Lucy McKay estaba allí para descifrar los mensajes que enviaba Leadville y para codificar sus propios informes. En la ciudad había un millar de técnicos como ella rastreando el tráfico radiofónico continental en busca de patrones y pistas. Otros mil más analizaban las señales de todo el mundo. La mayoría de los satélites de comunicaciones civiles y militares seguían flotando por encima del cielo y Leadville contaba con una infinidad de personal de agencias como la NSA, la CÍA, la día, el FBI y otras agencias de inteligencia más pequeñas, así como varios cuerpos de policía estatal.
Los rebeldes también contaban con sus propios expertos. Los
hackers
de ambos lados habían luchado por detener, dominar o destruir los satélites. La guerra de la información era tan real como la de las balas y las bombas.
Sentado junto a Gilbride, Hernández procuraba no girarse para mirar la radio. ¿Era posible que McKay hubiese escuchado algo que no debía escuchar? ¿Habría llevado a cabo alguna transmisión? Él solía dejar la tienda de campaña durante horas y había muy poco que hacer en aquel maldito lugar. La tentación debía de ser enorme. Todo su entrenamiento, la razón por la que estaba bajo su mando era para encargarse de la radio, y no cabía la menor duda de que Gilbride y ella tenían un secreto.
Hernández olió el café de su taza y dudó si debía acabárselo. Se había enfriado, pero su sabor era un lujo, al igual que su rico olor amargo. En cierto modo, estaba tan bueno que le dolía. Despertaba el sentimiento de soledad que le invadía el pecho y que constantemente se obligaba a ignorar. Y volvió a cortar el silencio.
—Saldremos de ésta —dijo—. Siempre lo hacemos, ¿no? Gilbride sólo asintió. Evitaba forzar la garganta. —Ya sabes que esta colina es la esquina más olvidada del mapa. Es como estar de vacaciones —bromeó Hernández de repente.
La idea era absurda.
—Joder, esto es como un retiro —continuó—. Probablemente pasemos aquí toda la guerra, tranquilamente.
Seguía parloteando. Estaba asustado, y Gilbride miró hacia otro lado como si se avergonzase de él.
Había un gran descontento entre sus marines. La cuestión no era si había un problema, sino la magnitud de éste. El que hubiese llegado a la tienda principal decía mucho. En el bunker 5, probablemente Gilbride le había librado de una confrontación de la que apenas acababa de empezar a preocuparse. Sus soldados estaban a punto de rebelarse. El accidente de Kotowych podría haber sido el catalizador. Cuanto más vieran cómo iban sufriendo heridas y enfermando, más rápido sucedería. Tunis había expresado lo que muchos de ellos debían de estar pensando. Querían dejar de trabajar. Querían marcharse de allí. Hernández tenía suerte de que hubiese corrido la voz a tiempo para que Gilbride llegase corriendo y le alejase de allí.
Vació la taza y se puso de pie, lo que le apartaba del calor del hombro de su amigo. Después se dirigió hacia la portezuela, luchando contra su decepción. No cogió armas.
—Gracias —dijo con cautela mirando la tela verde en lugar del rostro del sargento.
Intentó poner todo el sentimiento posible en aquella simple palabra.
—Señor...-comenzó Gilbride con voz ronca. Hernández le interrumpió.
—Necesito que me dé el aire —dijo—. Sólo un momento. «Lo siento», estuvo a punto de decir, pero había demasiadas maneras de interpretar una disculpa. El supuesto descanso de Gilbride había sido una advertencia. Ahora Hernández estaba convencido de ello.
Abrió la cremallera de la tienda y salió, estremeciéndose por el cambio de temperatura. De repente sopló una brisa y el frío invisible recorrió la forma desigual de la zanja.
El comandante cerró la cremallera, esperando en cierto modo que Gilbride le siguiera. Pero no. Afortunadamente. Y no había nadie esperándole fuera para detenerle, de modo que era una advertencia.
Frank Hernández se alejó del bunker y se sintió como si estuviese escapando. En todo caso sólo serviría para retrasarlo, y probablemente sería un error. No quería que Gilbride le malinterpretase. «Es un desastre». Pero no quería volver. Aún no.
Fuera había más soldados de lo habitual, el grupo que había estado trabajando regresaba. Cargados con palas y piedras, avanzaban en parejas y tríos hacia los refugios. Hernández les evitó sin problemas. Iba cuesta arriba, mientras que ellos descendían, pero tuvo la sensación de que había tomado una decisión equivocada. Normalmente se desviaba de su camino para intercambiar unas palabras o una sonrisa con ellos, cualquier cosa para reducir las distancias entre oficial y soldado.
Se imaginaba cómo habría comenzado la insurrección. Cada uno de sus sargentos tenía que supervisar tres búnkeres. En cada bunker había unos dieciocho soldados, muchos de los cuales estaban solos todas las noches y la mayor parte del día. Si todos aquellos hombres y mujeres se sentían de una manera en particular, una única voz discordante no sería suficiente, sobre todo si esa persona hablaba demasiado tarde.
