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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Anaconda y otros cuentos (5 page)

—He aquí el éxito de nuestra campaña —dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza—. ¡Te felicito, Hamadrías!

Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!

Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.

Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.

—¡Estamos en inminente peligro! —gritó Terrífica—. ¿Qué hacemos?

—¡A la gruta! —clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.

—¡Pero están locas! —gritó la Ñacaniná, mientras corría—. ¡Las van a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Óiganme: ¡desbandémonos!

Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.

Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.

—¡Está loca Ñacaniná! —exclamó—. Separándonos nos matarán una a una sin que podamos defendernos… Allá es distinto. ¡A la caverna!

—¡Sí, a la caverna! —respondió la columna despavorida, huyendo—. ¡A la caverna!

La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.

Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.

—Ya ves —le dijo con una sonrisa— a lo que nos ha traído la asiática.

—Sí, es un mal bicho… —murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.

—¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!…

—Ella, por lo menos —advirtió Anaconda con voz sombría—, no va a tener ese gusto…

Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.

Ya habían llegado.

—¡Un momento! —se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban—. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?

Se hizo un largo silencio.

—Sí —murmuró abrumada Terrífica—. Está concluido…

—Entonces —prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados—, antes de morir quisiera… ¡Ah, mejor así! —concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.

No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada, ni la presencia del Hombre sobre ellas, podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.

El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Ésta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra semiasfixiada se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacía presa en el cuerpo de la Hamadrías.

Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los noventa y seis agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.

Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuerpo de la cobra real se escurrió pesadamente a tierra, muerta.

—Por lo menos estoy contenta… —murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.

Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.

Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.

—¡Entremos! —agregaron, sin embargo, algunas.

—¡No, aquí! ¡Muramos aquí! —ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.

No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.

—¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! —murmuró Ñacaniná, despidiéndose con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó furioso sobre Terrífica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.

Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el vientre del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. En un segundo Terrífica y Neuwied cayeron muertas, con los riñones quebrados.

Urutú Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la lengua del perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia.

El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón —que tampoco pedían—, con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas, cayeron Cruzada y Ñacaniná.

No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado. Había sido mordido sesenta y cuatro veces.

Cuando los hombres se levantaban para irse, se fijaron por primera vez en Anaconda, que comenzaba a revivir.

—¿Qué hace esta boa por aquí? —dijo el nuevo director—. No es éste su país. A lo que parece, ha trabado relación con la cobra real… y nos ha vengado a su manera. Si logramos salvarla haremos una gran cosa, porque parece terriblemente envenenada. Llevémosla. Acaso un día nos salve a nosotros de toda esta chusma venenosa.

Y se fueron, llevando de un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida y exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná, cuyo destino, con un poco menos de altivez, podía haber sido semejante al suyo.

Anaconda no murió. Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto; la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación —toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.

El simún

En vez de lo que deseaba, me dieron un empleo en el Ministerio de Agricultura. Fui nombrado inspector de las estaciones meteorológicas en los países limítrofes.

Estas estaciones, a cargo del gobierno argentino, aunque ubicadas en territorio extranjero, desempeñan un papel muy importante en el estudio del régimen climatológico. Su inconveniente estriba en que de las tres observaciones normales a hacer en el día, el encargado suele efectuar únicamente dos, y muchas veces, ninguna. Llena luego las observaciones en blanco con temperaturas y presiones de pálpito. Y esto explica por qué en dos estaciones en territorio nacional, a tres leguas distantes, mientras una marcó durante un mes las oscilaciones naturales de una primavera tornadiza, la otra oficina acusó obstinadamente, y para todo el mes, una misma presión atmosférica y una constante dirección del viento.

El caso no es común, claro está, pero por poco que el observador se distraiga cazando mariposas, las observaciones de pálpito son una constante amenaza para las estadísticas de meteorología.

Yo había a mi vez cazado muchas mariposas mientras tuve a mi cargo una estación y por esto acaso el Ministerio halló en mí méritos para vigilar oficinas cuyo mecanismo tan bien conocía. Fui especialmente encomendado de informar sobre una estación instalada en territorio brasileño, al norte del Iguazú. La estación había sido creada un año antes, a pedido de una empresa de maderas. El obraje marchaba bien, según informes suministrados al gobierno; pero era un misterio lo que pasaba en la estación. Para aclararlo fui enviado yo, cazador de mariposas meteorológicas, y quiero creer que por el mismo criterio con que los gobiernos sofocan una vasta huelga, nombrando ministro precisamente a un huelguista.

Remonté, pues, el Paraná hasta Corrientes, trayecto que conocía bien. Desde allí a Posadas el país era nuevo para mí, y admiré como es debido el cauce del gran río anchísimo, lento y plateado, con islas empenachadas en todo el circuito de tacuaras dobladas sobre el agua como inmensas canastillas de bambú. Tábanos, los que se deseen.

