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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (7 page)

La furgoneta entró en el agua y se abrió paso a través de los escombros. Entonces chocaron con algo grande. Uno de los laterales del remolque se elevó. La lancha se deslizó en dirección contraria y estuvo a punto de soltarse. Ya habían retirado las cuerdas que aseguraban la Champion al remolque para no perder tiempo en el momento en el que una ola la liberase. Ahora pensaban que aquélla había sido una decisión totalmente estúpida.

Pero funcionó. Newcombe continuó al volante y el remolque se elevó aún más. El motor resoplaba. La Champion resbaló y se desplazó algunos metros. La superficie que rodeaba de la lancha estaba atestada de leña carbonizada y mojada.

Newcombe ahogó el motor. Entonces salió de la furgoneta y subió a la lancha con cuidado, sucio y mojado. Los otros dos seguían secos. Cam le ayudó a subir y dijo:

—Bien hecho, tío. Buen trabajo.

—Ha resbalado un poco —respondió Newcombe.

Y aquello fue todo lo que dijo. No obstante, Cam sintió que aún había posibilidades de arreglar las cosas entre ellos sn lugar de dejar que la desconfianza de la científica continuase separándoles. Podía empezar de cero. Pero él no estaba allí por Newcombe. Se giró a mirar a Ruth y después desvíola mirada hacia el mar abarrotado. En aquel momento lo que más deseaba en el mundo era hablar con ella a solas.

No quería pelear. Cada minuto que pasaban en aquel lugar era ya lo bastante difícil como para perderla a ella.

El motor resonaba de manera extraña. El sonido rebotaba en odas las fachadas y escapaba por todos los huecos. Entraba y salía a través de las ventanas rotas y las puertas abiertas mientras avanzaban por las calles residenciales.

Newcombe mantuvo el motor Mercury de 260 caballos a la velocidad mínima. La Champion no bajaba de los ocho kilómetros por hora y se deslizaba sin esfuerzo. Chocaban y rebotaban con demasiada frecuencia en puntos estrechos. La hélice seccionó el capó de un coche hundido y reventó una de las ventanillas, lo que formó un remolino de burbujas y cristales. En varias ocasiones pasaron rozando setos secos, leña y basura que flotaba a la deriva. Las ruinas formaban un auténtico laberinto. Cam lo hacía lo mejor que podía. Siempre miraba al este en busca de una salida. En ocasiones aquello resultaba fácil. La riada se había producido desde aquella dirección y había derribado vallas e invadido jardines, dejando a su paso hileras de escombros y de barro a sotavento, al oeste. Las calles en dirección este estaban en su mayoría despejadas.

Tenían que saber si podían ir río arriba, incluso si aquello provocaba otra discusión. Newcombe debía de haberse dado cuenta de lo que pretendía Cam, pero ninguno de ellos tenía ningún interés en ir hacia el oeste, y los dos trabajaban bien juntos. En un momento dado colaboraron para pasar junto a una maraña de cables de tendido eléctrico. En otra ocasión hicieron turnos para asomarse por la borda para apartar una enorme placa de aluminio. Seguía habiendo pequeñas cosas extrañas flotando en los pasillos más estancados, una granja de juguete, zapatos, una fiambrera perfectamente cerrada llena de moho...

El sol iluminaba con hectáreas de luz clara el mar sucio. Destellaba en las zonas en las que se concentraban productos químicos. Relucía en los cristales y la chatarra y se reflejaba en cada uno de los arañazos del cristal de las gafas de Cam, lo que le obligaba a girarse, y creaba formas que en realidad no estaban.

Una y otra vez atravesaban finas redes, cientos de hebras tejidas por miles de arañas. De repente, Newcombe aceleró mientras pasaban por la estructura derrumbada de una casa se encontraron a un brazo de distancia de una pared llena de nidos de seda blanca, todos repletos de pequeñas criatura; marrones. El agua no sólo protegía a las arañas de las hormigas. También mantenía la zona a una temperatura lo bastan te fresca como para que no se viesen afectadas por la plaga ni siquiera en verano, y Cam volvió a maravillarse ante el nicho evolutivo que tenían ante sus ojos. Tenía la sensación de que lo que quedaba del ecosistema se estaba separando aún más en lugar de cohesionarse de nuevo, pero estaba demasiado cansado como para pensar en cómo acabaría todo.

Dirigirse hacia el este era una pérdida de tiempo. Por fin, a los cuarenta minutos, Cam y Newcombe pudieron inspeccionar la orilla con los prismáticos. Lo que vieron, una infranqueable pendiente de barro surcada por decenas de finos hilos de agua, tomó la decisión por ellos. Irían hacia el norte.

Una hora más tarde, Newcombe buscó un lugar para atracar la Champion. Se apresuraron hacia un pantano estrecho bajo una enorme intersección de carretera donde esconderían la lancha. Newcombe preparó la funda del motor y Cam le ayudó a verter más de treinta cantimploras de agua sobre él para enfriarlo. Sería una imprudencia dejar una huella de calor reciente en la orilla que indicase a sus enemigos el camino que habían seguido. Cam calculó que habían avanzado poco menos del doble de la distancia que habrían recorrido a pie, pero ésa era también la idea, dejar que Ruth descansase todo lo posible. Incluso se había tumbado un rato sobre el cabo enroscado en la proa de la cubierta, totalmente apartada.

