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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (14 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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—Oh, por favor —me burlé, sin llegar a creer que se estuviera rebajando tanto.

Con una sonrisa, Kisten se transformó en un niño rico malcriado.

—Si te lo pasas bien, entonces tendrás que admitir que Nick no era nada del otro mundo.

Me agaché para coger la harina.

—No —contesté al levantarme y colocarla sobre la encimera de un golpe. Una mirada dolorida arrugó su rostro cubierto por una barba de un día; era ungida pero aun así efectiva.

—¿Por qué no?

Miré a Ivy, detrás de mí, que nos contemplaba en silencio.

—Tienes dinero —respondí—. Cualquiera puede hacer pasar un buen rato a una chica con el dinero suficiente.

Ivy trazó una nueva marca en el aire.

—Y van dos —anunció frunciendo el ceño.

—Nick era un tacaño, ¿eh? —aventuró Kisten tratando de ocultar su ira.

—Cuidado con lo que dices —contraataqué.

—Sí, señorita Morgan.

La seductora sumisión en su voz hizo que mis recuerdos regresaran al ascensor. Una vez, Ivy me dijo que a Kisten se le daba muy bien hacerse el sumiso. Lo que descubrí fue que un vampiro sumiso era aún más agresivo de lo que la mayoría podría soportar. Pero yo no era la mayoría. Yo era una bruja.

Fijé mis ojos en los suyos, advirtiendo que eran de un bonito y sobrio color azul. Al contrario que Ivy, Kisten satisfacía su ansia de sangre hasta que dejaba de ser el factor primordial que gobernaba su vida.

—¿Ciento setenta y cinco dólares? —ofreció, y me agaché para coger el azúcar.

¿Este tipo creía que una cita barata costaba casi doscientos dólares?

—¿Cien? —dijo, y le miré, advirtiendo su genuina sorpresa.

—Nuestra cita estándar costaba sesenta dólares —le advertí.

—¡Joder! —maldijo, y después vaciló—. Puedo decir «joder», ¿verdad?

—Coño, claro.

Desde su puesto sobre la encimera, Ivy dejó escapar una risita. El entrecejo de Kisten se frunció en lo que parecía auténtica preocupación.

—Una cita de sesenta dólares.

Le dediqué una mirada contundente.

—Todavía no he dicho que sí.

El inspiró lenta y profundamente, saboreando mi humor en el aire.

—Tampoco has dicho que no.

—No.

Se derrumbó con dramatismo, provocándome una sonrisa muy a mi pesar.

—No te morderé —protestó, con una pícara inocencia en sus ojos.

Desde debajo de la encimera central, saqué el recipiente de cobre para hechizos más grande que tenía para usarlo como bol de mezcla. Ya no era fiable para la hechicería, ya que tenía una abolladura por golpear a Ivy en la cabeza. La pistola de bolitas de pintura que guardaba en su interior emitió un reconfortante sonido contra el metal cuando la saqué para volver a guardarla bajo la encimera a la altura de mis tobillos.

—Y debería creerte porque…

Los ojos de Kisten se movieron hacia Ivy.

—Porque ella me matara dos veces si lo hago.

Fui a coger los huevos, la leche y la mantequilla del frigorífico, esperando que ninguno de ellos notase que mi pulso se estaba acelerando. Pero yo sabía que mi tentación no surgía de las feromonas subliminales que emitían de forma inconsciente. Echaba de menos sentirme deseada, necesitada. Y Kisten poseía un doctorado en cortejar a las mujeres, incluso si sus motivos eran falsos y egoístas. Por su aspecto, se satisfacía con la toma de sangre fortuita de la misma forma que algunos hombres se satisfacían con el sexo fortuito. Y no deseaba convertirme en una de sus sombras que le seguían a todas partes, atrapada por la vinculante saliva de su mordisco para ansiar su tacto, sentir sus dientes hundiéndose en mí y llenándome de euforia. Mierda, ya lo estaba haciendo de nuevo.

