—
Mmmm
—dije al aplicar unas gotas detrás de mis orejas y sobre las muñecas. Inhalé profundamente, pensando que olía a bosques verdes con un toque de cítrico; limpio y picante, con un matiz a sombras oscuras. Delicioso—. Oh, este es maravilloso —aseguré y me levanté para darle un rápido y espontáneo abrazo.
Ella se quedó muy quieta, y yo me volví hacia el tocador, fingiendo que no advertía su sorpresa.
—Eh —musitó ella, y me giré para encontrar una expresión de asombro—. Funciona.
—¿Qué…? —balbuceé con suspicacia, preguntándome que era lo que me había aplicado.
Sus ojos vagaron al azar antes de encontrarse con los míos.
—Bloquea el sentido olfativo de un vampiro —afirmó—. Al menos, los aromas más sensibles que llegan al inconsciente. —Me dedicó una sonrisa torcida que la hacía parecer inofensiva—. No puedo olerte en absoluto.
—Genial —exclamé impresionada—. Debería llevarla todo el día.
La expresión de Ivy se volvió sutilmente culpable.
—Podrías hacerlo, pero conseguí la última botella, y no sé si podría volver a encontrar otra.
Asentí. Se refería a que era más cara que tres litros de agua en la luna.
—Gracias, Ivy —le dije seriamente.
—De nada. —Su sonrisa era sincera—. Feliz solsticio por adelantado. —Dirigió su atención hacia la parte delantera de la iglesia—. Está aquí.
El rugido de un coche aparcando me llegó a través del fino cristal tintado de mi ventana. Respiré profundamente y miré hacia el reloj de mi mesita de noche.
—Justo a tiempo. —Me volví hacia Ivy, rogándole con los ojos que fuera a abrir la puerta.
—Ni hablar. —Sonrió, mostrando involuntariamente una hilera de dientes—. Abre tú.
Se dio la vuelta y se marchó. Bajé la vista hacia mi vestido, pensando que era flagrantemente inapropiado, y ahora tenía que abrir la puerta con él.
—Ivy… —protesté al seguirla hacia fuera. Ni siquiera aminoró el paso mientras alzaba una mano como negativa al entrar en la cocina.
—Bien —murmuré, repiqueteando con mis tacones hacia la entrada de la iglesia. Encendí las luces del santuario al pasar; el elevado y tenue destello no ayudaba mucho a iluminar esa penumbra. Era más de la una de la noche y todos los pixies estarían seguros y calentitos en mi escritorio hasta las cuatro, más o menos, cuando se despertarían. No había luz en el vestíbulo, y me pregunté si deberíamos hacer algo al respecto mientras abría de un empujón uno de los lados de la pesada puerta de madera.
Con el suave sonido de unos zapatos crujiendo sobre sal gruesa, Kisten se dio la vuelta hacia mí.
—Hola, Rachel —me dijo, contemplando mi atuendo. Una ligera tensión de la piel junto a sus ojos me indicaba que mis sospechas eran acertadas; no estaba vestida para lo que él tenía planeado. Deseé saber lo que llevaba puesto bajo su exquisito abrigo de lana gris. Llegaba hasta el extremo de sus botas, y era elegante. Además se había afeitado; su habitual barba de tres días había desaparecido; dándole un aspecto aseado que yo no estaba acostumbrada a ver en él.
—Esto no es lo que voy a ponerme —le dije a modo de saludo—. Pasa. Solo necesito un minuto para cambiarme.
—Claro. —Más allá, junto al bordillo, estaba su Corvette negro; la frágil nieve se derretía al impactar en él. Pasó rozándome y cerré la puerta de un tirón en cuanto hubo entrado.
—Ivy está en la cocina —le informé antes de dirigirme hacia mi habitación, oyendo sus tenues pisadas justo detrás de mí—. Ha tenido una mala tarde. No hablará conmigo, pero podría contártelo a ti.
—Me llamó —dijo; la cuidadosa cadencia de sus palabras me indicaban su conocimiento acerca de la demostración de Piscary en su dominio sobre ella—. Vas a ponerte otras botas, ¿verdad?
