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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (13 page)

Kendricks inclinó la cabeza y su ancho sombrero de vaquero con un movimiento lento y serio. El blanco Stetson era su marca personal y también llevaba lazos sobre camisas azules normales y corrientes. Siempre iba recién afeitado. Ulinov sospechaba que el hombre llevaría traje y corbata en Washington, pero Colorado era su tierra natal y la mayor parte de los supervivientes que había en la ciudad eran de allí, o al menos del oeste. También una buena parte del ejército tenía base en aquel estado.

Ulinov no creía que se hubiese celebrado ningún tipo de elecciones, ni pensaba que las fuese a haber, pero aquello debía de ser lo más fácil, montar aquel teatro. La gente quería algo tradicional para tranquilizarse frente a tanta pérdida y tanto sufrimiento. Alrededor de los cincuenta y cinco años, fuerte y en forma, Lawrence N. Kendricks era una buena figura paternal.

El general Schraeder había intentado reinventarse tomando como ejemplo al senador. Su cabello oscuro era más largo de lo normal para un militar, lo que suavizaba la severa imagen que le proporcionaba el uniforme de las Fuerzas Aéreas, los galones y las insignias. Su gran altura también ocultaba en parte la gasa que le cubría la oreja, donde Ulinov suponía que le habían extirpado un melanoma precanceroso. Sin embargo, Schraeder carecía del ego que le daba a Kendricks la confianza inquebrantable que le caracterizaba. Puede que sólo fuese que Schraeder hubiera presenciado la destrucción y el fracaso más de cerca. Normalmente estaba tan tenso como Ulinov, y aquel día se le notaba. El general estaba tenso y callado. No era más que un esbirro.

«Pero no bajes la guardia con él», pensó Ulinov mientras se bebía la coca-cola gaseosa y azucarada. «Los dos tenéis más en común, y puede que Schraeder quiera ayudar si el senador se lo permite».

Desde el comienzo de la plaga, Kendricks nunca había bajado más de ocho puestos en el pináculo del gobierno estadounidense. Un accidente de helicóptero había acabado con la vida del presidente durante las evacuaciones a la Costa Este y el vicepresidente había asumido su puesto. En medio de aquel caos, el Presidente de la Cámara había acabado en Montana, que pronto pasó a manos de los rebeldes.

El fin del mundo se había portado bien con Kendricks. Y si había un intento de golpe de Estado, como los que se habían abortado recientemente, el senador parecía salir de ellos incluso mejor posicionado. Kendricks y Schraeder ya poseían dos de los siete valiosos escaños del consejo presidencial, y Ulinov sospechaba que la directiva principal ya se había reducido a cuatro o cinco. En las reuniones previas se había sentado con todo el grupo, pero dos días antes aquello había cambiado.

Kendricks era hábil y oportunista, extremadamente agudo a pesar de su imagen de vaquero holgazán.

«Este hombre es como un oso», pensó Ulinov. «No teme a nada y siempre tiene hambre. ¿Cómo puedo usar eso contra él?».

—Bueno, parece que la cosa va tan mal como pensábamos —dijo Kendricks por fin, golpeteando la mesa con los nudillos.

Después hizo un ademán con la misma mano hacia Schraeder.

—No podemos permitirnos darles aviones ahora mismo.

—Es complicado —asintió Ulinov inocentemente.

—Aun así, no tenga duda de que tenemos gran interés en ayudar a los suyos —continuó el senador cruzando las manos—. Todo depende de cuántos aviones tengamos disponibles para esa tarea. Cuántos y cuándo.

Esta vez, Ulinov sólo asintió, luchando contra su resentimiento. «¿Pretende que suplique?»

Se había imaginado algo así. Dos días antes, Kendricks le había dado muestras de que su trato iba a cambiar cuando le llamó para hablarle de los problemas que estaba ocasionando el levantamiento de los rebeldes. Y aun así la guerra civil estadounidense no era nada en comparación con lo que estaba viviendo su gente.

Su patria había sido abandonada casi por completo. Los picos más altos de los Urales se quedaban cortos con sus menos de dos mil metros de altura. Por otro lado. Rusia poseía tan sólo un puñado de montañas nevadas, cerca de la hornera con China y Mongolia, además de unas pocas zonas seguras reducidas en plena Siberia y a lo largo del mar de Bering. Desde los primeros informes de California hasta el momento en que la plaga de máquinas asoló Europa, los rusos apenas habían tenido un mes para reubicar a toda la nación mientras se enfrentaban a decenas de otrospaíses que reclamaban y luchaban por los territorios elevados.

Sin quererlo, la humanidad había iniciado el calentamiento global justo a tiempo para beneficiarse de él. Había pruebas de que el proceso tenía una parte natural. Era fácil culpar a la actividad \'volcánica y a los ciclos pendulares de eras más cálidas a edades de hielo, pero en ochenta años de explosión demográfica sin precedentes, las interminables giga-toneladas de humo y gases nocivos habían alterado el equilibrio de la atmósfera.

