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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (14 page)

—Antes de enfrentarnos a ellos queremos el Copo de Nieve —dijo Ulinov, y sonrió ante la sorpresa que vio en sus ojos. El análisis orbital era una cosa, pero el hecho de que también conociese el nombre de la nanoarma revelaba un nivel de espionaje más profundo, y el que hablase de hecho de una manera tan directa debería indicarles algo incluso más preocupante: que estaban dispuestos a luchar.

Kendricks mantuvo la cautela. Miró al ruso de mala gana, pero su voz era serena. Igual que sus ojos. Aquel hombre no se dejaba intimidar por nada.

—Bien, el problema es que estamos teniendo dificultades para producir una cantidad suficiente de nanos —explicó Kendricks—. Ése es otro motivo por el que necesitamos la colaboración de la India.

Ulinovasintió despacio y de mala gana, considerando su propia situación y sabiendo que era delicada. Pero sus órdenes fueron claras:

—Queremos el Copo de Nieve —repitió.

9

Por supuesto, sólo era un amago. Su gobierno debía saber que los estadounidenses jamás les entregarían un arma de tal calibre, aunque antes de concluir su reunión, Schraeder hizo un par de comentarios acerca de la posibilidad de enviar unos cuantos consejeros de las Fuerzas Especiales para controlar el Copo de Nieve.

¿Qué era realmente lo que quería su gente?

El viento y la oscuridad obligaron a Ulinov a entornar los ojos. El ruso miró el cielo cubierto de estrellas. Aquella noche las sentía muy lejanas, y trató de evocar su auténtica belleza. Incluso a tres mil metros de altura, una gran cantidad de kilómetros se interponían entre el espacio y él, alterando y atenuando su luz.

Desde los miradores de la EEI, aquellos soles distantes no titilaban, y Ulinov echaba de menos su perfección firme y brillante porque no se atrevía a permitirse perder la suya propia.

No era más que una herramienta. Lo había aceptado. Había cosas más importantes en juego que su bienestar personal, pero aquella nueva táctica era inquietante. Al presionar a Kendricks para obtener su nanotecnología, Ulinov había revelado que tenía un canal secreto de comunicación, porque sus conversaciones con los líderes rusos siempre se registraban rigurosamente. Sin duda, las cintas se reproducían una otra vez por los analistas de la Agencia de Seguridad Nacional. Nunca le habían engañado con privilegios diplomáticos. Cada vez que se programaba una conversación, Ulinov se veía rodeado de un grupo de personal estadounidense. El que revelase nueva información les pilló por sorpresa.

Después de aquello, los estadounidenses habrían inspeccionado la sala de radio tres veces en busca de fallos o virus lo rastrearían todo hasta que consiguieran cortarle el canal, aquello no le gustaba. Ya estaba bastante aislado de por sí. Y lo que es peor, ya no había vuelta atrás. El ruso pasó su pulgar por la dura superficie de la Glock de 9mm que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

La noche era fría, sobre todo en el balcón de aquel tercer piso. Ulinov estaba expuesto a la brisa, pero las puertas principales del hotel estaban cerradas y ni siquiera se había planteado intentar salir al jardín. Prácticamente nadie tenía permitido salir después del toque de queda. Leadville se había retirado hasta el alba, y tan solo se veía luz en unas pocas ventanas.

—No hay señal —susurró la sombra a su lado sujetando un teléfono móvil en la penumbra—. Sigue sin haber señal.

Ulinov asintió tajantemente y se asombró al ver la blanca hilera de dientes en el rostro de Gustavo. Pensó que parte de aquella sonrisa la provocaba el terror, aunque al mismo tiempo revelaba rebeldía y seguridad en sí mismo. Gus había conseguido engañar a los estadounidenses anteriormente y aseguraba que podría hacerlo de nuevo.

Gustavo Proano era un hombre delgado y de mediana estatura, pero Ulinov aún estaba aprendiendo a asimilar su diferencia de tamaño. Sin gravedad, no era tan evidente, y Gustavo había sido su oficial de comunicaciones durante todo su largo exilio en el espacio. Con su presencia en la EEI se pretendía apaciguar a los europeos.

Gus tenía la boca muy grande y las manos inquietas. Ulinov ya le había advertido dos veces que se callase, pero Gus seguía haciendo comentarios obvios mientras le daba golpecitos al teléfono. Movía la mano libre impacientemente y se rascaba la parte de atrás de su gorro de lana. Por debajo tenía una calva que le gustaba frotar mientras trabajaba.

El ruso estaba más tranquilo, melancólico. No se movía en absoluto, excepto para acariciar su pistola con el dedo. No había sido difícil conseguir el arma en aquella zona de guerra. Cuatro días atrás, en el comedor, el arma había pasado.sin problemas de la pistolera de un marine cansado a los pliegues del jersey del ruso.

—¡Maldito cacharro! —dijo Gustavo entre dientes, con una postura incómoda para reflejar la poca luz que había hacia el teclado.