Me detuve en seco ante la puerta de mi habitación.
—¿Qué tienen de malo mis botas? —inquirí, pensando en que eran lo único que iba a mantener puesto. Ah… lo único de mi atuendo, no lo único en total. Él las miró, arqueando sus cejas teñidas de rubio.— ¿Cuánto tacón tienen? ¿Diez centímetros?
—Sí.
—Está helando. Vas a resbalar y te caerás de culo. —Sus ojos azules se abrieron del todo—. Quiero decir… sobre el trasero.
Una sonrisa se abrió camino en mi rostro ante la idea de que estaba intentando no hablar de forma grosera delante de mí.
—También me hacen parecer tan alta como tú —repliqué con aire engreído.
—Me he dado cuenta. —Vaciló. Con una risita, pasó a mi lado y entró en mi habitación.
—¡Oye! —protesté mientras se dirigía directamente hacia mi armario—. ¡Sal de mi habitación!
Ignorándome, se abrió camino hasta el fondo, donde solía guardar todo lo que no me gustaba.
—El otro día vi algo aquí —comentó antes de emitir una leve exclamación e inclinarse a coger algo—. Toma —me dijo, sosteniendo un par de sobrias botas negras—. Empieza con estas.
—¿Esas? —me quejé mientras él las apartaba a un lado y volvía a meter sus brazos en mi armario—. Esas no tienen tacón en absoluto. Y son de hace cuatro años y están pasadas de moda. ¿Y qué estabas haciendo en mi armario?
—Esas son unas botas clásicas —explicó Kisten, ofendido—. Nunca pasan de moda. Póntelas. —Volvió a revolver el fondo y sacó algo por su sentido del tacto, ya que era imposible que pudiera ver nada allí detrás. Mi rostro se puso rojo cuando vi un viejo traje que había olvidado que tenía.
—Oh, esto es simplemente feo —afirmó y se lo arrebaté de las manos.
—Es mi viejo traje para entrevistas —dije—. Se supone que tiene que ser feo.
—Tíralo. Pero quédate con los pantalones. Te los vas a poner esta noche.
—¡Ni hablar! —protesté—. ¡Kisten, soy plenamente capaz de elegir mi propia ropa!
Él enarcó sus cejas en silencio; luego volvió al interior del armario para extraer al momento una camisa de manga larga, de mi sección de «No tocar», que mi madre me había comprado hace tres años. No había tenido valor para tirarla, ya que era de seda, incluso aunque me estaba tan grande que me llegaba por los muslos. El cuello era demasiado bajo y hacía que mi escaso pecho pareciera aun mas plano.
—Esto también —dijo él, y yo sacudí la cabeza.
—No —me negué con firmeza—. Es demasiado grande, y es algo que llevaría puesto mi madre.
—Entonces, tu madre tiene mejor gusto que tú —espetó de buen humor—. Ponte una camisola debajo y, por el amor de Dios, no te la metas por dentro de los pantalones.
—¡Kisten, sal de mi armario!
Pero volvió a introducirse, inclinando su cabeza sobre algo pequeño que llevaba en sus manos al retroceder. Pensé que podría ser aquel feo bolso con lentejuelas que deseé no haber comprado nunca, pero me sentí mortificada cuando se giró con un libro de aspecto inofensivo. No tenía título y estaba encuadernado en un cuero marrón claro. El brillo en los ojos de Kisten me dijo que sabía de lo que se trataba.
—Dame eso —le ordené estirando el brazo para cogerlo.
Con una sonrisa maliciosa, Kisten lo levantó por encima de su cabeza. Probablemente aún pudiera cogerlo, pero tendría que subirme encima de él.
—Vaya, vaya, vaya… —pronunció lentamente—. Señorita Morgan. Me has sorprendido y deleitado. ¿Dónde conseguiste una copia de la guía de Rynn Cormel para salir con no muertos?