Los puntos más altos del planeta fueron los primeros en notar sus efectos. Seguía habiendo picos fríos, pero a finales de los noventa las señales eran demasiado claras como para negarlas. Las nevadas se transformaron en lluvia. El suelo helado se ablandó y se derritió. También se produjeron más corrimientos de tierra e inundaciones, pero la aceleración de los gases de efecto invernadero había marcado la diferencia entre la vida y la muerte durante el Año de la Plaga. El calentamiento dio lugar a un suelo más útil para los supervivientes, incluso si era sólo unos metros cada vez.

Toda Europa se refugió en los Alpes. China e India invadieron el Himalaya central como mareas humanas. También había algunas zonas seguras en Irán, y Rusia mantenía relaciones económicas y diplomáticas con ellos, pero los iraníes detonaron catorce bombas atómicas a lo largo de sus fronteras para rechazar a sus vecinos árabes. El viento estaba en su contra. La lluvia radioactiva contaminó demasiado suelo elevado iraní, no a niveles peligrosos, pero mortales a largo plazo.

Los rusos huyeron a las cordilleras de Afganistán y al Cáucaso. Una cadena montañosa irregular elevada entre el mar Caspio y el mar Negro. En ambos lugares les superaban en número hordas de refugiados de Oriente Medio pero, al mismo tiempo, tenían razón al pensar que superaban en armamento a sus enemigos. No tardaron en caer. La supremacía aérea no significaba nada sin un mantenimiento adecuado, combustible y artillería. Sus tanques y su armamento también se agotaron. En algunos frentes, la despiadada guerra terrestre ya se estaba librando con piedras y cuchillos y, al superarles en número, los musulmanes consiguieron pronto la ventaja.

Las negociaciones con los Estados Unidos habían comenzado unos meses antes, aún en pleno invierno. Todo el mundo era consciente de lo que traería el deshielo: nuevos enfrentamientos, nuevos horrores, y los rusos estaban mal distribuidos y rodeados por todas partes. Que los afganos, los chechenos, los turcos, los kurdos, los jordanos, los sirios, los libaneses, los palestinos y los iraquíes luchasen entreellos si querían. Los rusos habían negociado una salida ofreciendo sus ejércitos veteranos a India a cambio de una parcela de terreno en el Himalaya como una barrera contra China.

Aquello sería una batalla brutal en sí, por supuesto, pero contra uno en lugar de veinte. Su idea era establecer un punto muerto, una guerra fría con fronteras afianzadas. Pero para conseguirlo necesitaban muchos más aviones y combustible.

Como siempre, los Estados Unidos se habían librado debido a su aislamiento geográfico e, irónicamente, por el hecho de que la plaga se había desencadenado en California y se había extendido primero por Norteamérica, Sólo tenían que salvarse a ellos mismos y a los canadienses mientras el resto del mundo se quedaba atrás. Los demás países aguardaban con esperanza, hasta que fue demasiado tarde. Incluso sus mayores aliados, como el Reino Unido, que no poseían ninguna tierra lo bastante elevada, se vieron obligados a aerotransportarse hasta la guerra de los Alpes cuando, de repente, los ñaños estaban por todas partes.

También había unas cuantas zonas tranquilas, por así decirlo. De hecho, la mayor parte del Polo Sur era segura. La Antártida contaba con infinidad de cordilleras y mesetas por encima de los tres mil metros. Las frías temperaturas también arrastraban frentes de bajas presiones, dejando inmensos y altos tramos de hielo que solían estar libres de la plaga. Pero no era más que agua y la gente no podía alimentarse sólo de ella.

Groenlandia acogió unos cuantos noruegos y fineses y a sus ejércitos, de modo que establecieron una paz separada. Los supervivientes de Australia se unieron a Nueva Zelanda y Japón se refugió en los escasos picos del centro del país.

En el resto del mundo, la lucha era variada y despiadada. En la Micronesia millones de personas peleaban por un puñado de cumbres aisladas. La población africana intentó apiñarse en el monte Kilimanjaro y en los otros pocos picos elevados del continente, a pesar de que los israelíes volaron hacia el sur, hacia Etiopía, y se apoderaron de varias cimas para ellos solos.

Ulinov se preguntaba a menudo si los rusos deberían haberplaneado refugiarse en lugares más lejanos también, pero era duro. Querían permanecer cerca de sus ciudades, de su base industrial, de sus reservas militares, y no les faltaba experiencia a la hora de combatir en tierras musulmanas. Sabía que estaban utilizando los pocos aviones y helicópteros que les quedaban para hacerse con todo lo que había por debajo de la barrera, desesperados por encontrar armas y alimento. El peso de aquello era como si cientos de años le presionasen, millones de vidas, la historia de toda una nación. Su gente había llegado al límite. Su existencia en sí estaba en peligro. Aún quedaban más de quince millones con vida, pero a menos que la lucha diera un giro dramático, estarían perdidos, extinguidos, salvo quizá por unos cuantos esclavos y algunas almas perdidas por el mundo, como él mismo. Diezmados en una generación. Y allí estaba, en un sillón acolchado, tomando una coca-cola.

