—Creo que están aterrizando —dijo Cam. Señaló al sur, donde los dos grupos más veloces ya se habían convertido en pequeños puntos. Algunos de aquellos puntos se juntaron siguiendo una especie de patrón mientras otros desaparecían, acercándose al suelo. ¿Cómo era posible? Apenas había carreteras a tres mil metros de altura. Unos días atrás, Newcombe explicó que los C-17 habían sido diseñados para aterrizar en espacios muy reducidos si fuera necesario, pero el 737 y los cazas necesitaban pistas de algún tipo.
Más cerca, el tercer grupo tomaba una curva para dirigirse hacia el norte del valle. Pronto les pasarían por encima v las vibraciones del aire ya creaban un efecto similar al de los terremotos, haciendo temblar la roca y el bosque. Cam miró las máquinas, y entonces tuvo otro pensamiento. Quizás se dirigían a una zona bajo la barrera donde hubiera carreteras, lo más cerca posible de un sitio seguro. Si tomaban tierra con las cabinas a baja presión, los tripulantes podían amontonarse en las puertas, abrir las compuertas y correr hacia las alturas. —Esto no me gusta nada —masculló Newcombe. Le pasó los prismáticos a Ruth y acto seguido empezó a salir de su saco. Cogió la parte de arriba y lo enrolló, preparándose para salir.
—Podrían ser estadounidenses —comentó Ruth—. Militares destinados en el extranjero.
—No, les hicimos volver a todos. Es imposible —Newcombe metió el saco de dormir en la bolsa y la aló a su mochila—. Esto está sincronizado con la bomba. ¿No lo ves? El pulso electromagnético habrá afectado a nuestros radares y a las comunicaciones de todo el hemisferio. Eso les da una oportunidad única de colarse sin que nadie se entere. Primero se quedan lo bastante lejos para que el pulso no les afecte, y luego se meten aquí. Joder.
—¿Los japoneses no estaban de nuestro lado? —preguntó Cam. No creía que Japón o Corea tuvieran armas nucleares, pero sí China, y ahora no había forma de saber quién había robado qué.
Newcombe gruñó.
—Puede que sean de Europa. Allí también tenemos un montón de bases, y sé que la plaga les atacó antes de que pudiéramos evacuarlos —el soldado empezó a cargar la mochila de Ruth por ella, recogiendo un abrelatas, un tenedor sucio y una cantimplora medio vacía.
Un minúsculo resplandor naranja asomó desde el pico del sur.
—Se han estrellado —dijo Ruth.
Entonces hubo otro estallido, y luego un tercero. A los ojos de Cam, le pareció que la segunda explosión tenía lugar en el cielo. ¿Un misil, quizás? Alguien estaba disparando al nuevo enemigo.
—Las bases avanzadas de Leadville —dijo.
—Sí —Newcombe siguió recogiendo con presteza, pero Cam se quedó mirando la batalla que tenía lugar a lo lejos, preguntándose si había alguna razón para alegrarse. Fue una sensación bastante extraña. Durante semanas, habían intentado evitar los jets y los helicópteros de Leadville, pero ahora se alegraba de que hubiera una fuerza americana en las sierras.
Los disparos les llegaban desde atrás. Cam se giró para ver uno de los nuevos cazas bombardeando una cima a seis kilómetros al norte. Uno de los aviones más grandes pasó lentamente, con el flanco derecho cubierto en llamas. La luz y el humo brotaban de sus cañones. Cada salva de proyectiles era tan grande y recta como un bloque de casas, como dos enormes terrenos rectangulares.
El viento, levanto varias capas de tierra y Cam volvió a sentir que el miedo paralizante. El nuevo enemigo acababa con los supervivientes que pudieran resistirse después de aterrizar, y no había nada que él pudiera hacer contra tal fuerza.
Intentó deshacerse del entumecimiento.
—Estaremos bien —dijo, tanto a Ruth como a él mismo—. Nosotros no les importamos, la montaña es demasiado pequeña.