Apreté los labios y me ruboricé, resignada. Ladeé la cadera; no pude hacer nada mientras él daba un prudencial paso hacia atrás y hojeaba el libro.
—¿Lo has leído? —preguntó; después profirió un sorprendido «
Mmmm
» al detenerse en una de las páginas—. Me había olvidado de esa. Me pregunto si aún podré hacerla.
—Sí, lo he leído. —Extendí la mano—. Dámelo.
Kisten apartó su atención de aquellas páginas; tenía sus grandes y masculinas manos sobre el libro abierto. Sus ojos se habían puesto un pelín negros, y me maldije cuando me atravesó una corriente de excitación. Malditas feromonas vampíricas.
—Ooooh, es importante para ti —dijo Kisten, mirando hacia la puerta cuando Ivy provocó un estruendo en la cocina—. Rachel… —continuó suavizando la voz al dar un paso hacia mí—. Conoces todos mis secretos. —Sin mirar, sus dedos señalaron una página—. Lo que me vuelve loco. Lo que instintivamente me lleva… al… límite…
Pronunció las últimas palabras con cuidado, y contuve un delicioso escalofrío.
—Sabes cómo… manipularme —murmuró, balanceando el libro con una mano distraída—. ¿Hay un manual para las brujas?
De algún modo se encontraba a dos pasos de mí, y no recordaba que se hubiera movido. El olor de su abrigo de lana era fuerte, y por debajo estaba el intenso aroma del cuero. Alterada, le arrebaté el libro, y Kisten retrocedió un paso.
—Qué más quisieras —murmuré—. Ivy me lo dio para que dejara de tocarle las narices. Eso es todo. —Lo deslicé bajo mi almohada y su sonrisa se intensificó. Maldita sea, si me tocaba, le daría un puñetazo.
—Ahí es donde debe estar —afirmó—. No en un armario. Tenlo cerca para una consulta rápida.
—Sal de aquí —le ordene señalando hacia fuera.
Con su largo abrigo ondeando sobre el borde de su calzado, avanzó hacia la puerta; cada uno de sus movimientos contenía una confiada y seductora elegancia.
—Recógete el pelo —me aconsejó mientras cruzaba lentamente el umbral. Me ofreció una sonrisa mostrando sus dientes—. Me gusta tu cuello. Página doce, tercer párrafo. —Se relamió los labios, ocultando el fulgor de sus colmillos justo cuando los vi.
—¡Fuera! —grité; avancé dos pasos y cerré la puerta de un golpe.
Irritada, me volví hacia lo que él había extendido sobre la cama, contenta de haber superado aquella tarde. Un ligero hormigueo en mi cuello me hizo levantar la mano y presionar la palma contra él, deseando que desapareciera. Contemplé la almohada; entonces extraje el libro con reticencia. ¿Rynn Cormel lo había escrito? Caramba, ese hombre había recorrido el país sin ayuda durante la Revelación, ¿y también había dispuesto del tiempo suficiente para escribir un manual de sexo vampírico?
El aroma a lilas ascendió al abrirlo por la página señalada. Estaba preparada para cualquier cosa, habiéndolo leído dos veces para encontrarlo mas desconcertante que excitante, pero tan solo trataba del uso de collares para enviar mensajes a tu amante. Aparentemente, cuanto más cubrías tu cuello, más le invitabas, a él o a ella, a descubrirlo. El collar gótico de metal que últimamente estaba tan de moda era como pasear en ropa interior. Ir sin llevar absolutamente nada en el cuello era casi igual de malo; una deliciosa reivindicación de virginidad vampírica, y algo completa y profundamente excitante.
—Vaya —murmuré, cerrando el libro y dejándolo sobre mi nueva mesita de noche. Puede que tuviera que releerlo. Mis ojos se dirigieron hacia el atuendo que Kisten había seleccionado para mí. Parecía bastante soso, pero me lo probaría y, cuando Ivy le dijera que tenía aspecto de cuarentona, tendría que esperar otros diez minutos a que me volviera a cambiar.
