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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (19 page)

—No es eso —respondió Newcombe.

—Creo que deberíamos intentar acudir al punto de encuentro —dijo Ruth rápidamente—. Al avión. Lo siento, Cam. Lo siento. Tengo los pies... Creo que no puede seguir caminando. Y ahora estos chicos pueden propagar la vacuna por nosotros.

«Yo también podría hacerlo», pensó Cam, y por la expresión de preocupación de Ruth supo que estaba pensando lo mismo.

Ella no quería que él se quedase, pero él no quería seguir con ella. La científica era su única esperanza de recomponerse si conseguía desarrollar una nueva v poderosa nanotecnología que reconstruyese la piel y los tejidos dañados, pero ¿qué posibilidades había? Aquello no era más que un sueño. Pasarían años antes de que los científicos como ella tuvieran el tiempo o la energía suficiente para hacerlo, e incluso entonces, de lo que más sabían era de armas, de mera tecnología de ataque, como la plaga y la vacuna. Sawyer había hablado de inmortalidad, pero al mismo tiempo había admitido que se había pasado años construyendo el prototipo que acabó convirtiéndose en la plaga.

Cam no quería ser su perro. Newcombe podía protegerla y aquellos chicos necesitaban ayuda. Necesitaban a alguien que les guiase. Él podía empezar a reorganizar a los supervivientes allí y dar los primeros pasos, los más pequeños v complicados, para comenzar la reconstrucción.

Incluso si la vacuna no era efectiva al cien por cien, sería suficiente. ¿Y qué pasaría si derribaban su avión? ¿Y si Ruth nunca llegaba a un lugar seguro? Era fundamental salvar a toda la gente posible antes de que llegase el siguiente invierno. Alguien en alguna parte debía reclamar las tierras bajas, y quizá no volviesen a encontrar una oportunidad mejor que la de los exploradores.

—Newcombe aun tiene sus códigos radiofónicos —explicó Ruth—. Los canadienses pueden enviar un avión que pueda aterrizar en una carretera o en un prado, cerca de aquí. —Lo más cerca posible —dijo Newcombe. Cam sólo asintió. «Debería quedarme aquí»—. Pensó.

12

En las altas montañas al sur de Leadville, la noche era tranquila pero helada. Las nubes cubrían prácticamente todo el cielo, pesadas e inmóviles, pero la temperatura había caído en picado con una especie de movimiento invisible, como si el mismo suelo se estuviese elevando. El comandante Hernández se frotaba los guantes y encogía los hombros. No quería dar la sensación de estar nervioso, pero no podía evitarlo.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo. —Y que lo diga, señor —respondió Gilbride. En los búnkeres se estaba mejor. Los agujeros actuaban como invernaderos que retenían el escaso calor del día, pero no podían arriesgarse a comentar sus planes con cuatro o cinco de los marines que estaban a su alrededor. Una palabra inoportuna podría arruinarlo todo.

Dos horas antes, el sargento Gilbride había conseguido regresar al campamento a duras penas antes de que oscureciese y llegó sudando, lo cual podía ser muy peligroso en aquellas condiciones. La humedad podía congelarse por dentro de la ropa. Hernández le ordenó que se cambiase de uniforme y que comiese algo y después le hizo un gesto para salir, en teoría para ayudarle con la vigilancia nocturna.

—¿Estás bien? —preguntó Hernández.

—Sí, señor —respondió Gilbride.

Pero tenía la voz grave y no había parado de toser desde que había vuelto a la cima. Gilbride no dejaba de rascarse el cuello y el interior del brazo izquierdo, que estaba seco y rojo. El médico le había embadurnado las zonas irritadas con aceite para engrasar armas, pero Hernández no podía permitirse tratar constantemente las erupciones de su amigo.

Gilbride era alérgico a aquella elevación, ésa era la realidad, y sin embargo, el Comandante no paraba de poner a prueba su resistencia.

—No sé Ward —dijo Gilbride—, pero Densel está asustado. Estoy convencido de que querrá hablar más.

—¿Enviarán mensajeros en un par de días?

—Sí, señor.

—Entonces seguiremos tanteándolos —dijo Hernández observando el mar de oscuridad sobre su cabeza.

Las densas nubes inmóviles no amenazaban con una nevada, pero eso podía cambiar y si lo hacía tendrían un problema. Les obligaría a permanecer en sus zanjas y no podían permitirse retrasos.

—Conozco a Ward —continuó—. Es un tipo duro.

—Sí.

Hernández asintió disgustado.

—Y dentro de nada será verano, si es que se le puede llamar así, durante los próximos meses. Podría no llegar a tiempo. El teniente Ward, del Ejército de los Estados Unidos, se encontraba en una cresta a tres kilómetros al este con treinta hombres. El coronel Densel, de la Marina, se encontraba a otros seis kilómetros y medio de él con un grupo de ciento cincuenta soldados. Todos formaban parte de unidades de artillería e infantería y estaban allí para hostigar una invasión aérea, como Hernández, pero el ataque rebelde de Nuevo México aún tenía que producirse y no sabían por qué. En su último aviso por radio, Leadville sólo les había indicado que estuvieran preparados.