Obtener un móvil y una PDA fue aún más fácil. Los estadounidenses parecían haber salvado muchísimos millones más de sus divertidos aparatitos que de su propia población. Casi todos estaban conectados a la red vía teléfono móvil, iPhone, Bluetooth o Blackberry. Una vez mis, Ulinov había robado un teléfono, mientras que Gustavo había comerciado abiertamente para obtener muchos más.

—¿Lo dejamos ya? —preguntó el ruso casi sonriendo también.

—Puedo entrar-respondió Gus.

—Si desconectan toda la red...

—Deja que lo intente con otro teléfono.

Ulinov se encogió de hombros y asintió asegurándose de que no exteriorizaba su sonrisa. Tenía la sensación de que los Estados Unidos se estaban perdiendo mucho al no contar con Gus. Si hubiesen confiado en él podría haberles sido de gran valor. Para empezar, todos los supervivientes conocían su voz, pero los estadounidenses tenían más operadores que radios, y Gus era extranjero.

Tras confirmar los códigos de acceso y de control de la estación espacial, le habían dejado sin trabajo. Era un problema que ya se habían esperado. Los estadounidenses querían todos los documentos de Ruth y todos los archivos del trabajo de vigilancia de Ulinov. Querían utilizar las cámaras y otros instrumentos. Incluso vacía, la EEI era un satélite muy valioso, y Gus, al igual que Ulinov, habían reprogramado sus ordenadores mucho antes de desembarcar, conscientes de que podría resultar útil dejar unas cuantas puertas abiertas.

Gus había comentado a propósito un error que sólo él podía corregir y había culpado del problema a la avalancha de datos transmitidos a la estación durante el último año, y a que no todos estaban limpios. «Arreglar» el error le llevó dos días durante los cuales pudo enviar y recibir códigos de la estación tras los planes frustrados de los estadounidenses. Dos días de estudio. Dos días para colocar más parches.

Ulinov siempre había planeado actuar solo en su misión y utilizar las bases de datos de la EEI para almacenar, enviar y recibir mensajes. Los estadounidenses le permitieron seguir accediendo a la estación para facilitarles fotografías e informes meteorológicos a las defensas rusas, lo que le proporcionaba excusas para transmitir archivos complejos, pero le vigilaban demasiado de cerca. Registraban cada pulsación que daba al teclado. Siempre se aseguraban de tener expertos a mano para «ayudarle», ingenieros de combate y meteorólogos que eran sin duda técnicos informáticos de la CÍA, por mucha competencia que tuviesen al hablar de campañas de demolición o de frentes de altas presiones.

Las únicas transmisiones que había realizado el ruso a la base de datos habían sido un informe meteorológico y un duplicado del mismo informe, una clara señal para sus compatriotas de que enviar cualquier otra información no era seguro.

Sin embargo, su siguiente mensaje fue un pequeño texto por medio de un módem inalámbrico, para reestablecer el contacto. Gustavo tenía tres modos de entrar en el sistema local, programas que adjuntaban paquetes de datos a transmisiones más grandes. Cada vez que los Estados Unidos enviaban órdenes a la EEI, lo que sucedía con frecuencia, las notas de Ulinov también saltaban al cielo.

Gustavo había compartido aquel truco con él por razones en las que Ulinov no llegaba a confiar. Por amistad, sí. Y para mantenerse ocupado. Pero sabía que Gus había estado cooperando con la inteligencia estadounidense casi desde el principio de sus doce meses en órbita, probablemente cumpliendo órdenes de su propia gente. ¿A qué estaba jugando Italia?

La situación en los Alpes no era mucho mejor que la de Oriente Medio. Había múltiples frentes de batalla, un caos de alianzas y de resistencias en el que Italia se aferraba a unas pocas parcelas de tierra contra Francia, Alemania, Reino Unido, Irlanda, Holanda, Polonia, Grecia, la República Checa, Bélgica, Suecia y Eslovenia. Ulinov tenía que confiar en el resentimiento de Gustavo. Todo el mundo quería que la situación de los Estados Unidos empeorase un poco para que hubiese más posibilidades de que suplicasen o negociasen ayuda, pero Ulinov también era consciente de que Gus podría ganarse su favor delatándole. Probablemente, la agencia de espionaje italiana, SISMI, habría intentado captar todos los mensajes de Ulinov. De haberlo conseguido, a esas alturas ya debían de haber descifrado la sencilla codificación.

La transmisión a través de Gus no era más que una oportunidad efímera de actualizar y confirmar los planes de emergencia. Gustavo le traicionaría. Quizá ya lo hubiese hecho.

Los líderes rusos debían saberlo, y aun así en las últimas veinticuatro horas habían hecho alusión dos veces a sus enviados a China. También le habían dado instrucciones de que exigiese el arma nanotecnológica, dejando así al descubierto su engaño ante los estadounidenses.

Era una herramienta que debía ser sacrificada, pero ¿con qué propósito? ¿Por qué querían que tuviese dificultades y cómo pretendían que actuase? ¿Para intentar minimizar el problema? ¿Para empeorarlo?