Era un pequeño ejemplo de lo que le estaba sucediendo a él en aquellos momentos. La influencia de sus subordinados era demasiado fuerte. Un líder inteligente sólo escogía direcciones que sus seguidores estaban dispuestos a tomar Si se les presionaba demasiado podrían rebelarse.
«¿Pero qué otra opción tenemos aparte de quedarnos?», se preguntó. «¿Adonde creen que podemos ir si no? ¿De vuelta a la ciudad?». Estaban cumpliendo órdenes. Tenían una misión, por muy poco que fuesen a ayudar en realidad en la guerra aérea.
Hernández se detuvo junto a un bloque de cemento. Había un pequeño espacio más cálido en uno de sus lados. El comandante se esforzó por respirar más despacio y volvió a mirar al cielo despejado. Después se volvió y caminó hacia la cima más cercana. El viento arremetió contra él, soplando sobre las rocas erosionadas por las tormentas. Sus mangas y sus perneras ondeaban como banderas.
«Habla con Gilbríde», pensó. «Tranquilízale. Si logro convencerle a él primero, los dos podremos hablar con todos los demás en la tienda principal. Si no es demasiado tarde».
Si un solo soldado estaba impaciente, si alguno de ellos estaba demasiado enfadado, cansado o indignado se vería obligado a actuar. Si alguien se negase a cumplir una orden, ¿qué haría? No podía prescindir de nadie para detener a la gente, y menos aún nombrar guardias. Incluso si la crisis no terminaba con su mando, acabaría con su efectividad. La moral de la gente estaba baja. No quería ni imaginarse lo que pasaría si tuviese a diez personas encerradas en uno de los refugios y a dos más haciendo turnos para vigilarles a punta de pistola día tras día.
«Necesito más tiempo».
A través de la sierra de picos no se veía Leadville, aunque de noche se divisaba un débil resplandor de electricidad, como una niebla rosa asentada en la tierra. Aun así, se quedó. Se veía obligado a hacerlo. Necesitaba saber qué estaba pasando.
Las cosas habían ocurrido muy deprisa desde que se había tomado la decisión de abandonar la estación espacial. Había habido rumores de una reorganización en el personal general y Hernández seguía preguntándose qué habría sido de James Hollister. ¿Habría conseguido escapar o estaría detenido? ¿O fusilado por traición? El comandante suponía que el consejo presidencial temía un golpe de Estado.
También se preguntaba si la nano vacuna funcionaría de verdad. Seguramente sí. De otro modo los rebeldes no estarían presionando tanto, acabando con los pocos recursos que tenían. Y sin esa inmunidad, el capitán Young y los demás traidores no se habrían adentrado en el cementerio en que se había convertido Sacramento ni se negarían a rendirse. ¿O sí? Tal vez estuviesen muertos. Quizá les habían capturado y estaban detenidos en California o en la misma Leadville. No lo sabía. Nadie le había dado esa información, porque si saliese a la luz... Si fuese cierta...
La lealtad de las diversas tropas hacia Leadville se debía a las riquezas de la ciudad y a la costumbre de estar bajo su mando, pero principalmente a sus riquezas. No había otro lugar mejor adonde ir.
¿Qué sucedería si la gente pudiese volver a vivir por debajo de la barrera de nuevo?
No. Era demasiado fácil culpar a Leadville de todo. Incluso si los dirigentes hubiesen cambiado, ¿harían algo de forma diferente? La capital contaba con los mejores laboratorios del planeta. Debían controlar y desarrollar la vacuna. Hernández tenía fe en ello. Si la otra nueva arma nanotecnológica era real, ellos también debían de tenerla. Las guerras que se libraban al otro lado del planeta podían extenderse con demasiada facilidad. El suelo habitable escaseaba y había que tener un punto al que agarrarse.
No mucho antes, el consejo presidencial había estado formado por representantes del pueblo, escogidos de manera limpia y justa, que hicieron todo lo posible a pesar de la situación, y sin embargo... Sin embargo respetaba a muchos de los hombres y mujeres que actuaron en su contra, como James Hollister, el capitán Young, Ruth Goldman y el superviviente, Cam.
Hernández se volvió abatido en el aire helado y vio un ave oscura revoloteando en el viento. Entonces volvió a preguntarse cómo se reorganizarían todos los cuadrados y las flechas de sus mapas si la vacuna se extendiese. Se habían cometido demasiadas atrocidades como para que los Estados Unidos volviesen a reunirse como una sola nación así sin más. Todos tenían demasiadas buenas razones para odiar, y seguiría habiendo poblaciones en otros continentes desesperadas por conseguir la vacuna. La única cuestión real era la magnitud del conflicto que se avecinaba: quién se enfrentaría a quién, dónde y cuándo. Casi podía verlo. Aquella batalla sena, en muchos sentidos, tan atroz y devastadora como la plaga de máquinas en sí, y era consciente de que pequeñas unidades como la suya tendrían un papel decisivo en la guerra civil, al añadir su peso a la balanza final.
Frank Hernández aún tenía que decidir de qué lado estaría.