Tenían que hablar sobre lo que ella quería que él hiciera.

Podrían haber tenido la oportunidad de hacerlo. En cuanto pasaron una valla y volvieron a la interestatal, Newcombe se detuvo, se arrodilló y miró el reloj. Reorganizó su mochila rápidamente. La parte exterior presentaba unos bolsillos de red en los que guardaba una de sus pequeñas radios, los prismáticos y un bote de gasolina. Ahora había sacado la radio y los prismáticos y había metido tarros de jarabe de arce. Se preparaba para irse solo a poner más trampas de comida.

Cam le detuvo.

—Espera.

—Os alcanzaré.

—No es eso lo que me preocupa —explicó Cam, consciente de que Ruth les estaba observando. Su postura había cambiado en cuanto quedó claro lo que Newcombe estaba haciendo, estaba algo más erguida, pero ahora, la encorvadura de la preocupación y la tensión había vuelto a cargarle los hombros.

Cam se sentía mal. Quería tranquilizarla, pero aquello era más importante.

—No podemos colocar señuelos a este lado del agua —dijo—. Al menos no aún. Piénsalo. Al ponerlos todos en el centro, los enjambres no seguían ningún patrón. Pero si los de Leadville advierten que las mayores concentraciones se dirigen hacia el norte sabrán que las estamos provocando nosotros.

Newcombe le miró.

—De acuerdo.

—Vamos —le dijo Cam a Ruth tocándole con suavidad el brazo sano.

Ella le observó la mano. Después le miró a la cara e intentó leer su mente. El asintió. Era la mejor seña que podía hacerle, oculto tras las gafas y la máscara.

Caminaban. Caminaban y cada minuto que pasaba se hacía más difícil. El estrés y la fatiga les hacía avanzar despacio, y la monotonía del camino resultaba tediosa, coches y más coches, cadáveres y más cadáveres. Newcombe fue el primero en divisar unas cuantas nubes al oeste. Cam deseó que se nublase. El cielo cubierto les protegería de los satélites y los aviones, y el descenso de las temperaturas también calmaría a los insectos. Y lo más importante era que las chaquetas y las capuchas actuaban como saunas individuales. Siempre estaban deshidratados.

Era casi mediodía cuando se escondieron bajo tierra, mucho más tarde de lo que habían querido. Al menos habían encontrado un canal amplio y seco que se extendía bajo la carretera. Cinco minutos después oyeron una explosión a lo lejos que parecía una bomba sónica.

—Por Dios, no —dijo Ruth levantando la cabeza del lugar donde se había acurrucado para dormir.

—¿Crees que nos han descubierto? —le preguntó Cam a Newcombe.

El soldado se encogió de hombros. En silencio, se asomaron al exterior. Cam obligó a Ruth a beber toda el agua que pudiera. Comieron patatas fritas y atún, y Newcombe actualizó su diario en un momento tras mirar el reloj de nuevo. Cam se había dado cuenta de que el militar hallaba un gran consuelo en la hora y la fecha. Tenía cierto sentido. Aquellos números eran lo único de lo que se podían fiar.

Finalmente, Ruth y Newcombe se acomodaron para descansar otra vez. Un grupo de helicópteros sobrevoló el valle, a lo lejos, como un trueno distante. Pero eso fue todo. Los cazas no se acercaron.

—No me dejes —susurró Ruth con su pequeña mano apoyada en el hombro de Cam.

Él se volvió y abrió los ojos en la oscuridad, sin saber si se había dormido o si se había estado despertando constantemente. No se sorprendió al verla inclinada sobre él.

Sintió que el vello del brazo y del cuello se le erizaba. Era como si hubiese estado esperándola y entonces se dio cuenta de que había vuelto a tener aquella pesadilla en la que Erin se desangraba mientras diez mil saltamontes nublaban el sol. Más allá del canal el cielo estaba oscuro, como en su sueño, y los dos tenían la postura exacta que habían adoptado Erin y él, uno en el suelo y el otro de rodillas, sólo que en este caso se invertían los puestos. En su sueño él estaba en el lugar de Ruth, inclinado sobre su amante viendo cómo se ahogaba en sus propios pulmones corroídos.

Cam se sentó asustado. Aún era pronto, pero el cielo era una masa oscura, excepto donde la luna en cuarto menguante iluminaba el horizonte. Las nubes debían de haber llegado. Najarro se alegró. Miró hacia su compañero y escuchó. Newcombe estaba a poco más de un metro de distancia, pero en la oscuridad parecía más lejos. Su respiración era suave y regular.

Ruth se había ofrecido a hacer la primera guardia, ya que había dormido en la lancha y nada más llegar al canal. Aquél fue el único motivo por el que accedieron. Normalmente dejaban que durmiese toda la noche.

Ella lo había elegido. Quería hablar con él.

—Por favor —dijo apoyando de nuevo los dedos en su hombro.