Pero desde Posadas hasta el término del viaje, el río cambió singularmente. Al cauce pleno y manso sucedía una especie de lúgubre Aqueronte —encajonado entre sombrías murallas de cien metros—, en el fondo del cual corre el Paraná revuelto en torbellinos, de un gris tan opaco que más que agua apenas parece otra cosa que lívida sombra de los murallones. Ni aun sensación de río, pues las sinuosidades incesantes del curso cortan la perspectiva a cada trecho. Se trata, en realidad, de una serie de lagos de montaña hundidos entre tétricos cantiles de bosque, basalto y arenisca barnizada en negro.

Ahora bien: el paisaje tiene una belleza sombría que no se halla fácilmente en los lagos de Palermo. Al caer la noche, sobre todo, el aire adquiere en la honda depresión, una frescura y transparencia glaciales. El monte vuelca sobre el río su perfume crepuscular, y en esa vasta quietud de la hora el pasajero avanza sentado en proa, tiritando de frío y excesiva soledad. Esto es bello, y yo sentí hondamente su encanto. Pero yo comencé a empaparme en su severa hermosura un lunes de tarde; y el martes de mañana vi lo mismo, e igual cosa el miércoles, y lo mismo vi el jueves y el viernes. Durante cinco días, a dondequiera que volviera la vista no veía sino dos colores: el negro de los murallones y el gris lívido del río.

Llegué, por fin. Trepé como pude la barranca de ciento veinte metros y me presenté al gerente del obraje, que era a la vez el encargado de la estación meteorológica. Me hallé con un hombre joven aún, de color cetrino y muchas patas de gallo en los ojos.

—Bueno —me dije—; las clásicas arrugas tropicales. Este hombre ha pasado su vida en un país de sol.

Era francés y se llamaba Briand, como el actual ministro de su patria. Por lo demás, un sujeto cortés y de pocas palabras. Era visible que el hombre había vivido mucho y que al cansancio de sus ojos, contrarrestando la luz, correspondía a todas veras igual fatiga del espíritu: una buena necesidad de hablar poco, por haber pensado mucho.

Hallé que el obraje estaba en ese momento poco menos que paralizado por la crisis de madera, pues en Buenos Aires y Rosario no sabían qué hacer con el stock formidable de lapacho, incienso, peterebí y cedro, de toda viga, que flotara o no. Felizmente, la parálisis no había alcanzado a la estación meteorológica. Todo subía y bajaba, giraba y registraba en ella, que era un encanto. Lo cual tiene su real mérito, pues cuando las pilas Edison se ponen en relaciones tirantes con el registrador del anemómetro, puede decirse que el caso es serio. No sólo esto: mi hombre había inventado un aparatito para registrar el rocío —un
hechizo
regional— con el que nada tenían que ver los instrumentos oficiales; pero aquello andaba a maravillas.

Observé todo, toqué, compulsé libretas y estadísticas, con la certeza creciente de que aquel hombre no sabía cazar mariposas. Si lo sabía, no lo hacía por lo menos. Y esto era un ejemplo tan saludable como moralizador para mí.

No pude menos de informarme, sin embargo, respecto del gran retraso de las observaciones remitidas a Buenos Aires. El hombre me dijo que es bastante común, aun en obrajes con puerto y chalana en forma, que la correspondencia se reciba y haga llegar a los vapores metiéndola dentro de una botella que se lanza al río. A veces es recogida; a veces, no.

¿Qué objetar a esto? Quedé, pues, encantado. Nada tenía que hacer ya. Mi hombre se prestó amablemente a organizarme una cacería de antas —que no cacé— y se negó a acompañarme a pasear en guabiroba por el río. El Paraná corre allá nueve millas, con remolinos capaces de poner proa al aire a remolcadores de jangadas. Paseé, sin embargo, y crucé el río; pero jamás volveré a hacerlo.

Entretanto la estada me era muy agradable, hasta que uno de esos días comenzaron las lluvias. Nadie tiene idea en Buenos Aires de lo que es aquello cuando un temporal de agua se asienta sobre el bosque. Llueve todo el día sin cesar, y al otro, y al siguiente, como si recién comenzara, en la más espantosa humedad de ambiente que sea posible imaginar. No hay frotador de caja de fósforos que conserve un grano de arena, y si un cigarro ya tiraba mal en pleno sol, no queda otro recurso que secarlo en el horno de la cocina económica, donde se quema, claro está.

Yo estaba ya bastante harto del paisaje aquel: la inmensa depresión negra y el río gris en el fondo; nada más. Pero cuando me tocó sentarme en el corredor por toda una semana, teniendo por delante la gotera, detrás la lluvia y allá abajo el Paraná blanco; cuando, después de volver la cabeza a todos lados y ver siempre el bosque inmóvil bajo el agua, tornaba fatalmente la vista al horizonte de basalto y bruma, confieso que entonces sentía crecer en mí, como un hongo, una inmensa admiración por aquel hombre que asistía sin inmutarse al liquidamiento de su energía y de sus cajas de fósforos.

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