—Está bien —respondió ella.
Alguien estaba invadiendo California.
Los tres avanzaron rápido hacia la cima con las armas en ristre. Formaron un triángulo con el fusil de asalto de Newcombe al frente y Cam y Ruth a los lados. Esta sabía que con aquellas máscaras y trajes parecían alienígenas sin rostro. Ruth sintió que la sangre le fluía por los brazos, pero su único brazo sano estaba anclado por el peso de la pistola.
—¡Alto! —gritó un hombre delgado y de tez negra. El asaltante tenía unas marcas rosadas en la nariz y la barbilla. Había girado el hombro, como para esconder el mango de un cuchillo que tuviese en la mano, o quizás para prepararse a usarlo.
Detrás de él, una chica se agachó y cogió una piedra, y el resto de la multitud pareció agacharse al mismo tiempo. El sonido era muy humano. Voces. Botas. Crearon un pequeño alboroto que rivalizaba con el zumbido interminable de los aviones. De pronto, Ruth se dio cuenta de nuevo de lo vulnerables que eran en aquella cumbre tan descubierta. El día tocaba a su fin, estaban ya por encima de la puesta de sol. La sombra de Ruth se alargaba delante de ella, y se unía con las de Newcombe y Cam, mientras que los ojos y los dientes de los otros brillaban con la luz anaranjada del crepúsculo.
Algunos de los extraños se escondieron en sus cuevas de piedra, pero la mayoría se desplegó al verlos. Ruth se fijó en un hombre cojo que reapareció de repente desde detrás de un refugio más cercano. Caminaba de lado para flanquearla, cogiendo una pala como si fuera una lanza. Tenía la cara torcida por un sarpullido y una herida bastante mal curada. El hombre sólo tenía un ojo.
—Arma —susurró Cam. La mirada de Ruth se desvió hacia su izquierda, al lado del campo de rocas. Había un hombre con el pelo revuelto y un rifle de caza. Su corazón empezó a latir tan fuerte que parecía que se les fuese a parar, un doloroso latido y luego, nada más.
—¿Qué queréis? —gritó el primer hombre.
—Somos norteamericanos-dijo Newcombe, pero las palabras le salieron como un ladrido. Estaba sudando. Ruth y Cam también. El acelerón de los últimos cientos de metros hasta la meseta había dejado muerta a la doctora. El mero hecho de mantenerse en pie ya era todo un logro. Los tres estaban afectados por sus propios dolores. Ruth se encorvó para cogerse el brazo malo y Newcombe se apretaba el fusil contra la cadera, a modo de muleta—. Norteamericanos —dijo.
El otro hombre siguió acercándose más. Estaba a apenas cincuenta metros. La punta redonda de su pala estaba roma pero brillante, seguramente por usarla contra el suelo duro. Ruth se contrajo violentamente intentando aguantar el dolor del costado. Se aseguró de que el hombre pudiera ver su pistola, pero no hubo ningún cambio en aquel rostro de piedra.
—Debe de haber más escondidos —dijo la chica, y el hombre negro gritó:
—¡Largaos de aquí!
Cam consiguió recuperar el aliento.
—Somos de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos —dijo, apoyando la cabeza en el hombro de Newcombe. Su pistola no se movió—. Hemos venido a ayudar, ¡dile que se retire!
—El Ejército de los Estados Unidos —repitió el negro.
—Podemos detener la plaga —Newcombe sacó una mano del fusil para levantarse las gafas y mostrar su cara—. Miradnos, ¿cómo si no hemos llegado hasta aquí?
—Están lanzando a gente por toda la zona —dijo la chica a su compañero— Podrían ser cualquiera.
