Read El hombre que vino del año 5000 Online
Authors: Keith Luger
Tags: #Ciencia ficción, Bolsilibros, Pulp
Una vida truncada por el cáncer, un misterioso «doctor» que lleva a cabo secretos experimentos, su bella sobrina, una cura imposible, viajes en el tiempo, misoginia, rayos exterminadores... todo esto y mucho más en
El hombre que vino del año 5000
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«Estas mujeres no saben lo que es el amor»
Keith Luger
El hombre que vino del año 5000
ePUB v1.0
chungalitos15.01.12
Colección LA CONQUISTA DEL ESPACIO, nº 37
Editorial Bruguera
1.ª edición: abril, 1971
—Lo siento, señor Riley, pero debo decirle la verdad.
—Es lo que yo quiero, doctor Lowell. Que me diga la verdad. A eso vine.
—Lo suyo es cáncer.
Mark Riley, de veintiocho años, alto, moreno, de ojos verdes, atirantó los músculos.
—¿Cáncer, doctor Lowell?
—Sí.
—¿Muy avanzado?
—Avanzadísimo.
—¿Qué me dice del quirófano?
—No hay solución quirúrgica. Usted se ha descuidado mucho, señor Riley. Si hubiese venido hace tres meses, se podría haber hecho algo. Aunque soy de la opinión que la operación quirúrgica sólo habría servido para alargarle un año más la vida.
Mark Riley se pasó la mano por el cabello, y luego hizo la pregunta que le quemaba en los labios:
—¿Cuánto tiempo me queda?
El doctor Lowell no contestó. Hizo como que consultaba unos papeles en su mesa.
—Doctor, le he hecho una pregunta. ¿Cuánto me queda de vida?
El doctor Lowell alzó los ojos, deteniéndolos en el rostro de su paciente.
—No más de dos meses, señor Riley.
—Gracias. Ha sido muy amable.
—Ya le he dicho que lo sentía.
Mark Riley comprendió que ya no podría volver a pilotar un avión. Trabajaba desde hacía seis años para una de las más fuertes compañías de los Estados Unidos. Pilotaba los «Jumbo», aquellos gigantescos aviones. Había sido feliz porque, entre otras cosas, se iba a casar con la mujer más preciosa del mundo, con Paula Jones, la hija de uno de los vicepresidentes de la compañía.
Ya había comprado la casa cerca de Nueva York, a la orilla del Hudson. Una casa maravillosa, con una terraza que daba al mismo río. Naturalmente, no podría estar siempre con Paula Jones, pero, entre vuelo y vuelo, serían dichosos, y alguna vez Paula le acompañaría a París, a Tokio o a cualquier otra ciudad.
Todo eso había saltado por los aires. Estaba condenado a muerte. Su situación era como la de un asesino que estuviese esperando el momento de recibir la descarga en la silla eléctrica, o a punto de respirar el gas letal que lo enviase al otro mundo.
No tenía salvación.
—Gracias, doctor Lowell —dijo con voz ronca. Abandonó la consulta y paseó por Central Park durante dos horas. De vez en cuando, se detenía para ver jugar a los niños.
La vida era maravillosa. Sonrió con sarcasmo ante aquel pensamiento. Consultó su reloj. Estaba citado con Paula Jones a las once en el restaurante del hotel Plaza para almorzar.
Llegó con un poco de retraso.
Paula Jones, espléndida, maravillosa, ocupaba ya una mesa.
—Mark, llegas tarde.
—Perdóname. Tuve que hacer.
Ella había pedido un martini y Mark encargó otro para él.
Paula dijo:
—Mark, no sabía que conociésemos a tanta gente. Imagínate, ya voy por el número trescientos entre los invitados a la boda. Y todavía faltan los tuyos. Imagino que nos reuniremos cerca de quinientos.
Mark cerró los ojos con fuerza. Tenía que armarse de valor.
—Paula, tengo algo importante que decirte —Paula sonrió.
—No me digas que eres casado y que te tienes que divorciar para no ser un bígamo.
Mark sonrió con amargura.
—No, Paula, nunca me casé. Sólo quería casarme contigo.
—¿Querías? ¿Es que ya...?
—Tengo cáncer —la interrumpió.
Fue brutal, pero tenía que serlo. No, no podía andarse por las ramas en aquella situación.
Vio cómo el rostro de Paula perdía el color.
—¿Qué es lo que has dicho, Mark?
—Cáncer, y no hay lugar a dudas. Me han examinado durante una semana. Y elegí a uno de los mejores especialistas. El doctor Peter Lowell. Sólo me ha dado un par de meses de vida.
Paula bebió un largo trago del vaso.
—Oh, Mark... Pobre Mark.
Sólo dijo eso.
El camarero trajo el otro martini.
Mark no lo probó. Estaba esperando que ella hablase.
—Mark... —y no pudo seguir.
—Paula... No hay futuro para nosotros... Quiero que hagas una cosa. Que te levantes de esa silla y te marches. No te volveré a ver... Eres una estupenda chica. Lo reúnes todo, belleza, inteligencia... Encontrarás a otro hombre muy pronto, y yo sólo seré un recuerdo para ti.
Paula se levantó.
Mark alzó los ojos y se encontró con los de ella.
—Mark, quiero que sepas...
De pronto, ella se mordió el labio inferior y se marchó.
Allí quedó a solas Mark. No, ella no había podido decirle nada después de su confesión. Pero no podía recriminarla. Paula no podía hacer aquel sacrificio, casarse con un enfermo de cáncer que iba a morir en pocas semanas.