—Ven conmigo —dijo Hernández.

Tenía que fingir que había salido para inspeccionar los demás refugios, de modo que se presentaron en el bunker 4. Apenas se veían las estrellas, pero la luna se elevaba por el este y aún no había desaparecido entre las nubes. Durante veinte minutos más, el arco plateado permaneció visible entre la oscura tierra escarpada y la suave línea de las nubes.

Hernández no miró directamente la luz brillante porque le habría cegado. Tenía los ojos hinchados y sensibles. De modo que siguió el ruido sordo de sus propias botas contra la pálida roca, avanzando despacio pero con seguridad. Era un mundo de silencio y de formas. Gilbride se tropezó y Hernández se volvió y le agarró del brazo. —Despacio, Nate —dijo.

Pensó que los ataques de Nuevo México podían no producirse. Parecía que se estaba cociendo algo grande. Los rebeldes también debían de.ser conscientes de ello. De hecho, era probable que los rebeldes supiesen más que Hernández, porque tenían acceso al satélite, mientras que la radio seguía sin dar señal.

Tres días antes, una enorme escuadrilla de aviones de carga C-17 y C-130J había salido de Leadville. Un total de cuarenta y cinco según sus cuentas. La flota se dirigió hacia el sur en dos grupos, con los C-17 por delante de los C-130J, más antiguos y de hélice. ¿Adonde se dirigían? Cada uno de los grupos estaba acompañado por una escolta de seis cazas F-22 Raptor, pero Hernández no pensaba que fuese una ofensiva contra Nuevo México o Arizona, ya que de ser así habrían respondido al ataque en cuestión de horas.

Hernández creyó que la evacuación rusa se estaba llevando a cabo por fin. Los aviones de transporte debían de haber dado la vuelta al mundo, pero antes se habrían desviado para evitar a los rebeldes y a los canadienses. Entonces, ¿por qué no había atacado Nuevo México? A Leadville no le sobraban los aviones y no estaba seguro de que los líderes rebeldes fuesen a contenerse a la hora de entorpecer las relaciones diplomáticas entre Leadville, la India y Rusia. O puede que sí lo hiciesen. Podrían estar esperando aliarse ellos mismos con el nuevo estado indo-Ruso tras vencer a Leadville. En ese caso no les interesaba poner en peligro la evacuación rusa. Situaciones más extrañas se habían dado en otras guerras.

El mismo Hernández estaba sumido en una pequeña conspiración. Durante ocho días había estado utilizando a sus sargentos para contactar con las demás unidades cercanas. Una labor delicada. El primer paso fue decidir que Gilbride y Lowrey fuesen en persona, sin contacto por radio. Después tuvieron que tratar sus puntos débiles, cómo cubrirse entre ellos y qué suministros necesitarían: «Puedo conseguirte mantas si tú me das aspirinas».

La decisión de enviarles como mensajeros también era una señal prudente para sus propios soldados. No había manera de ocultar la ausencia de los sargentos durante más de dos o tres días seguidos. Si pasaba más tiempo, los marines empezaban a enojarse y a desesperarse.

También realizó el doble de nombramientos que había pensado en un principio y ascendió a once soldados. La mayoría de los nuevos grados eran meritorios. Uno de ellos fue adjudicado con la esperanza de apaciguar a un alborotador. No duraría. Pronto Hernández tendría que darles algo sustancial, y estaba receloso de cruzar esa línea porque eso implicaría un compromiso. Sería una traición. Pero el tiempo pasaba muy deprisa. El 2 de Junio parecía una fecha muy lejana en invierno, pero las estaciones pasaban más deprisa a aquella altitud. Hernández sólo tenía otras diez o doce semanas para decidir qué demonios iba a hacer antes de que llegase la nieve.

¿Mantenía su lealtad o les daba la espalda? No tenía manera de desplazarse hacia el sur si no era por aire, y no pensaba que las fuerzas rebeldes de Nuevo México fueran ajumarse ni un solo avión para trasladar a sus marines a su lado. Lo mejor que podía hacer era sacar a sus soldados de allí él sólo, alejarlos de la guerra. Pero ¿qué pasaría después? ¿Cómo sobrevivirían? Al menos allí tenían un abastecimiento de alimentos constante. Reducido, pero constante. El día anterior Leadville había enviado dos cajas de madera que contenían café amargo, cebolletas frescas y carne de ternera.

Leadville debía de ser consciente de lo fácil que era comprarlos, y Hernández miró a Gilbride de nuevo mientras los dos avanzaban a través de la interminable roca. «Gracias», pensó. Sabía que sus sargentos se estaban esforzando incluso más que él, no sólo por el desgaste físico que suponía llegar hasta las otras cumbres y volver, sino por la tensión que tenían que soportar en sus propias escuadras. Una guerra de nervios. No había una salida fácil.

