. Por favor.

«Por favor». A sus oídos, la fórmula estaba cargada de tensión. Cam apretó su brazo contra Ruth y su mugrienta mochila, mirando hacia Shaug para ver si el gobernador intervenía. Pensaba que habían reunido a los médicos para cuidar de Ruth, y ahora se sentía engañado. Pero su compañera se limitó a asentir y dijo: —De acuerdo.

Richard Shaug había sido gobernador de Wisconsin, relevado de su cargo como muchos otros supervivientes. Ahora era el hombre más importante de Grand Lake, y Cam se preguntó si Shaug y Luce no estarían trabajando el uno contra el otro. Podría haber facciones entre los líderes. Eran cosas que pasaban. Cada día era una prueba, y ambos tendrían objetivos distintos. ¿Podría sacarle algún partido a aquello? ¿Cuál de los dos ostentaría el poder? Cam imaginó que sería el agente del Servicio Secreto. Pensó que sería Luce, por haberse aliado con el ejército, y ya había visto cómo los vehículos acorazados y las barricadas dividían la improvisada ciudad.

Pero se equivocaba. Los médicos sacaron cuatro finos viales de sangre para Ruth, Newcombe y él mismo. Los doce tubos de plástico estaban colocados en cuatro rejillas, y Luce dijo:

—Llevad tres a los aviones.

Shaug levantó la mano.

—No.

—Gobernador... —empezó Luce.

—No, aún no.

—Tenemos que llevársela a tantos como sea posible. Al menos, podríamos volar hasta Salmón River —dijo Luce.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ruth. Estaba más pálida que nunca. No estaba en condiciones de sacarse siquiera 30 mililitros de sangre, y tenía pinta de ir a vomitar en cualquier momento, aunque sus ojos mostraban furia y alerta.

Dos de los médicos se apresuraron con las muestras de sangre, dejando atrás su carretilla y su equipo. Un escuadrón al completo se marchó con ellos a través de la multitud. Se dirigían al laberinto de refugios, no a la pista de aterrizaje. La mirada de Cam se centró en las agujas y los tubos, para luego pasar a Luce. ¿Se habría dado cuenta de la poca sangre que necesitaba?

—Pasemos dentro —dijo Shaug, ofreciéndole a Ruth una de las latas de melocotón—. ¿Quiere comer un poco primero? Adelante, veo que estás bastante cansada.

—No entiendo nada de lo que pasa aquí —protestó ella, pero allí no era más que una pobre infeliz. Estaba intentando hacerle confesar.

Shaug no se molestó en contestar.

—Limpiad todo eso —le dijo a los médicos que quedaban, señalando sus bandejas y el equipo restante. Entonces, miró a Ruth como pensándoselo mejor—. Pasemos adentro —repitió, mirando a otro hombre.

Era el oficial que había parado a Newcombe cerca del avión, un coronel.

—Vamos —dijo éste, y Cam vio cómo la multitud se separaba, de forma que los hombres y mujeres de uniforme se acercaron y los agentes de Luce retrocedieron. ¿De verdad pretendía Luce superar al gobernador?

Pensó que estaban usando a Ruth como moneda de cambio o para fines políticos. Shaug quería estar a cargo de ella y de la vacuna a cambio de garantías por parte de los demás norteamericanos y los canadienses, y era cierto que Grand Lake la había rescatado cuando nadie más habría podido. Pero eso era divisivo. Tal era el motivo por el que Luce había ido corriendo hacia su avión, esperaba poder extender la vacuna antes de que alguna catástrofe acabara con ella, ya fuera otra bomba o un asalto de los rusos.

Cam deseaba que lo consiguiera, y puede que eso fuera todo lo que Luce había estado intentando, hacerse amigo de ellos. Seguramente, Shaug no podría controlar la vacuna por mucho que lo intentara. Los tres la estaban propagando sólo con exhalar allí sentados. Tan pronto como se ducharan o fueran al baño, la vacuna quedaría en el agua y las letrinas. De hecho, sus chaquetas debían de estar repletas, manchadas por dentro y por fuera de su sangre, piel y sudor. Si lo supieran, Luce y los suyos podrían cortarlas en pedacitos y cargar el material en varios jets. Podrían incluso ingerir un trocito de la sucia tela y traspasar la barrera a pie.

Cam no lo dijo en voz alta, había otra forma de hacerlo. Tosió y se llevó la mano a la boca, escupiendo un poco en su palma.