El cielo de la tarde resonaba con el sonido de los aviones. Un segundo grupo de transportes llegó tres horas después de la primera remesa, para luego acercarse otros pocos rezagados, con lo que los invasores habían conseguido ya un buen número de combatientes aéreos. Gran parte del ruido era un lejano murmullo. Los aviones se mantenían en alto, pero si soplaba el viento o si uno pasaba cerca, el sonido podía ser intenso. Todavía vieron un par de veces más cómo las montañas se iluminaban por los disparos. Quedarse allí era como caminar hacia un tren en marcha, esperando a ser atropellado.
Ruth entendió su paranoia, pero observando el frío trato del hombre tuerto, no le cupo duda de que la plaga había convertido en animales a algunas de aquellas personas.
—Podemos protegeros de la plaga —dijo Cam—. Se ha desarrollado un nuevo tipo de nanotecnología.
—Hemos venido a ayudar —añadió Newcombe. El negro movió la cabeza lentamente, como rechazándoles. Era una señal. La chica bajó la piedra que había cogido y el hombre tuerto dejó de acercarse a Ruth. Cerca, otro hombre y dos mujeres se calmaban también, aunque no soltaron los cuchillos ni los garrotes. Una de ellas estaba embarazada de varios meses. La otra era de piel blanca, que se había quemado, pelado y vuelto a quemar.
Ruth estimó que allí habría unos veinte supervivientes. Cam V Newcombe habían hecho un pequeño esfuerzo por inspeccionar aquel sitio antes de adentrarse en el campamento, temerosos de que hubiera tropas de Leadville allí apostadas. Pero a pesar de todo, el peligro seguía siendo muy real.
Newcombe bajo el fusil. Ruth dejó caer la pistola a su lado, pero Cam siguió con su arma en alto.
—Necesitamos que salgan todos aquí fuera —dijo Cam—. —¿Sólo estáis vosotros?
—¿Qué? —el hombre frunció el ceño, y luego miró el gran espacio abierto que había en el valle—. Nadie ha aterrizado aquí, si es lo que preguntas. Aun no. —Ruth pensó que estaba haciendo tiempo, no quería poner a la tribu al alcance de sus armas. Señaló el cielo rugiente y dijo—. ¿Qué coño está pasando?
Cam se negó a pasar la noche en la montaña.
—Nos vamos dentro de cinco minutos —dijo agachándose para quitarse la gasa de la mano, ya sucia y teñida de rojo. Uno de los hombres le llevó un cuenco de plástico que Cam colocó en el suelo, al lado de su cuchillo.
Dieciocho supervivientes se reunieron ante él en semicírculo. Ruth vio la incertidumbre y la desconfianza en sus ojos, pero también los primeros atisbos incrédulos de la esperanza.
—Sé que está pasando algo siniestro, pero tenéis que coger vuestras cosas e ir bajo la barrera —dijo Cam—. La vacuna hace efecto en unos pocos minutos, es más rápida que la plaga. Cuanto más tiempo os quedéis aquí, más posibilidades hay que pase un avión y os mate a todos. Ya habéis visto lo que está pasando, —Cam dirigió la cabeza hacia las cimas destrozadas, pero sólo unos pocos le siguieron la mirada.
Ruth pensó que intentaba distraerse tanto como convencerlos a ellos. El corte no tenía aspecto de ir a curarse y tenía la piel irritada y roja, camino de infectarse. Cam hundió la punta del cuchillo en ella. A Ruth se le entrecortó la respiración y escuchó como muchos de ellos reaccionaban ante la escena, mientras la sangre corría por los dedos retorcidos de Cam para caer en el cuenco.
—Creo que pueden suministrarnos primeros auxilios —dijo Steve Caskell, el escuálido hombre negro.
Ruth miró hacia arriba, furiosa por su indiferencia ante el esfuerzo de Cam, pero la expresión de Caskell era de sorpresa y anhelo. Estaba mirando los bonitos componentes de vinilo transparente del botiquín de Newcombe, que ella había desplegado en el suelo. Gasas v esparadrapo, antibióticos, pomadas... Ruth enrojeció por los nervios. Era plenamente consciente de la masa de gente que tenía alrededor. Aún con lo poco que tenían, a sus ojos debían de parecer increíblemente ricos, Cam, por su parte, no dejaba de presionar.