—Lo que necesitamos es que todo el mundo esté del mismo lado —dijo Kendricks haciendo un gesto abierto con su pequeña mano—. Tenemos que colaborar para poner todo en orden de nuevo. Ahora mismo todo depende de que India tome la decisión adecuada. Ya se lo hemos comunicado. —¿Y qué han respondido?

—Bueno, se están haciendo de rogar. Creen que ya están haciendo lo suficiente cediendo una parte de su territorio, y eso les beneficia mucho a ustedes, desde luego. A ellos también. ¿Pero qué pasa con nosotros? —Kendricks inclinó la cabeza hacia delante con una postura agresiva que dejó el pico de su sombrero apuntando hacia abajo—. ¿Qué nos darán a cambio de todos los pilotos, los aviones y las armas que les demos? Y puede que hasta comida. ¿Por qué íbamos a enviar a nuestros hombres al otro lado del mundo cuando nosotros tenemos nuestra ración de problemas aquí?

—Los nanos —dijo Ulinov como un alumno aplicado. —Exacto. Eso es —sonrió Kendricks—. India tiene buenos expertos y un par de laboratorios bien equipados, pero están expuestos. Los chinos podían echar a perder todo lo que están haciendo en cualquier momento, y de todos modos van retrasados respecto a lo que estamos haciendo aquí. —¿Pretende fusionar sus laboratorios con los suyos? —Sí. Es demasiado complicado hacerlo todo por radio y no vamos a seguir enviando aviones eternamente. Es lo más inteligente. Así ganamos los dos.

—Entonces están haciendo progresos con el trabajo de R... —no quiso decir «el trabajo de Ruth»—. Con la nanotecnología. —Sí, supongo que puedo decirle que nos estamos acercando a algo que nos protegerá a todos, a nosotros y a nuestros aliados. Por debajo de la barrera, claro. Podemos cambiar el planeta entero.

—¿Un arma? —Ulinov miró a Schraeder, pero la expresión del general no revelaba nada.

Kendricks frunció el ceño antes de volver a sonreír. —Alguien ha debido de hablar más de la cuenta —dijo—. Sé que has visitado la sala de radio con frecuencia.

¿Esperaba nombres? ¿Alguien a quien castigar? Ulinov se los proporcionaría, si eso era lo que quería.

—Hablan de una nueva plaga —dijo encogiéndose de hombros—. Se oye por la calle, por todas partes. Dicen que es una nueva plaga que sobrevive por encima de los tres mil metros, pero de manera controlada, como un gas. Kendricks se limitó a negar con la cabeza. —Dicen que cuando se extiende, la tierra se vuelve habitable de nuevo —continuó el ruso mientras cambiaba de posición en la silla con cautela.

No quería mostrar su siguiente carta... entrar en aquel juego... pero le satisfacía mostrar algo de fuerza.

—Sabemos que existe —dijo—. Sabemos que la emplearon en White River.

—¿De qué está usted hablando? —Aún controlamos algunos satélites —señaló Ulinov. Cada vez que los imaginaba sentía una mezcla de orgullo y dolor. Sus compatriotas, ocultos en sucios agujeros y cuevas de hielo, trabajando con ordenadores portátiles y una colección de transmisores para controlar máquinas tremendamente complejas que surcaban el cielo. Máquinas que no podían permitirse reubicar.

—Tenemos vídeos de alta resolución del ataque —continuó—. Tenemos muestras de cómo los nanos... consumen. Los estadounidenses llamaban a su arma «Copo de nieve», quizá por la manera de actuar que tenía en los tejidos vivos, arremolinándose y cuajando.

—Conocemos su velocidad de dispersión. El calor que genera. Incluso hemos conseguido determinar su forma. —El ataque era necesario —intervino Schraeder.

—Sí —Ulinov no lo discutía—, pero nos preguntamos qué pasaría si los chinos también tuviesen un satélite en la misma órbita. Podrían utilizar esa información para desarrollar su propia nanotecnología.

—No era necesario expresar el resto en voz alta, las distintas amenazas que contenían aquellas palabras. No si Kendricks entendía que los rusos podían elegir no proteger la India después de todo. El senador tenía que ser consciente de que los rusos todavía estaban a tiempo de hacer un trato muy distinto para salvarse, intercambiando su poder por un territorio como tropas de choque contra la India en lugar de a favor de ella. Podían vender sus vídeos del satélite a China como parte de ese trato.

Ulinov sabía que esa propuesta ya había tenido lugar. Los enviados rusos no sólohabían acudido al Himalaya indio, sino también a la vertiente septentrional a inclinarse ante el primer ministro chino.

Kendricks respondió tranquilamente.

—Tengo mis dudas de que alguien pudiese averiguar nada de unas cuantas imágenes —dijo encogiéndose de hombros—. En todo caso, eso le da más motivos a la India para aliarse con nosotros. Nuestro lado tiene que imponerse si los demás países no quieren que sus hijos se críen hablando chino.

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