—¿Sabe algo del capitán Young, señor? —peguntó Newcombe.

El coronel se limitó a fruncir el ceño.

—¿Mi líder de escuadrón en Sacramento? —explicó—. El y otro hombre fueron hacia el sur.

—Lo siento, no sé nada.

—Vimos un combate el veintitrés de mayo, al oeste de las sierras. Pensamos que podrían ser ellos.

Cam caminó entre los soldados y al establecer contacto visual con Luce le extendió la mano. —Muchas gracias —le dijo.

—Un placer —respondió Luce con duda, pero le dio igualmente la mano y Cam completó el gesto, presionando su mano mojada contra la seca piel del otro. La incertidumbre en la expresión de Luce se agravó, pero entonces movió la cabeza a modo de asentimiento. Lo había conseguido, la vacuna se iba a extender por Grand Lake.

Un soldado de ojos azules, quemado por el sol en mejillas y orejas, cogió la mochila de Ruth. Cam recordará siempre su cara.

—Tenemos un pequeño laboratorio —dijo Shaug— Hay algunas personas que empezarán a investigar esta noche. Mañana podréis ayudarles.

—Sí —asintió Ruth, pero su boca formaba una mueca, y Cam no se sintió mejor, viendo al soldado girarse y marcharse. Habían llevado aquella mochila verde por cientos de kilómetros, y ahora ya no era suya.

Newcombe desapareció con el coronel. Una enfermera muy persistente intentó separar a Cam y a Ruth en la pequeña y saturada tienda médica, donde la gente gruñía sentada sobre mantas y catres en la misma tierra, muchos de ellos soldados. Incluso con las puertas de la tienda enrolladas, el aire olía a putrefacción, revolvía el estómago. Pero aquél era el único lugar de Grand Lake con máquina de rayos X.

La enfermera les dijo:

—Aquí no queremos a nadie que no necesite tratamiento.

—No, me quedo con él —dijo Ruth.

—Sólo vamos a echarle un vistazo y...

—Me quedo con él.

La enfermera habló con tres médicos antes de encender la máquina, que estaba aislada en su propio espacio por mantas que colgaban. La tienda estaba conectada al servicio de energía de Grand Lake, alimentado por turbinas situadas en el río, pero el amperaje que ofrecían era bajo y no podía mantener operativas más que unas pocas partes del equipo a la vez.

Lista la radiografía, Cam y Ruth fueron a una segunda tienda donde les dieron antibióticos. Ruth cogió algo de sus pantalones antes de que un hombre cogiera su ropa mugrienta. Era una piedra. Intentó esconderla, pero Cam reconoció las líneas que había marcadas en el granito.

—Por Dios, Ruth, ¿cuánto tiempo has...?

—Por favor, Cam —no le miró mientras hablaba— Te lo pido, no te rías de esto.

Asintió lentamente. Estaba claro que la piedra era inocua, de otro modo, habrían enfermado hacía semanas. «Pero ¿por qué te llevaste algo de aquel sitio?» se preguntó. Puede que ella tampoco estuviera segura.

—Está bien —le dijo.

Les dieron unas esponjas de baño que arañaban para que se lavaran, así como jabón, agua y acetona. Luego, sus múltiples heridas fueron tratadas, cosidas y vendadas. Ruth no sintió vergüenza por mostrar su cuerpo, a pesar de que había media docena de personas entre ellos, y Cam se giró intentando no mirar.

El equipo médico llevaba mascarillas y un revoltijo de guantes, algunos de látex y otros de goma. Era casi seguro que ya se habían expuesto a sus nanos. Cam tosió y tosió intencionadamente para infectarlos. La vacuna no actuaría dentro de ellos porque no tenían la plaga, pero quería extenderla a tanta gente como fuese posible.

Un hombre con gafas llegó y dijo:

—¿Goldman? Su brazo se está recuperando bastante bien, pero recomendaría un poco de reposo durante al menos tres semanas, no lo use demasiado.

Le cortaron el envoltorio de fibra de vidrio, y Ruth dio un grito ahogado al ver su brazo. La piel estaba estriada y blanquecina, con los músculos atrofiados. El sudor atrapado le había arrugado la piel y había algunos lugares donde el tejido se había infectado. Empezó a sollozar. Ruth lloró y Cam supo que las lágrimas no eran por el brazo, no del todo, al menos. Por fin había podido liberar todo el horror que había estado reprimiendo.