Era un gesto absurdo, ya que no había ningún contacto más que el de su guante sobre su chaqueta. No era más que una sombra deformada bajo las gafas protectoras y la máscara, pero Cam recordaba las líneas de su boca y su mirada rápida e inteligente.

«No lo sabe», pensó él. «No puede saberlo. Nadie pensaría que puedo sentir algo así por alguien, porque nadie podrá volver a sentir algo así por mí».

Y si lo supiera... Si fuera consciente de la atracción que sentía por ella, la odiaría por utilizarlo en su contra.

—Newcombe quiere irse de aquí —susurró Ruth—. Y no le culpo, pero él no ha pasado por lo que hemos pasado tú y yo.

No lo entiende.

Cam asintió pensativo. Quería tener más razones para (Star más cerca de ella. Incluso negativas. Y una vez más se preguntó cómo debió de haberse sentido viendo cómo se oscurecía el planeta desde la estación espacial, viendo que se quedaba así, que las ciudades de todos los continentes se quedaban desiertas y abandonadas. Había sufrido de muchas maneras diferentes, más como una prisionera que como una refugiada.

—No me dejes —repitió. —No lo haré —le prometió.

Pero, al mismo tiempo, sabía que era muy posible que Newcombe les presionase. ¿Qué otra cosa podía hacer el soldado? ¿Dejar que se marchasen? Newcombe se jugaba casi tanto como ellos. Jamás se subiría a un avión sin Ruth o sin su registro de datos.

Cam volvió a mirar al hombre tumbado y un ancestral instinto animal se apoderó de él, una especie de clarividencia vacía que no había vuelto a sentir desde que asesinó a Chad Loomas, el primer hombre que robó y ocultó comida en el pequeño pico montañoso donde Cam había sobrevivido durante el Año de la Plaga.

En una pelea, Newcombe tenía todas las de ganar. Era más fuerte y tenía un fusil de asalto. En lugar de enfrentarse a él cara a cara, lo más inteligente era dispararle por la espalda.

Antes de que amaneciese continuaron hacia el norte. Era necesario decidiesen lo que decidiesen. Tenían que asumir que había una base avanzada, ya fuese en la cima de la montaña donde Ruth y Newcombe se habían encontrado por primera vez con Cam o en alguna parte de Tahoe o Yosemite, o en los tres lugares. Tenían que asumir lo peor. Los helicópteros del día anterior podían haber estado llevando a cabo un rastreo aleatorio, pero Newcombe estaba convencido de que no era así. El combustible era demasiado valioso como para malgastarlo.

El sol de la mañana disipaba las nubes cuando descubrieron el motivo que llevaba a los helicópteros a patrullar. Sólo había un cuerpo. Un cuerpo entero. Aplastado y quemado, pero entero. Saltaba a la vista que era distinto a los miles de esqueletos desnudos que se encontraban desperdigados por la carretera.

—Parad —dijo Cam.

Estaban a una distancia de unos cincuenta metros. Najarro se subió al parachoques de una ranchera y se sacó los prismáticos de la chaqueta.

—¿Qué es eso? —preguntó Ruth estirando el cuello.

Era un hombre joven que vestía un uniforme. Estaba envuelto en su equipo y seguía atado al paracaídas. Un paracaídas rasgado. Su ropa y su piel estaban chamuscadas y parecía tener heridas de metralla. Era difícil saberlo con certeza porque los insectos ya le habían invadido y formaban una fantasmal neblina ondulante a su alrededor. Había caído hacia la muerte desde una gran altura. Parte de él se había desparramado y el resto sólo se mantenía unido por el uniforme, los cinturones y la mochila.

—Joder —musitó Newcombe.

Cam ya estaba examinando el horizonte en busca del resto de la tripulación y del avión en sí. «Esa fue la explosión que oímos antes de que los helicópteros viniesen a limpiarlo todo», pensó. Pero no vio nada. La aeronave podía haberse estrellado a kilómetros de allí, dependiendo de la altitud y la dirección que llevase cuando la alcanzó el misil.

—¿Es un piloto? —preguntó Ruth.

«Debe de pensar que se eyectó», advirtió Cam. Y se bajó del coche. Le pasó los prismáticos a Newcombe.

—Es un paracaidista —dijo—. ¿Qué te parece, Newcombe? ¿Es canadiense?

—Pero no lleva traje de aislamiento —observó Ruth.

—Es estadounidense.

Newcombe reconoció algunas cosas de las prendas del hombre, aunque Cam no había visto ninguna insignia militar.

—Seguramente fuera un rebelde —concluyó el militar.

—Pero así no habría sobrevivido aquí abajo más de un par de horas —dijo Ruth— Tenía que saberlo.

—Seguramente esperaba encontrarse con nosotros —dijo Cam.

Ruth apartó la vista del muerto y les miró, pero Cam sólo la veía por el rabillo del ojo. Mantuvo los ojos fijos en Newcombe, que hacía movimientos inquietos e imprecisos con los prismáticos. Pero Cam no los cogió y finalmente los dejó sobre el capó del vehículo.

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