De hecho, Hernández había decidido no buscarla. La realidad básica de la situación prevalecía. Leadville estaba mejor preparado que nadie para desarrollar la nanotecnología, de modo que se quedaría y defendería la ciudad. El problema residía en la decisión de los líderes de acaparar la vacuna para ellos solos. El único camino hacia la paz sería compartirla, no sólo en el continente, sino también en el extranjero.

Hernández había tardado demasiado en llegar a esa conclusión. No se sentía orgulloso. Había sido demasiado fácil dejarse llevar por ellos cuando estaba dentro. Él había sido parte del problema, ésa era la verdad. De modo que se quedaría, pero en su mente y se había rebelado.

Con el tiempo y el trabajo suficiente, Hernández estaba seguro de que convencería a la mayoría de los comandantes de las otras posiciones para que se uniesen a él. La oportunidad llegaría antes o después; la ocasión de tener una excusa para presentarse en persona, con Gilbride y un soldado elegido al azar con ellos; la ocasión de arrestar o asesinar a la mayoría de los líderes principales y de consolidar su golpe militar con las mismas tropas que ellos habían situado alrededor de la capital.

Pero había llegado tarde. Hernández pasó de un sueño ligero V desagradable a la fría luz verde del día que se filtraba a través de la tienda principal.

—¡Señor! —exclamó Lucy McKay agitando su brazo. —¿Dónde está...? —se detuvo al escuchar los cazas—. Lanzadles los misiles antes de que...

El estruendo de los aviones se alejaba de su montaña a gran velocidad. Hernández se levantó tambaleándose y agarró su chaqueta y sus botas entre un ir y venir de gente mientras Anderson y Wang enrollaban sus sacos de dormir.

McKay tenía un aspecto desesperado con la capucha bajada y las mejillas coloradas.

—Son cuatro F-35, señor —le informó—. Son nuestros. Parecen que se dirigen al este.

—¿Han salido helicópteros de Nuevo México? —No nos han comunicado nada por radio. Salió de la tienda con McKay todavía a su lado. Le sujetaba los prismáticos, los mejores que tenían, unos Canon 18-50 con estabilización de imagen. Hernández se lo agradeció, aunque no había nada que ver. Los cazas estaban del lado norte de la montaña. Al sur, el cielo también estaba vacío. Había menos nubes que durante la noche. Se detuvo y observó las largas columnas pendientes de luz amarilla. McKay continuaba inquieta.

—Sigue con la radio. No llames. Sólo escúchala y grita en cuanto sepas algo —le ordenó el comandante.

—Sí, señor.

Pasó junto a Wang, que llevaba un arma de calibre 50, y junto a Bleeker y Anderson, que custodiaban un lanzamisiles. Bleeker parecía tranquilo, pero el rostro quemado de Anderson revelaba tensión.

Lo estás haciendo bien, marine —le dijo. Cada alerta que recibían les desmoralizaba cada vez más. Cuando los cazas les sobrevolaban por la noche, tenían que salir a toda prisa y asegurarse de que se ponían suficiente ropa. Cuatro soldados se habían quedado sin piel en los dedos al coger sus armas con las manos desnudas. Otro se hirió de gravedad la rodilla al tropezar en la oscuridad. Pero tenían que responder. No había modo de saber si Leadville estaba atacando o defendiéndose, y sus propias vidas estaban en peligro-Hernández salió completamente de la trinchera y trepó por encima del muro de roca. Se escuchaban gritos en la colina y cogió sus prismáticos para observar los búnkeres 5, 4 y 2.

Lowrey estaba junto al número 2 y le gritaba a alguien que estaba dentro. Entonces miró al cielo con sus propios prismáticos. Hernández levantó el puño y después hizo una seña con la mano abierta como un agente de tráfico. «Esperad». Lowrey repitió el gesto antes de volverse y les pasó la orden a los búnkeres 3 y 6, que estaban fuera de la vista del comandante. Era ridículo, pero sólo tenían un par de
walkie-talkies
civiles y ocho pilas de repuesto. Tenían que comunicarse por señas o mensajeros siempre que fuese posible.

Hernández se alegró al ver que su gente seguía respondiendo pese a los nervios. Escuchó unos gritos junto al bunker 2.

—¡Silencio! ¡Callaos para que pueda...!

Se mandaban callar unos a otros para poder oír los helicópteros. Era patético. Necesitaban un radar, pero lo único que tenían era dos pares de prismáticos más, sus propios ojos y la tierra accidentada. Las montañas canalizaban el sonido, pero también confundían al rebotar el estruendo de los cazas. Hernández observó los espacios oscuros, la nieve, la tierra y el cielo nuboso. Nada.

Cuarenta minutos después, puso fin al estado de alerta y ordenó a sus dos vigías que se retirasen. Él mismo había abandonado su posición. Podría haber mantenido a la avanzadilla alerta, pero habría sido horrible tenerlos sin café ni comida caliente. Aquélla fue su decisión como líder.

Hernández se había subido a un montículo de roca que había en la cima de la montaña con sus prismáticos y un
walkie-talkie
con la esperanza de hallar alguna pista en los valles que rodeaban Leadville. Pero donde encontró movimiento fue lejos, en dirección este, un único avión de carga acompañado de un único caza.

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