Apresuradamente, me quité las botas y las arrojé a un lado con un sonoro golpe. Había olvidado que los pantalones grises tenían un forro de seda, y me produjeron una agradable sensación al deslizarlos sobre mis piernas. Escogí un top negro sin mangas, sin la ayuda de Kisten, y me puse la camisa encima. No hacía nada por acentuar mis curvas, y me giré hacia el espejo con el ceño fruncido.
Me quedé asombrada ante mi reflejo.
—Maldición —susurré. Antes tenía buen aspecto con mi vestido negro y las botas. ¿Pero con esto? Con esto parecía… sofisticada. Al recordar la página doce, rebusqué mi cadena de oro más larga y me la pasé sobre la cabeza—. Doble maldición —suspiré, al girar para verme desde un ángulo distinto.
Mis curvas habían desaparecido, ocultas bajo las sencillas líneas rectas, pero la sutilidad de los modestos pantalones, la camisa de seda y la cadena de oro, declaraban a gritos confianza y lujo informal. Ahora mi pálida piel era suave alabastro en lugar de blancura enfermiza, y mi constitución atlética lucía impecable. Era una imagen nueva para mí. No sabía que podía aparentar ser una ricachona clase alta.
Me aparté el pelo del cuello con cierta reticencia y lo sostuve sobre mi cabeza.
—Vaya —espeté al ver mi sofisticación convertida en elegancia. Tener un aspecto tan impresionante pesaba más que la vergüenza de dejar que Kisten supiera que podía vestirme mejor de lo que yo misma era capaz.
Rebuscando en un cajón, encontré e invoqué mi último amuleto para domar los rizos de mi pelo; luego me lo recogí, dejando unos pocos mechones para cubrir artísticamente mis orejas. Me apliqué un poco más de mi nuevo perfume, revisé mi maquillaje, oculté el amuleto tamizador de pelo bajo mi camisa, y luego cogí un pequeño bolso de mano, ya que mi bolso grande arruinaría todo el modelito. La ausencia de mis hechizos habituales me hizo detenerme momentáneamente, pero se trataba de una cita, no de una caza. Y si tenía que luchar contra Kisten, usaría la magia de las líneas luminosas, de todas formas.
Mis botas de tacón plano fueron silenciosas al salir de mi habitación y seguir los suaves murmullos de conversación entre Kisten e Ivy hasta el santuario, iluminado con una luz ambarina. Vacilé en el umbral, mirando hacia el interior.
Habían despertado a los pixies, que revoloteaban por todas partes, concentrándose junto al piano de cola de Ivy mientras jugaban a las batallas entre las piezas del mecanismo. Se oía un tenue zumbido en el aire, y comprendí que la vibración de sus alas hacía que las cuerdas resonaran.
Ivy y Kisten estaban de pie bajo el umbral que daba entrada al vestíbulo. Ella tenía la misma mirada incómoda y desafiante que cuando se había negado a hablar conmigo. Kisten se inclinaba hacia ella claramente preocupado, con su mano sobre el hombro de Ivy.
Carraspeé para llamar su atención, y Kisten retiró su mano. La postura de Ivy cambió a su habitual ecuanimidad, pero pude advertir su confianza destrozada por dentro.
—Oh, eso está mejor —comentó Kisten al volverse, con un breve fulgor en sus ojos al ver mi collar.
Se había desabrochado el abrigo, y yo le miré con agradecimiento al aproximarme. No me extraña que hubiera querido vestirme. Tenía un aspecto fabuloso: traje italiano a rayas azul marino, zapatos lustrosos, el pelo hacia atrás y con un suave olor a jabón… y me sonreía con una atractiva confianza en sí mismo. Su cadena habitual apenas se veía, oculta bajo el cuello de su almidonada camisa blanca. Una corbata elegida con buen gusto ceñida a su cuello, y un reloj de faltriquera salía de uno de los bolsillos de su chaleco, pasaba a través de un ojal y llegaba al otro bolsillo del chaleco. Me fijé en su cuidada cintura, anchos hombros y esbeltas caderas, pero no había nada que reprocharle. Nada en absoluto.