Ruth levantó los prismáticos e hizo una mueca, sudando tras las gafas protectoras y la máscara. Habían encontrado un espacio a la sombra junto a una furgoneta de FedEx, pero les había servido de poco. El vehículo había estado al sol toda la mañana y ahora irradiaba calor además de emanar el extraño olor pastoso de los paquetes que se cocían en su interior. Pegamento y cartón. La carretera era como un horno. Durante día y medio, el cielo había estado completamente despejado, sin una sola nube. La primavera parecía haber dado paso al verano, hacía calor, no soplaba viento y el sol deslumbraba. Intentaban evitar los coches más oscuros. Ruth sentía los coches negros a través del guante o de la chaqueta con sólo apoyarse en ellos. El frecuente contacto le había dejado la mano sana en carne viva, al igual que la parte exterior de sus muslos, las rodillas, la cadera y todo lo que rozaba constantemente el laberinto de vehículos.
Dolorida, observó las filas de casas bajo la carretera. Había sólo una pequeña posibilidad de enterarse de algo, pero hasta aquel momento los detalles habían marcado la diferencia, y no podía fingir que la fascinación morbosa que sentía no existía.
A más de kilómetro y medio de distancia, un meteoro de acero había atravesado dos bloques residenciales, arrojando metralla a su paso. Al menos una docena de casas habían estallado o se habían derrumbado, lo que había dejado sólo pedazos de paredes y techos y montones de yeso blanco y de muebles. También había trozos rotos de metal por todas partes. Ese fue el estallido que habían escuchado el día anterior, los misiles que habían derribado el avión. La aeronave debía de haber estado acercándose al punto de encuentro en la carretera 65, aunque ellos no lo hicieron. Ya habían atravesado Rocklin, habían avanzado más hacia el nordeste.
Los escombros estaban ocultos bajo un tornado de insectos. Atraídas por la sangre y los cadáveres desperdigados por las ruinas, las hormigas y las moscas inundaban el suelo y se apilaban en el aire, ascendían y formaban remolinos. El trío intentó evitar la tormenta sin reparar en lo que la estaba causando hasta que Newcombe divisó el fuselaje entre la niebla. La pieza más grande era el morro de un enorme avión de carga C-17 Globemaster III Aquella debía ser la aeronave en la que volaba el hombre que encontraron el día anterior, y estaba a unos quince kilómetros de aquel cadáver.
«Dios mío», pensó Ruth intentando no imaginárselo. El avión resquebrajándose, los hombres desperdigados por el cielo... Habría más cráteres donde hubiesen caído las otras partes del G-17. Incluso a pesar del calor del interior de su chaqueta, Ruth sintió un escalofrío. No importaba que ella no les hubiese pedido que fuesen. Aquellos hombres habían muerto por ella, y jamás podría pagarles por su heroísmo. Cerró los ojos. Quería rezar, pero no creía en ello. «Dios» era sólo una expresión enfática para ella. Sin embargo, el cumplir con aquella formalidad le recordó a su padrastro y su fe ciega, y sintió rabia y celos de él. Entonces miró de nuevo hacia arriba conteniendo el aliento en su pecho.
Apestaban a gasolina y a repelente. Los tres por igual. A Cam le enojaba la cantidad de moscas que seguían a su alrededor a pesar del olor y que le saltaban contra las gafas e intentaban colárseles por el cuello y la capucha. Había hecho lo único que se le ocurría para pasar desapercibidos. Había empapado las chaquetas de gasolina y de botellas enteras de repelente de insectos, lo que a Ruth le provocaba un intenso dolor de cabeza.
—¿Qué opinas? —preguntó Cam—. ¿Cuarenta hombres? ¿Cincuenta?
—Vámonos de aquí —dijo Newcombe cogiendo su mochila. Entonces, se giró y continuó con un tono de voz demasiado elevado:
—Sí, lo que significa que en total habría por lo menos cien.
«Desperdigados como el primer hombre que nos encontramos», pensó Ruth, pero no dijo nada. No quería provocarles. Cam y Newcombe aún estaban aprendiendo a comprenderse tan bien como ella les entendía a los dos, y. chocaban incluso cuando la discusión ya se había terminado.
Ruth intentó zanjarla antes de que empezase de nuevo. Corrió hacia Newcombe y Cam la siguió. Caminaban con gran esfuerzo y muy deprisa, dejándose la piel en cada paso. Ruth vio el esqueleto de un perro, un fajo de billetes y una blusa roja que no se había descolorido en absoluto. Por lo demás, aquello era una auténtica carnicería: coches, huesos, basura, más huesos, y su mente se quedó atrapada en una espiral sin fin según continuaba avanzando a duras penas.
«Cien hombres», pensó. «Cien personas más que han muerto por mí». Sabía que eso no era justo. Su papel siempre había sido de defensa, de reacción frente al holocausto. No se la podía culpar por la plaga de máquinas, pero ella se sentía responsable. Tenía la sensación de que podía haber hecho más, de que debía haberlo hecho mejor.