—Estoy dentro —dijo Gus animándole a acercarse. Ulinov apartó con reservas la mano de la pistola que tenía en el bolsillo de su pesada chaqueta. Sus dedos desnudos se tensaron en la brisa mientras agarraba el teléfono de Gustavo. Nunca.se había sentido tan vulnerable —Gracias —dijo.

Gus asintió y sonrió. Se apartó para darle al ruso un margen de privacidad, y Ulinov se obligó a no seguir a su cama-rada con la mirada. A su enemigo. No es que esperase que varios hombres irrumpiesen en la habitación gritando como en las películas americanas. Aún no. ¿Cómo solían decirlo en el Lejano Oeste? Le darían suficiente cuerda como para que él mismo se ahorcara.

Ulinov pasó el dedo con destreza por el teclado del móvil. Lo sujetaba junto con la PDA en la mano izquierda y utilizaba la derecha para introducir sus propios códigos ahora que Gus le había dado acceso a la base de datos de tróvanos que flotaba en la ciudad. Necesitaba la PDA para recordar sus contraseñas y para codificar y decodificar sus mensajes, a pesar de que la clave era muy sencilla, ya que sólo había que sustituir los números por letras del alfabeto cirílico. De nuevo, sólo pretendía tener a los estadounidenses ocupados durante unos días.

Utilizaba siglas y abreviaturas, o tres palabras seguidas sin la mayoría de las vocales, y de repente una completa. Escribía todos los números juntos, de modo que 25 podía ser un 2 o un 5. Además, la sustitución de letras comenzaba arbitrariamente, de manera que el 1 correspondía a la «R», pero sólo en los mensajes que emitía los domingos. La representación numérica se desplazaba hacia delante o hacia atrás dependiendo del día de la semana.

Ulinov era bueno con los datos, pero no podía descifrar de manera instantánea cientos de números amontonados. Y componer sus informes no le resultaba menos complicado al tener que codificar todas aquellas letras después de eliminar las vocales de manera aleatoria. Necesitaba organizar sus mensajes previamente, y después introducirlos con el móvil mientras lo copiaba de la PDA. Del mismo modo, cuando recibía un mensaje lo transcribía en la PDA lo más rápido posible y después lo descifraba.

Incluso antes de regresar de su reunión con Kendricks, los estadounidenses habían registrado sus pocas pertenencias en la pequeña área privada que conformaba su vivienda, la parte de atrás de una suite que se había separado del resto con una pared de contrachapado. No eran demasiadas cosas; unas mantas y un colchón en el suelo, dos camisas y ropa interior. Y no habían rebuscado demasiado. Movieron las cosas lo justo para demostrar que habían estado allí, para ver lo que hacía, para ver si se asustaba, pero Ulinov había escondido su contrabando en otra parte del antiguo hotel. Había encontrado una pequeña ranura tras las tachuelas de la pared de las escaleras del segundo piso, de la que se habían retirado unos paneles para utilizarlos de leña.

El arma no era para matar a Gustavo, ni para él mismo ni para nadie más. No era en absoluto para combatir. Ulinov no tenía ninguna oportunidad de escapar de Leadville, ni ningún motivo. Pretendía utilizar el arma para destruir su PDA y los pocos archivos que había creado y recibido, aunque los estadounidenses ya tuviesen copias de la mayoría. Quería que pensasen que había más; que pensasen que había secretos reales. «Puedo empeorar las cosas», pensó mirando de nuevo la noche y los débiles puntos blancos de las estrellas. Mucho más cerca, vio los faros rojos de un avión radar que volvía de patrullar.

Ulinov creía que los líderes rusos estaban utilizando la relación con los italianos para generar miedo y confusión. Estaba convencido de que era una ambigua prueba de fuerza. Estaban haciendo presión para que les presionasen a ellos. Querían que les bajasen los humos. Querían que los Estados Unidos se confiaran, y eso significaba... Significaba una traición.

La idea era tan peligrosa que intentaba sacársela de la cabeza completamente, pero había indicios por todas partes. De todos modos, nunca había pensado que regresaría a casa. Volver «a casa» era imposible, pero siempre había sabido que tenía muy pocas posibilidades de volver a reunirse con su gente, dondequiera que hubiesen ido a parar Su deber estaba allí. Y lo aceptaba siempre y cuando cumpliese su misión.

¿Estaban vendiendo su lealtad a los chinos después de todo? ¿O era otra cosa?

Nikola Ulinov volvió la vista hacia los focos de luz de la pequeña, iría y abarrotada ciudad, y el corazón le latía deprisa con una mezcla de culpabilidad y de convicción. Primero intentó acceder a los mensajes nuevos, pero o no habían enviado ninguno o los estadounidenses los habían interceptado. Después empezó a escribir su mensaje con su auténtico alias «Charlie», probablemente a alguien se le ocurrió que sería gracioso. La agencia de inteligencia extranjera rusa, la SVR, le había dado ese nombre unos meses antes. Traducido, su mensaje no auguraría nada bueno y los dirigentes rusos sabrían que les estaba siguiendo el juego: «Aun no trato respecto ntec, pero EE.UU. sufre gran presión de rebeldes. Sugiero descargar todos documentos de EEL Haced oferta a...

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