Cam pasó rápido entre los extraños y la agarró. Ninguno de los dos llevaba nada más que una pobre bata de hospital. Ruth se sacudió el pelo, que ahora olía a limpio, y Cam pegó su nariz contra su coronilla, maravillándose con el pequeño placer que producía su perfume.

Las cosas se ponían peor. Habían gastado ya una pequeña fortuna en medicamentos, y el equipo de especialistas se negó a ponerle anestesia antes de limpiarle el brazo.

—Sólo es superficial —dio el cirujano. Rascó su flácida piel y limpió las heridas con yodo, mientras Ruth gritaba sin parar, estrujando su piedrecita.

—Necesitamos descansar un poco —dijo Cam—. Comida y descanso, por favor.

—Por supuesto. Podemos seguir mañana —el cirujano inspeccionaba ahora la mano izquierda de Cam, pinchando la cicatriz, pero luego se giró e hizo una seña a la enfermera, que abandonó la estrecha sala.

Ruth estaba tumbada, temblando. Su antebrazo estaba vendado con una funda de tela negra reforzada con puntales metálicos, aunque el cirujano le había dicho que se lo fuese quitando tanto como pudiera para que las heridas respiraran.

La enfermera volvió con cuatro soldados. Cam reconoció a uno de ellos de cuando aterrizaron, y luchó por esconder su reacción, llena de furia y desconfianza. Su ira estaba fuera de lugar, había surgido sin motivo.

—Podéis ayudarla? —les preguntó.

—Sí, señor —respondió el líder de escuadrón—. ¿Señorita? Disculpe, vamos a llevarla en brazos, ¿de acuerdo?

Ahora Cam y Ruth iban vestidos con uniformes del ejército, camisas y pantalones viejos, pero limpios. La enfermera no había tardado mucho en encontrarles ropa de su talla. Cam intentó no pensar en el hecho de que aquellas prendas debían de venir de algún fallecido. Era algo que en realidad no le molestaba, pero no quería ofender a los soldados.

Cam se apoyó en uno de los hombres para salir de la tienda.

Ruth estaba medio inconsciente en sus brazos. Afuera, una mujer rubia estaba esperando bajo los últimos rayos del sol, con la barbilla levantada como buscando pelea. Por su abundante pelo y su complexión, Cam pensó que debía de tener más de treinta, más o menos como Ruth. Era guapa, pero llevaba el mismo traje verde del ejército bajo una bata de laboratorio, y fue esa bata la que lo inquietó. ¿Sería del equipo de nanotecnología de Shaug?

«Lárgate», pensó.

La mujer avanzó hacia ellos. No había ninguna marca de rango en el cuello de su camisa. El líder de escuadrón le habló:

—Disculpe, capitana...

Ella ni siquiera le miró.

—Ruth? —preguntó—. ¡Ruth, eres tú! —su suave mano se movió hacia el hombro de Ruth, tan grácil como un pajarillo.

—Déjenos tranquilos —le espetó Cam.

—Soy una conocida suya —insistió la mujer.

La hubiera empujado para pasar, pero Ruth se escabulló de los soldados y dio un paso, vacilando, pero sonriendo, antes de hundir la cara en el largo pelo de la mujer y abrazarla.

—Deborah... —le dijo.

El viento empezó a soplar más fuerte a la vez que la luz cambiaba, pasando a un tono anaranjado. Ruth se colgó de su amiga del mismo modo que se negaba a perder de vista a Cam.

—Por favor, señorita —le apremió el líder de escuadrón.

—¿No podrían traernos aquí la comida? —preguntó Ruth. Se sentó entre Cam y Deborah, en un banco de tierra cerca de la esquina de la tienda médica, donde estaban fuera del alcance de la brisa, pero aún podían ver las montañas al oeste.

—Señorita... —repitió el hombre, pero Deborah intervino.

—Hágalo, sargento. Envíe a uno de sus hombres, el resto pueden quedarse aquí atendiéndola unos minutos.

—Mis órdenes son llevarla dentro, capitana.

—Me gusta el aire —dijo Ruth, distante.

Cam estaba preocupado por si se había confundido, pero Deborah se limitó a repetirlo de forma más altiva.

—Sólo unos minutos —dijo—, vamos.

El líder de escuadrón señaló a uno de sus hombres, que se marchó enseguida. Había más gente pasando por allí: dos médicos, dos mecánicos, un adolescente vestido con ropas civiles...

—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Deborah con dulzura—. ¿Estás bien?

—Tengo frío —dijo Ruth, mirando todavía el horizonte.

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