—¿Por qué debería? —dije sintiendo una calidez en mi interior—. Ni siquiera me gustas.

Kisten se inclinó sobre la encimera cuando regresé. El azul inmaculado de sus ojos atrapó los míos y los retuvo. Era evidente, por su impúdica sonrisa, que percibía mi debilidad.

—Es la mejor razón para salir conmigo —replicó—. Si puedo hacerte pasar un buen rato con unos penosos sesenta dólares, piensa lo que podría hacer alguien que te gustase. Todo lo que necesito es una promesa.

El huevo que tenía en la mano estaba helado, así que lo dejé en la encimera.

—¿Qué? —inquirí, e Ivy se removió.

—Nada de evasivas —dijo ampliando su sonrisa.

—¿Cómo dices?

Kisten abrió el envase de la mantequilla y metió en él su dedo antes de lamérselo hasta dejarlo bien limpio.

—No puedo hacerte sentir atractiva si te pones en tensión cada vez que te toco.

—Antes no lo hacía —repliqué, con mis pensamientos regresando al ascensor. Que Dios me ayude, casi lo había hecho con él allí mismo, contra la pared.

—Esto es diferente —explicó él—. Es una cita, y daría un colmillo por saber por qué las mujeres esperan que, durante una cita, los hombres se comporten de una manera diferente a cualquier otro momento.

—Porque tú lo haces —le acusé.

Le dedicó una mirada a Ivy enarcando sus cejas. Enderezándose, estiró su mano a través de la encimera para tocarme la barbilla. Retrocedí bruscamente, torciendo el gesto.

—Ni hablar —dijo mientras se apartaba—. No arruinaré mi reputación con una cita de sesenta dólares por nada. Si no puedo tocarte, no voy.

Me quedé mirándole, sintiendo los latidos de mi corazón.

—Vale.

Impresionado, Kisten parpadeó.

—¿Vale? —inquirió mientras Ivy sonreía satisfecha.

—Sí —dije acercándome la mantequilla y sacando media taza con una cuchara de madera—. No quería salir contigo de todas formas. Eres demasiado egocéntrico. Crees que puedes manipular a cualquier persona para que haga cualquier cosa. Tu actitud machista me pone enferma.

Ivy rió mientras soltaba sus piernas y saltaba al suelo con ligereza, provocando un tenue sonido.

—Te lo dije —afirmó—. Paga.

Tras encogerse de hombros con un suspiro, se giró para sacar su cartera de un bolsillo trasero y extrajo un billete de cincuenta que puso en la mano de Ivy. Ella levantó una de sus finas cejas y anotó una nueva marca en el aire. Lucía una sonrisa poco habitual en ella mientras se estiraba para meter el billete en el bote de las galletas, sobre el frigorífico.

—Típico —dijo Kisten, con sus ojos dramáticamente tristes—. Intento hacer algo bueno por una persona, animarla, ¿y qué es lo que recibo a cambio? Que me insulten y me roben.

Ivy dio tres largos pasos para ponerse detrás de él. Girando un brazo sobre su pecho, se inclinó hacia él y le susurró en su maltrecho oído.

—Pobre de mi niño. —Parecían estar bien juntos, la sedosa sensualidad de Ivy y la confiada masculinidad de Kisten.

Él no reaccionó de ninguna forma cuando los dedos de Ivy se deslizaron entre los botones de su camisa.

—Te lo habrías pasado bien —me dijo.

Sintiéndome como si hubiera superado un examen, despegué la mantequilla de la cuchara y me limpié el dedo con la lengua.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te lo has pasado bien justo ahora —respondió—. Te olvidaste de ese vacío y egoísta humano, que no reconoce algo bueno ni cuando ella le muerde en la… —Miró a Ivy—. ¿Dónde dijiste que le mordió, Ivy, cariño?