Hizo una señal al camarero y pagó la cuenta.
Una hora más tarde estaba en su apartamento, paseando de una pared a otra.
¿Qué podía hacer durante aquellos dos meses, o quizá menos, que le quedaban de vida? ¿Quedarse en el apartamento y emborracharse todos los días? No, no era hombre de esa clase. Su afición era la pesca. Así había conocido a Paula. El padre de ella lo había invitado a pescar truchas en una finca que poseían en el Norte, próxima a la frontera canadiense.
Ya estaba decidido. Iría a un pueblecito de la costa. Alquilaría una casa y pasaría los últimos días de su vida pescando. Hasta que llegase el final.
Preparó su equipaje en poco tiempo. Un hombre que iba a morir no necesitaba mucho.
Eligió un par de cañas, los carretes y los anzuelos. Luego abrió un mapa sobre la mesa y estuvo observando la costa de Maine. Recordó que un amigo pescador le había hablado de Rockland. Un poco más arriba estaba Glen Cove, donde abundaba la pesca.
No necesitaba despedirse de nadie. Ya se había despedido de la única persona que le importaba en el mundo, de Paula Jones.
La compañía de aviación, desde que se dio de baja, le enviaba su sueldo al Banco, y llevaba el talonario consigo.
Poco después, viajaba en su coche hacia Rockland. Sólo hizo las paradas necesarias para comer o para llenar el tanque de gasolina.
Llegado a Rockland, entró en una casa de artículos de pesca. Preguntó al empleado sobre Glen Cove y recibió la respuesta de que encontraría casas por alquilar. Le escribió en una tarjeta el nombre de Eric Dane, un agente de Bienes Raíces.
Eric Dane resultó ser un hombre simpático.
—Puede elegir entre media docena de casas, señor Riley.
—Prefiero una que esté cerca del mar y que no sea demasiado grande.
—Tengo lo que necesita.
La casa le gustó a Mark. Sólo tenía un living, un dormitorio y un cuarto de baño, con una terraza que daba a la costa.
Acordaron el precio inmediatamente y Mark pagó dos mensualidades.
El señor Dane se despidió, deseándole buena pesca. Mark Riley durmió aquella noche de un tirón, tras el cansancio del viaje.
A la mañana siguiente, fue a un almacén del pueblo con la intención de comprar provisiones. Estaba eligiendo unas latas de conservas cuando, al volverse, tropezó con una mujer.
Ella también había cogido unas latas, que se le cayeron al suelo.
—Perdón —dijo Mark.
Cogió las latas de ella y se las entregó. Entonces pudo ver su rostro. Era una joven de unos veinticuatro años, morena, de ojos verdes, rostro muy bello.
—No tuvo importancia —dijo ella.
Se hizo cargo de las latas de conservas que él le alargaba y se apartó.
Mark compró lo que necesitaba y salió del almacén. Vio otra vez a la joven, que estaba intentando poner en marcha un jeep, pero no lo conseguía.
—¿Puedo ayudarla? Soy Mark Riley.
—Susie Garland.
—Encantado, señorita Garland. Estuve muy torpe ahí dentro, cuando tropecé con usted, y si ahora la puedo compensar...
—¿Entiende de motores?
Mark iba a contestar: «Soy piloto de aviación». Pero no lo dijo.
—Sí, algo.
Hizo un examen del motor y regresó junto a Susie Garland.
—No apriete el acelerador, señorita Garland. Y cierre el starter.
Susie hizo lo que él le pedía.
—Déle ahora a la llave de contacto.
Susie hizo girar la llave de contacto y el motor se puso en marcha.
—Gracias, señor Riley.
—No hay de qué.
—Hasta la vista.
La joven se marchó en el jeep.
Mark vio a un empleado en la puerta del almacén.
—¿Me puede decir quién es ella?
—La doctora Susie Garland.
—¿Doctora?
—Sí, pero no ejerce en Glen Cove.
—¿Casada?
—No, vive con su tío. También es doctor. Se llama Douglas Hollman. Son unos tipos raros.
—¿Por qué los llama así?
—Viven en una casa solitaria, muy lejos de la población. En el cabo que hay más allá de la bahía.
El empleado se echó a reír y luego prosiguió.
—Dicen que el doctor Hollman hace extraños experimentos.
—¿Qué experimentos?
—Nadie lo sabe y por eso dicen que son extraños. Bueno, yo una vez fui con provisiones. Entonces no estaba con el doctor Hollman la señorita Garland, y oí ruidos muy extraños.
—¿Desde cuándo está la doctora Garland con su tío?
—Ella llegó hace cosa de un mes. Al doctor Hollman le gusta mucho pescar. Por las mañanas, se embarca en una canoa. Ya lo verá usted por ahí si también viene a pescar.
—Gracias por su información.
Mark se fue a su casa y metió en el frigorífico las provisiones.
Cogió una de las cañas, la más flexible, y su bolsa, y se dirigió hacia la costa, más allá de la bahía.
A lo lejos vio el cabo y la casa solitaria. Era la única que había allí y, por tanto, tenía que ser la del doctor Hollman.
Pescó unos cuantos camarones para usarlos como cebo. Se situó ante las rocas y lanzó al agua el anzuelo. Al cabo de unos minutos, la caña le dio una sacudida. Cobró hilo y poco después vio el enorme dentón de casi cinco kilos que había mordido su anzuelo.