—No hay tiempo —dijo.
—Tenemos a dos mujeres embarazadas y a tres enfermos —respondió Gaskell.
—Compartiremos con vosotros lo que podamos, pero tenéis que salir de la montaña si queréis seguir viviendo-dijo Cam—. Esta noche.
Ruth pensó entonces en el desprecio de Cam. Para él, tratar con aquellas personas debía de ser como mirarse en un espejo, y ahora mostraba la misma impaciencia que con los exploradores, que se aferraban a su isla. Era algo completamente autodestructivo. Su comportamiento ponía a los tres en peligro, y sintió su propia rabia y su miedo.
Los presentes se movían incansables en el ocaso. Ruth buscó con la mirada al hombre del rifle.
—No pueden marcharse —le dijo la chica a Caskell.
Otro hombre le hizo una mueca a Cam y dijo:
—Esperad, seguro que podéis esperar un poco.
—No podemos quedarnos —contestó Newcombe.
Tampoco vosotros tenéis que quedaros —dijo Cam—. Podéis marcharos. Deberíais.
—Iremos con vosotros —dijo Gaskell.
—Será mejor si nos separamos.
—Deja al menos que recojamos, serán diez minutos.
—Tratad de encontrar a todos los supervivientes posibles —le ordenó Cam—. Devolved nos el favor.
—Tony, Joe, Andrea. Empezad a recoger toda la comida que haya —dijo Gaskell, sin dejar de mirar a Cam. Los tres abandonaron al grupo y corrieron a sus casas.
—Hay otros como nosotros —dijo Newcombe—. Nos estamos dispersando por todo el país.
Una mujer intervino:
—Pero —¿quiénes son los de los aviones?
—No lo sabemos.
—Mañana enviad a dos de vuestros hombres más fuertes —dijo Cam— Es lo mejor que podéis hacer. Encontrar a otro grupo. Devolvernos el favor.
—hemos con vosotros —dijo Gaskell.
—Sólo esta noche —respondió Ruth rápidamente, antes de que Cam pudiera contestar.
Newcombe dijo;
—De acuerdo, pero luego tendremos que separarnos.
—Tenemos que estar seguros de que sale alguien —dijo Cam—. Bebed —apretó el puño para detener la hemorragia, pero mantuvo la mano que goteaba sobre el recipiente, sosteniendo el cuenco verde de plástico con su mano buena. Le ofreció la sopa oscura a Gaskell.
—Tranquilo, no notarás nada —le dijo Ruth, intentando hacer menos tenso el momento.
Pero aquellas personas no estaban tan sanas como los exploradores, y pensó de nuevo en la primera cima a la que subieron, devastada por las enfermedades. Cuando la vacuna se extiende por el cuerpo, también lo hacen las bacterias y las infecciones. Cualquiera con un sistema inmunitario comprometido habría muerto hacía tiempo, pero allí arriba había varios agentes patógenos que frenaban su efecto letal. Hepatitis, VIH... Muchos de los supervivientes serían débiles y susceptibles a ellas. Algunos territorios contaban con su propia forma de morir, pero no había forma de ayudarles, no hasta que llegaran a algún lugar con un mínimo de tecnología.
Gaskell fue el primero en beber. Le siguieron la chica y un par de hombres más. Ruth no vio ningún atisbo de horror en sus rostros, habían visto y hecho cosas peores para sobrevivir. La doctora se giró para mirar los últimos rayos de sol.
Newcombe se ofreció también para dar su sangre. Apartó un poco a Cam y le dijo «lo justo es que lo hagamos los dos». Los dos hombres habían recorrido un largo camino, de aliados a enemigos, hasta forjar una verdadera amistad. Cam negó con la cabeza. «Aún tienes bien las dos manos», le dijo. «Sería una tontería que te las hirieras». Había mucha bondad en él. Ruth tuvo que perdonarle su ira y su falta de autoestima.