—En la muñeca. —Ivy se enderezó y me dio la espalda mientras se ponía otro café.

—Que no reconoce algo bueno ni cuando ella le muerde en la… muñeca —concluyó Kisten.

Mi cara se puso al rojo vivo.

—¡Es la última vez que te cuento algo! —exclamé mirando a Ivy. Y no era como si le hubiera hecho sangre. ¡Por Dios!

—Admítelo —prosiguió Kisten—. Has disfrutado hablando conmigo, enfrentando tu voluntad contra la mía. Habría sido divertido —me dijo mientras me miraba a través de su flequillo—. Tienes aspecto de necesitar un poco de diversión. Encerrada en esta iglesia durante Dios sabe cuánto tiempo. ¿Cuándo fue la última vez que te arreglaste? ¿Que te sentiste guapa? ¿O deseable?

Me quedé muy quieta, sintiendo que mi aliento se movía dentro y fuera de mí, equilibradamente. Pensé en Nick marchándose para salir de la ciudad sin decirme nada, nuestras caricias e intimidad, que habían terminado con una repentina brusquedad. Había sido hace tanto tiempo. Echaba de menos su tacto, haciéndome sentir deseada, removiendo mis pasiones y sintiéndome viva. Quería que regresara ese sentimiento; incluso si era una mentira. Solo por una noche, y así no olvidaría lo que se siente hasta que volviera a encontrarlo.

—Nada de mordiscos —dije, sabiendo que estaba cometiendo un error.

Ivy levantó su cabeza de golpe, con el rostro inexpresivo.

Kisten no parecía sorprendido. Había una intensa comprensión en su mirada.

—Nada de evasivas —dijo él con suavidad, con viveza en sus ojos brillantes. Yo era como el cristal para él.

—Máximo sesenta dólares —repliqué.

Kisten se puso en pie y cogió su abrigo del respaldo de la silla.

—Te recogeré a la una de la mañana, la noche después de mañana. Ponte algo bonito.

—Nada de trucos con mi cicatriz —le advertí sin aliento, incapaz de encontrar suficiente aire por algún motivo. ¿Qué demonios estaba haciendo?

Se puso su abrigo con una gracilidad amenazadora. Vaciló, pensativo.

—No pienso ni soplarle —accedió. Su pensativa expresión se convirtió en maliciosa impaciencia cuando se detuvo en el umbral que conducía al pasillo y extendió su mano hacia Ivy.

Lacónicamente, Ivy volvió a sacar el billete de cincuenta del bote de galletas y se lo entregó. Él siguió esperando, y ella cogió otro y lo puso en su mano con un sonoro golpe.

—Gracias, Ivy, cariño —dijo él—. Ahora tengo bastante para mi cita y también para un corte de pelo. —Su mirada se encontró con la mía, y la sostuvo hasta que no pude respirar—. Nos vemos, Rachel.

El sonido de sus zapatos de vestir se oyó vibrar con fuerza en la oscuridad de la iglesia. Le oí decirle algo a Jenks, seguido por el amortiguado golpe de la puerta principal al cerrarse.

Ivy no estaba contenta.

—Eso ha sido una estupidez —espetó.

—Lo sé —respondí sin mirarla a los ojos mientras mezclaba el azúcar y la mantequilla con una acelerada rudeza.

—¿Entonces por qué lo has hecho?

Continué removiendo la mezcla.

—Puede que sea porque, al contrario que a ti, me gusta que me toquen —contesté con aire cansado—. Puede que sea porque echo de menos a Nick. Puede que sea porque ha estado ausente durante los últimos tres meses y he sido demasiado estúpida como para darme cuenta. Déjalo ya, Ivy. No soy tu sombra.

—No —coincidió, menos furiosa de lo que esperaba—. Soy tu compañera de piso, y Kist es más peligroso de lo que aparenta. Ya le he visto hacer esto antes. Quiere darte caza. Darte caza despacio.

Me detuve y la miré.

—¿Más despacio que tú? —inquirí sarcásticamente.

Ella mantuvo su mirada.

—Yo no te estoy dando caza —respondió aparentemente dolida—. Tú no me dejas.

Solté la cuchara, puse las manos a ambos lados del cuenco e incliné la cabeza sobre él. Vaya pareja. Una demasiado temerosa de sentir algo por miedo a perder el control de sus inflexibles sentimientos; y la otra tan deseosa de sentir algo que arriesgaría su libre albedrío por una noche de diversión. El no haberme convertido en lacaya de un vampiro durante todo este tiempo había sido todo un milagro.

—Te está esperando —le dije al oír las revoluciones del motor del coche de Kisten a través de las aisladas paredes de la iglesia—. Ve a saciar tu ansia. Me disgusta cuando no lo haces.

Ivy se puso en movimiento. Sin decir una palabra, salió caminado rígidamente, acompañada por el sonido de sus botas al golpear el suelo de madera. La puerta de la iglesia se cerró con un suave golpe. Lentamente, el chasquido de las manecillas del reloj que había sobre el fregadero se hizo notar. Tras tomar aire despacio, levanté la cabeza y me pregunté cómo demonios me había convertido en su guardiana.

8.

Los rítmicos golpes de mis pies al correr, que subían por mi columna vertebral, eran una agradable distracción para no pensar en Nick. Era un día despejado; el sol se reflejaba en los montones de nieve, haciéndome entornar los ojos tras mis nuevas gafas de sol. Me había dejado las viejas en la limusina de Takata, y las nuevas no se acoplaban igual de bien. Aquel era el segundo día consecutivo en el que me había levantado a la infernal hora de las diez de la mañana para salir a correr y, por todas las Revelaciones que hoy sí pensaba a hacerlo. Correr después de medianoche no era tan divertido, había demasiados tipos raros. Además, esa noche tenía una cita con Kisten.

La idea vibró a través de mi interior y mi ritmo aumentó. Cada exhalación concentrada estaba sincronizada con mis zancadas, creando un ritmo hipnótico que me llevaba al éxtasis del corredor. Aceleré aún más el ritmo, recreándome en él. Delante de mí había una pareja de viejas brujas caminando a paso acelerado, cuando pasé junto a la jaula de los osos. Observaban con ávido interés (los osos, no las brujas). Creo que ese es el motivo por el que la dirección nos permite entrar a los corredores. Proporcionamos a los grandes depredadores algo que observar, aparte de niños en sillitas y padres cansados.

En realidad, nuestro colectivo de corredores había tomado la iniciativa de adoptar a los tigres de Indochina del zoo precisamente con esa idea. Los fondos para su manutención llegaban exclusivamente de nuestros pases especiales. Comían realmente bien.

—¡Pista! —exclamé jadeando al ritmo de mis zancadas, y las dos brujas se apartaron hacia ambos lados, dejando un hueco para mí—. Gracias —les dije al pasar, percibiendo su intenso aroma a secuoya en aquel aire vigorizante y dolorosamente seco.

El murmullo de su sociable conversación se diluyó con rapidez. Deseché un pensamiento confuso y furioso en torno a Nick. No necesitaba que él corriera; podía correr por mi cuenta. Él no había corrido mucho conmigo últimamente, no desde que adquirí el coche y no necesitaba que él me llevase.

Sí, desde luego
, pensé apretando los dientes. No se trataba del coche. Era algo más. Algo que no me había contado. Algo que «francamente, no era de mi incumbencia».

—¡Pista! —oí proveniente de alguien no muy lejano.

El tono era bajo y comedido. Quienquiera que fuese, seguía mi ritmo sin mucha dificultad. Se dispararon todas mis alarmas.
Veamos si sabes correr
, pensé tras respirar profundamente.

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